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Hiroshima L3

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Nadie había oído hablar de este perdido atolón, que en tres días se hizo leyenda y tumba colectiva. Alcázar de coral sin liberación posible, sus últimos defensores prefirieron el suicidio a la rendición, y los que se llamaron vencedores pagaron tanto por ver izada su bandera, que apenas pudieron comprenderlo en medio de tanta desolación. Eso sí, los mejores muertos tuvieron su medalla. Aún hoy Betio, el islote principal del atolón de Tarawa, a 4.600 kilómetros al SO de Pearl Harbour, permanece anclado tan en el olvido como hace cuarenta años. La batalla fue aquí, pero el mito se lo apropió Tarawa, tal vez porque sus tres sílabas resuenan como una ráfaga de ametralladora. El visitante ansioso de recuerdos bélicos debe andarse con cuidado. Desde una descomunal granada de 16 pulgadas a una mortífera mina aún incrustada en los bancos de coral, hay de todo lo necesario para saltar en pedazos. A unos metros de la línea donde rompen mansamente las olas, un monstruo inquietante surge como un absceso del banco coralífero. Es un Sherman anfibio, uno de los carros del I Cuerpo Anfibio de la Infantería de Marina. A su alrededor todo está lleno de restos de batalla. Vainas de fusil 30.06, de ametralladoras de 12.70, cantimploras irreconocibles y culatas de carabinas. En la arena se anda sobre cartuchos de 7.7 Arisaka, esquirlas de metralla afiladas como navajas y amontonamientos de chatarra que se corresponden con LVT anfibios. Por toda la isla hay casamatas en acero y hormigón, nidos de armas automáticas llenos de desperdicios de todo tipo, cañones japoneses de 127 y 75 mm, e incluso viejos cañones ingleses de ocho pulgadas, prácticamente intactos.

Fue éste uno de los más cortos y cruentos enfrentamientos de la guerra del Pacífico. Las dos mejores infanterías de marina, la americana y la del Sol Naciente, se agarraron por el cuello y pelearon aquí salvajemente hasta que una de ellas dejó de existir. En 1974 se recuperó un anfibio, un Amtrac LVT, cerca de la playa. Dentro había dos esqueletos. Eran marines. Llevaban todavía el casco puesto. Cuando Guadalcanal dejó de ser una pesadilla en los partes, el CCS Estado Mayor conjunto norteamericano y británico se planteó: ¿Y ahora, hacia dónde y cómo? Luchando todavía duramente en las Salomón (Nueva Georgia) en un desesperante avance hacia Bougainville y empantanados en Nueva Guinea, a la espera de asestar el golpe definitivo en tenaza hacia Rabaul, el gran avispero aeronaval japonés, la enorme extensión del Pacífico central se ofrecía entonces como una sima de tentadoras posibilidades y amenazantes fracasos. Allí estaban los archipiélagos de las Marshall y las Gilbert y, mucho más hacia el Oeste, el otro puntal del poderío nipón: la gran base de Truk, en las Carolinas. Rabaul y Truk controlaban y asediaban a diario las comunicaciones aliadas. El primero estaba en vías de ser neutralizado pese al enorme coste del salto de isla en isla, pero en cuanto al segundo, habría que optar por una peligrosa pirueta en el vacío, frente a la todavía poderosa Armada Imperial y sus portaaviones. Nadie quería, ni por lo más remoto, un segundo Midway a cara o cruz.

Ante la escasez acuciante de material que la "hormigonera" de Guadalcanal había consumido, se imponía elegir un objetivo menor que sirviese como punto de apoyo para mayores ofensivas. Todas las miradas convergieron en un pequeño punto ignorado en los mapas y que cobijaba el único aeropuerto del primer eslabón hacia Truk, las Palaos, Guam, las Marianas, todo aquello que se vino en llamar The Road to Tokio: Tarawa. El almirante Nimitz, patrón indiscutible de la Navy, llegó a un acuerdo con el U. S. Army. Hasta el definitivo asalto a las Filipinas, donde MacArthur lo pediría todo, tendría vía libre. Nimitz, tomada su resolución sobre Tarawa y obligado a elegir entre un músculo y un cerebro, es decir, entre el legendario y popular Halsey y el retraído y pensador Spruance, se inclinó por el segundo. Spruance tenía la victoria de Midway en su cuenta, y eso acalló cualquier murmullo entre bastidores. Spruance a su vez eligió su equipo: R. Kelly Turner y H. Hill. Ellos llevarían los dos grupos anfibios designados para apoderarse de los tres objetos marcados: el islote de Betio con su aeropuerto, Makin y Apamama. Para el asalto fue elegida la 2.? División de marines. Wellington, capital de Nueza Zelanda, era, al final del verano del 43, ese lugar de ensueño hecho realidad donde uno podía tomarse con esperanzada resignación los imprescindibles servicios de campamento y luego enlazar por el talle a una de aquellas chicas, mitad novia, mitad mamá, que parecían no cansarse nunca.

La noche envolvía todo lenta y apasionadamente y el clarinete de Glenn Miller hacía inaudibles los gritos de los moribundos, el tableteo de ametralladoras y los zarpazos de los morteros se trocaban inesperadamente en las ofertas que uno recibía a diario por sus bien ganados trofeos de guerra. Esto era vida y muchos no pensaban ya ni en volver a Kansas o Tennessee. Se habían casado. Sin embargo, en una sala fuertemente custodiada del hotel Windsor, otros se enfrentaban con la verdad. El general Julian C. Smith, jefe de la 2.? División de marines, los escogidos como fuerza de choque, levantó su cansada vista de aquel maldito mapa que no le dejaba dormir. Su oficial de operaciones, teniente coronel David Shoup, se aprestó a recibir uno de sus frecuentes desahogos. Pero no fue así. Se iban. Y a Pearl Harbour. Había que hablar con los grandes jefes. Sus muchachos tenían derecho a que él se moliese los riñones en los pasillos a fin de evitarles una trampa. Los dos hombres se dirigieron al aeropuerto. Era el 2 de octubre. En Pearl, Holland Smith, Loco aullador, el severo patrón de los marines, a la cabeza del V Cuerpo Anfibio, comprendió perfectamente a Julian C. Smith. Pero Turner, que tenía el mando de la operación, no quiso oír nada de aquella petición de desembarque de grupos de artillería en los islotes próximos a Betio, para así apoyar con fuego directo a los marines en las playas. El riesgo era enorme. Se preveía un ataque masivo de aparatos y submarinos japoneses en los tres días siguientes a la llegada de la fuerza de invasión frente a Gilbert.

No era posible dedicar tiempo alguno a desembarcos secundarios. También se rechazaban sus peticiones de refuerzos. En cuanto a los LVT-1 y LVT-2, se haría lo que se pudiera. Una vez en el hogar neozelandés, la inmensidad de la tarea hizo olvidar frustraciones y temores. Cablegrama tras cablegrama, Smith consiguió finalmente del propio Nimitz que le dieran al menos los nuevos LVT-2, acorazados, más potentes y de silueta más baja. Los venerables LVT-1 fueron reforzados con planchas de fortuna. El puerto de Wellington se convirtió muy pronto en un auténtico manicomio donde todos hacían de todo pero donde nadie sabía nada de nada. Sin embargo, había un aire festivo y animoso. Mientras los transportes bajaban lentamente sus marcas de flotación, cargados hasta la amura, y las aguas se veían surcadas por remolinos de LCVP, LCM y LST de desembarco, las apuestas giraban en torno al punto de destino, un secreto celosamente guardado. La orden de operaciones se completó el 25 de octubre. Para enmascarar la partida, se divulgó la especie de que los preparativos no estaban concluidos y que la división realizaría ejercicios de desembarco a gran escala en la bahía de Hawkes, cerca de Wellington. La tensión cedió como un globo hinchado y los sacos de marino y los uniformes de paseo fueron cuidadosamente guardados para utilizarlos después en libertad. Se concertaron numerosas citas para aquel fin de semana. Las despedidas fueron tranquilas, con un fácil "hasta el sábado". Había poca gente en los muelles cuando los buques comenzaron a desatracar. Pero nunca se llegó a ver la bahía de Hawkes. El verdadero destino del convoy era Efate, en Nuevas Hébridas, donde se unirían al resto de la fuerza atacante de Hill. Nadie sabía todavía que en Tarawa un hombre llamado Keiji Shibasaki, contraalmirante japonés, paseaba esa misma noche por la playa desierta de Betio. Agazapadas en sus casamatas, las bocas de numerosos cañones apenas se vislumbran en la penumbra reinante. El mar estaba en calma.

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