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Hiroshima L3

Desarrollo


Pocas horas después del desembarco norteamericano, mientras la guarnición japonesa de Guadalcanal reunía sus dispersas unidades y los marines cavaban trincheras y desembarcaban cientos de toneladas de material bélico y víveres, el vicealmirante Guinichi Mikawa reunió una pequeña flota, compuesta por los cruceros pesados Chokai (buque insignia), Aoba, Furutaka, Kako y Kinugasa; los cruceros ligeros Tenryu y Yubari y el destructor Yunagi. La misión de Mikawa era aniquilar la flota aliada de desembarco, fundamentalmente sus transportes, a fin de aislar a las tropas desembarcadas e impedir su aprovisionamiento. Durante su arriesgado viaje hasta Guadalcanal, la flota japonesa tuvo una gran suerte, puesto que no fue atacada e incluso consiguió que las localizaciones de que fue objeto resultaran imprecisas. Mikawa cambió varias veces de rumbo, tras ser localizado por dos aviones, haciendo que los informes aliados resultaran poco fiables. Así, treinta y seis horas después de su partida, Mikawa enfilaba con la proa de su buque la entrada del estrecho que separa las islas de Guadalcanal y Florida, una abertura de unas 30 millas partida en dos por un islote montañoso y cubierto de vegetación, por cuyo nombre, Savo, se recordaría la batalla que iba a comenzar. Los aliados no habían descuidado la vigilancia de ese estrecho, punto casi obligado de paso japonés hacia Guadalcanal, pero una serie de circunstancias les pondrían en situación claramente desventajosa.

Por su lado, el contraalmirante Fletcher comunicó a las fuerzas de desembarco que iba a alejar sus portaaviones de aquellas aguas, en vista de la elevada actividad aérea de los japoneses, que ese segundo día de desembarco se habían empleado a fondo, derribando 10 aparatos norteamericanos, averiando un destructor e incendiando un transporte, a cambio de 17 aviones perdidos. La decisión de Fletcher puso en apuros al contraalmirante Turner, que decidió retirar sus transportes, indefensos sin cobertura aérea frente a los probables ataques aéreos japoneses del día siguiente. Tal medida ponía en problemas al general Vandergrift, que tenía en tierra firme poco más de la mitad de su aprovisionamiento. Todo esto motivó una reunión de los jefes aliados, al filo del anochecer, que trastocó el dispositivo adoptado en el estrecho. En esa zona contaban con seis cruceros pesados y seis destructores, una fuerza notablemente superior a la que conducía Mikawa. Los barcos aliados -en este caso se dirá aliados o norteamericanos, indistintamente, porque parte de la escuadra era australiana-, vigilaban el estrecho según este esquema: la boca sur, esto es, la comprendida entre el cabo Esperanza y Savo, estaba defendida por los cruceros pesados Camberra, Chicago y Australia (muy retrasado en el momento del ataque) y los destructores Bagley, Patterson, Blue y Talbot (estos dos últimos, por fuera del estrecho). La boca norte, entre Savo y Florida, estaba a cargo de los cruceros pesados Astoria, Quincy y Vincennes y de los destructores Helm y Wilson.

A medianoche la escuadra japonesa avistó el islote de Savo y, minutos después un serviola del Chokai dio la alarma: barco a estribor. Se trataba del destructor Blue, que se acercaba rápidamente a la formación japonesa. Los barcos de Mikawa apuntaron sus piezas, pero, por si no habían sido descubiertos, viraron levemente a babor. Durante unos minutos, en los puentes de mando se contuvo la respiración. De pronto, el Blue viró en redondo y se perdió en la oscuridad de la noche. Increíblemente, ni sus equipos de radar ni sus serviolas habían localizado a la escuadra japonesa. Minutos después, los serviolas japoneses detectaron otro barco norteamericano, el Talbot, que afortunadamente para Mikawa se alejaba de la flota japonesa, que ya penetraba en la bahía de Guadalcanal protegida por el islote de Savo. A lo lejos, los japoneses podían contemplar los resplandores del mercante norteamericano incendiado por los ataques aéreos del día. En esa posición, Mikawa ordenó al destructor Yunagi que abandonase la formación y persiguiera a los dos destructores norteamericanos antes avistados. En ese momento, los vigías vuelven a dar la alarma: ¡barco a babor.! Estaba de suerte: se trababa del destructor Jarvis, alcanzado por los ataques japoneses de la mañana y que, con la maquinaria intacta, se dirigía a Australia. Bastante tenía el destructor con sus propios problemas como para cuidarse de la presencia japonesa, que después de todo sería nefasta para él, como se verá más adelante.

Apenas se había difuminado la silueta del destructor cuando los serviolas volvieron a señalar barcos enemigos; apenas se habían apagado sus voces cuando dos hidroaviones, lanzados al aire por Mikawa horas antes, iluminaron la escena en el punto y momento convenido. Ante la escuadra japonesa se dibujaron con claridad las oscuras moles de los cruceros aliados. En ese momento los japoneses, a 8.000 metros de distancia, lanzaron 17 torpedos contra los buques enemigos. Estos mantenían su rumbo, completamente ajenos a la tragedia que se cernía sobre ellos. Siete minutos después, dos torpedos hicieron explosión contra el Canberra, instante en que todos los cruceros japoneses abrieron fuego con toda su artillería sobre el desgraciado buque que recibió 24 granadas en menos de un minuto y se convirtió todo él en una antorcha. Entretanto, el Chicago, que detectó las estelas de los torpedos que le buscaban, pudo sortearlos y en estas maniobras alcanzó a ver al destructor Yunagi, que había encendido un proyector mientras se alejaba para facilitar aún más la puntería de los cruceros. El Chicago disparó contra el Yunagi y salió en su persecución, confundiéndolo con el grueso de la flota japonesa; en ese momento recibió un torpedo que le destrozó la proa. Bode, comandante del buque, agobiado por las críticas que despertó su error de apreciación, se suicidaría más tarde, aunque poco hubiera podido ya hacer en aquel combate tras haber sido alcanzado.

Mikawa, que sobrevivió a la guerra, declaró en numerosas ocasiones que en aquel momento le hubiera tocado cargar contra los barcos de transporte, pero que realmente no tuvo elección: al dirigirse su flota al noreste para atacar al Canberra, sus vigías avistaron a los cruceros norteamericanos que patrullaban el paso del norte de Savo. Efectivamente, debe ser así, porque el segundo choque de la noche se produjo sólo diez minutos después del primero. Increíblemente, el almirante japonés aún logró sorprender a este segundo grupo, que observó de lejos el combate y tocó a zafarrancho, pero que detectó a los japoneses como si vinieran de Guadalcanal y, por tanto, los supuso barcos propios. El colmo de la fortuna para Mikawa fue que, tras una orden de reducción de la velocidad, el Furutaka, para no abordar al buque que le precedía, metió la caña a babor y fue seguido por el Tenryu y el Yubari. De esta forma, los japoneses, formados en dos columnas, cogieron entre dos fuegos a los buques aliados. La confusión fue tal que algunos navíos norteamericanos -el Astoria, por ejemplo- ordenaron interrumpir el fuego de sus piezas por creer que estaba cañoneando con barcos propios y que el comandante del Vincennes, Capitán de navío Riefkohl, incómodo por los proyectores de los buques japoneses, les hizo señales para que los apagasen, creyendo que eran buques de su bandera. De nuevo, el combate fue rápido y demoledor para los aliados.

Los buques japoneses les lanzaron 50 torpedos, de los que al menos seis hicieron blanco y, atenazados por el cañoneo que se les hacía por babor y estribor, apenas si pudieron ofrecer una resistencia eficaz. En algunos momentos el combate se desarrolló a menos de 4.000 metros, con lo que entraron en acción hasta las ametralladoras. Al mismo tiempo, en los tres buques se incendiaron los hidroaviones que transportaban, dificultando aún más la defensa y convirtiéndose en blancos perfectos, ya sin necesidad de proyectores. Los tres buques fueron tocados de muerte, pero la mayor tragedia le ocurrió al Quincy, que acribillado por la artillería japonesa y alcanzado por uno o dos torpedos zozobró el primero, quedando por unos minutos con la quilla al aire. En él murieron 370 hombres y resultaron heridos 186. Con los buques norteamericanos convertidos en teas y a punto de hundirse, Mikawa tenía una alternativa: regresar en busca de la presa que hasta allí le había conducido y aniquilarla o tratar de huir de Guadalcanal, olvidándose de los transportes, para que la luz del día no le sorprendiera en aquellas aguas, tremendamente peligrosas por la proximidad de los portaaviones (15). Mikawa no podía saber que los temidos navíos de Fletcher se alejaban desde hacía horas de Guadalcanal y, por otro lado, los informes del Cuartel General concedían escasa importancia al desembarco; por tanto, decidió regresar.

Su decisión suscitaría bastantes críticas, pero militarmente su ataque a los transportes hubiera revestido escasa importancia, ya que, de cualquier otra forma, horas después partieron esos buques, dejando a los marines en situación bastante precaria, pues apenas sí se habían desembarcado la mitad de los suministros. Mikawa, pues, abandonó rápidamente aquellas aguas, con el bagaje de cuatro cruceros pesados hundidos, a costa sólo de algunas bajas y el gasto de munición, verdaderamente impresionante para menos de una hora de combate: 67 torpedos y cerca de dos mil proyectiles de 203, 140 y 127 mm. Por la mañana, los norteamericanos aún tendrían otra desgracia: el destructor Jarvis fue localizado por aviones enviados a proteger la retirada de Mikawa, que lo hundieron sin que hubiera ni un sólo superviviente. Pero Mikawa tampoco se fue de vacío: un submarino norteamericano localizó a su escuadra y hundió al crucero Kako. El balance de esta batalla fue netamente favorable a los japoneses: cuatro cruceros y un destructor, a cambio de un crucero; un centenar de bajas en sus tripulaciones contra dos mil de los aliados (1.270 muertos). Sin embargo, el combate de Savo no decidió nada (16). Las tropas en Guadalcanal, no habían sido ni atacadas ni aisladas. Los marines, aunque no muy sobrados de pertrechos, estaban ya bien afianzados en tierra, eran tres veces más numerosos que los japoneses e, incluso, disponían de muchas más armas, municiones y víveres que sus enemigos.

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