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Rango

XX25

Desarrollo


A veces se tiene la impresión -pues eso dice la historia al uso - que desde finales de los 60 se verifica un cambio radical en el territorio artístico, aquél que enfatiza la prioridad de los procesos frente a los productos, el que requiere "estar allí entonces" para no perder el evento. Y hasta cierto punto es así porque hacia la mitad de los 70 se exasperan las posiciones que se han ido gestando a lo largo de décadas anteriores y al final parece que lo importante no es siquiera el proceso, sino la intencionalidad última.Pensemos en los telegramas y las postales que On Kawara va enviando a sus amigos desde mediados de los 60 -"no voy a suicidarme, no os preocupéis", "me voy a dormir", "aún sigo vivo", dicen los primeros-. Son sólo postales en las que aparece un mensaje corto -por ejemplo, la hora a la que se ha levantado cada una de las mañanas- y una fecha -a menudo escrita con un tampón-. Son postales que día tras día, año tras año, va echando al buzón y que no tienen una función concreta ni apuestan por un tipo de público específico. Sólo ocurren. Se podría casi decir que ese acto -el hecho de escribir las postales y echarlas al buzón - ha dejado incluso de ser proceso y ha pasado a convertirse en resignificación simbólica del acto de escribir una postal.Parece que por esos años las clasificaciones consensuadas no sirven. Hay un momento en que, como dice Donald Judd, "arte será aquello que los artistas dicen que es arte" o, lo que es lo mismo, las viejas definiciones que tienen como punto de mira la obra misma -el producto- o el modo de llevarla a cabo -el proceso- pierden parte de su significado.

Lo simbólico tradicional -el consumo, comprar la obra- es sustituido no sólo por ese "estar allí entonces" -como la participación en el happening Black Mountain College-, sino por un proceso escurridizo, sin testigos, sin participación real o necesaria. ¿Y si las postales, como sucede a menudo, no hubieran llegado a sus destinatarios? ¿Cómo podrían haber participado ellos del proceso? Hasta esa forma de consumo sería irrelevante: basta con escribir las postales y con echarlas al correo. El arte se hace de algún modo más privado, más minoritario. El producto pasa a proceso y, finalmente, a acto, a pura intencionalidad.Sea como fuere, también se podría decir, después de haber seguido el desarrollo de las artes en el siglo XX, que todo lo que se ha ido planteando en los 60 y 70 se empieza a detectar mucho antes, incluso en las vanguardias de los 10-30. Un primer happening pudo ser la actuación de Vaché en el estreno de Apollinaire -con un valor simbólico de acto, además - o el asalto de los enemigos del Surrealismo durante el pase de "La Edad de oro" de Buñuel. El problema de la incorporación de objetos reales a la obra de arte se halla en ciertas muestras cubistas y en Duchamp; las investigaciones sobre el yo, que se comentarán al hablar de feminismo y multiculturalidad, aparecen en artistas como Claude Cahun. El interés por las artes menores -foto, cine, diseño.

..- es clásico de la vanguardia rusa y hasta de la Bauhaus y los holandeses. El siglo XX es desde sus inicios un siglo impuro, parecería un siglo de poluciones entre medios, entre categorías, entre alta y baja cultura... y posiblemente el fenómeno que florece desde los años 70 es sólo una exasperación de algo que estaba en el aire, una verbalización de algo que se iba desarrollando desde años atrás aunque no tuviera nombre.Ahí podría hallarse el cambio básico, en la verbalización, en la idea de darle un nombre: desde mediados de los 70, y partiendo de las experiencias arquitectónicas de James Stirling (1926-72) -cercano al Independent Group de Londres -, se empieza a tener consciencia de cómo parece imponerse una idea de discontinuidad, de pastiche, que no sigue estrictamente la línea de la modernidad, sino que apuesta por una visión múltiple y desjerarquizada en la que cada uno puede y debe mirar con una mirada propia que se enfrente a la impuesta, recuperando la historia, apropiándose de ella y barajándola. A esa nueva situación, a esa exasperación de posiciones existentes más bien, se le da un nombre hoy en día sobreutilizado, maltratado, lexicalizado, vulgarizado y carente casi de significación: posmodernidad. El término es acuñado por Jenks y trata de agrupar esos cambios que se habían ido verificando en la arquitectura desde mediados de los 60. En ese momento las propuestas se centran en asuntos desechados por el movimiento moderno -revisiones clasicistas, vueltas a propuestas teóricas de tratados, etc.

- y Robert Venturi, personaje clave a la hora de articular los cambios, expresa su objeción a la tiranía de la propuestas modernas de esta manera: "Prefiero los elementos híbridos a los puros, los comprometidos a los limpios, (...) los ambiguos a los articulados (...)".Esa rebelión contra la eficacia y la pureza de las propuestas de la arquitectura moderna, esa búsqueda de la ambigüedad como alternativa constructiva se extrapolaría más tarde a otros territorios y la palabra posmodernidad acababa por definir algo supuestamente diferente, una suerte de ruptura, que cada cual centra en distintas cuestiones y que de la arquitectura pasa a las artes visuales. Es cierto que el término como tal ha sido con frecuencia puesto en tela de juicio y no sin razón, pero aún así es preciso conocer su existencia a juzgar por la ingente bibliografía que ha producido en los últimos quince años.La primera duda razonable sobre el asunto es si ese cambio respecto a la tradición del siglo XX es, al fin, tan radical como se anunciaba, y parece lógico expresar las cautelas a la hora de lanzar esta aserción ya que con anterioridad a los 70 han ido detectándose miradas divergentes que observan el mundo desde otro ángulo. De cualquier modo, también es cierto que por esas fechas y, sobre todo, en la década posterior, hay una voluntad de transgresión política, de ataque a la unicidad y la originalidad de la obra que, aún teniendo sus raíces en Duchamp -por usar el ejemplo más clásico-, ha dejado de situarse en el territorio en serio/en broma para llegar a la subversión consciente del sistema.

Dentro de este contexto, apoyado en una aproximación posestructuralista -aquélla que redefine el mundo a partir de una visión plurifuncional frente a las estructuras cerradas anteriores -, es posible detectar una transformación, en las intenciones al menos, que ataca directamente al aludido territorio de lo simbólico sobre el que se sustenta la Historia del arte.Sea o no un modo posmoderno de aproximarse al mundo, los 70 son años de pluralidades que representan, como buenos hijos del 68, el conflicto ante una sociedad cada vez más tecnificada, cada vez más aparentemente próspera y moderna y que reflejan el rechazo a la norma a través de nuevas actitudes ante la sexualidad, la política, la alta tecnología, los medios de comunicación, la naturaleza, la perdurabilidad de la obra de arte y, por qué no, un mercado que cada vez se hace más fuerte. Los 70 son los hijos naturales de la generación beat y saben como ellos que esa América construida que anunciaban los 40 no está en ninguna parte: es absurdo buscarla. Pero mientras los beat deciden seguir en el camino, las propuestas de los 70 plantean la posibilidad de enfrentarse a la sociedad a través de sus fisuras: si la revolución está abocada al fracaso, tratarán al menos de ser molestos. Para tambalear el sistema deciden partir del sistema mismo, posición que exasperarán los 80, momento en que los artistas se instalan en medio del museo para revisar el propio museo, creando obras en contra de la lógica del museo.

Las raíces del fenómeno -clásico de la sociedad posindustrial- y la supremacía que las artes han ido tomando en los Estados Unidos desde 1945 permiten adivinar cómo a partir de esos años los grandes cambios llegarán de América -o seguirán llegando más bien, a juzgar por la fuerza que el país ha ido adquiriendo desde los 40-. Incluso los artistas europeos -o de otros continentes- que tienen algo que decir, deben triunfar en Nueva York para triunfar. De hecho, si es cierto que los grandes eventos internacionales como la Dokumenta de Kassel o las Bienales de Venecia siguen vigentes y son un lugar de confrontación de las modas en el arte, desde los 50 todo pasa por América, tal vez porque la rebelión surge en el lugar donde la presión es mayor (de mercado, de crítica, de construcción de mitos...).El Expresionismo Abstracto y su plan de construir una América poderosa ha triunfado por fin, aunque a partir de la segunda mitad de los 70 se detectará un proceso curioso que refleja la pérdida de poder real de la crítica americana: los europeos propondrán las teorías -especialmente desde Francia a través de la nueva filosofía que algunos llaman pensamiento débil, más polucionada de la antropología, la sociología y el psicoanálisis- y los artistas estadounidenses las harán realidad física para devolverlas luego a Europa, convertidas en obras, influyendo en los artistas locales. Los trasvases tomarán, pues, formas diferentes de las que hemos visto hasta el momento, las que corresponden a una sociedad hipercomunicada en la que las noticias viajan rápido.

Más aún: el arte será producto directo de la crítica, se conformará a partir de ella y se ajustará a sus teorías, exasperando el proceso greenbergiano de los 50. El arte de los últimos 70 será político y será, sobre todo, altamente intelectualizado, preludiando las formas de la década posterior.Este énfasis en la supremacía americana no trata, sin embargo, de subvalorar el 68 francés o las experiencias de Beuys, sólo que en Europa todo es ya entonces un poco prestado o, al menos, lo que es más explícitamente europeo -como la Internacional Situacionista- carece del poder de marketing necesario para triunfar al modo de otras posiciones llegadas desde Estados Unidos, ese marketing eficaz que exigen los nuevos tiempos apoyado en museos, galerías, crítica, teoría del arte... Los encuentros se producen en los 70 de forma muy mediatizada. Las gentes se encuentran por intereses compartidos -minorías en busca de su propia identidad-, por deseo de terceros -exposiciones programadas por la crítica o artículos clasificatorios...-. El azar se ahoga en el mundo de la hipercomunicación porque ese mundo exige eficacia, incluso en la toma de posiciones políticas como se veía en el caso de Beuys que según Warhol tenía que "convertirse en Presidente".Aunque tal vez habría que matizar esta visión un tanto catastrofista de los 70, ya que posiblemente esa máxima eficacia de acción se verifica sólo en los últimos años de la década, casi en el inicio de la siguiente.

Hay, de hecho, un momento en que se producen encuentros en los conciertos rock, reminiscencia de los 60, pero el propio estado de ánimo de los asistentes tiende a borrar las emociones de evento. Y hay un momento en que todo es político y subversivo, en que todos se enfrentan contra todos de modo casi enternecedoramente naif -visto desde la perspectiva actual- y esa oposición sistemática, esa falta de enemigos con rostro, impide también las emociones de los encuentros con personajes afines. No en vano se trata de hijos de los 60, un momento en que, como dice O'Rourke con mucha ironía, se creía en cualquier cosa: "En todo. Di lo que quieras y verás como creíamos en ello. Creíamos que amor era lo único que se necesitábamos. Creíamos que se debíamos estar aquí ahora. Creíamos que las drogas nos convertirían en personas mejores. Creíamos que Mao era una monada. Creíamos que Bob Dylan era un músico. Creíamos que Yoko era una artista. Creíamos que viviríamos para siempre o hasta los veintiún años, lo que llegara antes. Creíamos en todo, menos en lo que decían nuestros padres".En esa atmósfera se entraba en los 70 y lo que decían los padres era un tipo de arte que contaba cosas tradicionales, en soportes tradicionales, en lugares tradicionales. A los 70 ya nos les interesa hablar de los asuntos de siempre y, mucho menos expresarse en un lenguaje poético al estilo del Expresionismo Abstracto. Provocaciones sexuales -arte erótico, hinhy u homosexual, según la clasificación de Lucie-Smith-, provocaciones políticas -pacifistas, feministas o de mestizajes de culturas-, recuperación de la naturaleza y experimentaciones con formas asociadas a la técnica, que permitían más travesuras que el consabido marco -cibernética, arte por ordenador, vídeo de artista, neones o fotografía, como el uso de la polaroid en Hockey-, exasperación de las artes asociadas al cuerpo.

..A partir de esa rebelión contra temas, soportes y lugares tradicionales se revisaba la idea del artista como autor y, por tanto, de la unicidad de la obra de arte, planteada ya en algunas experiencias Pop. Los famosos múltiples no son sino el intento de hacer llegar la obra a más personas, en cierto modo un acto político-estético abocado al fracaso porque las galerías, el mercado, acabaron vendiendo esos objetos, manufacturándolos. Con este espíritu revisionista se creaban los artists' spaces (espacios de artistas), híbrido entre galería de arte regentada por artistas y centro de innovación y documentación, donde se cuestionaban los espacios tradicionalmente asignados al arte y sus funciones, y se editaban los libros de artista, al principio piezas personales de los creadores y luego libros en serie numerados, asociados a prácticas que iban apareciendo: mail art y rubber stamp art -arte por correo y de tampón, como las muestras de Kawara-, así como copy art -fotocopias convertidas en obra de arte-.Utilizar los espacios abiertos no era, además, suficiente y se tomaban las ciudades, casi al modo de la propuesta más radical de la I.S., que se llenaban de graffiti, un tipo de acción que en los 80 seguirían cultivando personajes como Jean Michel Basquiat (1960-88) o Keith Haring (1958-90) y que acabarán por ser expuestos en las galerías elegantes de Nueva York. Pero convendría aclarar lo escurridizo de las denominaciones artísticas que se han ido utilizando, sencillamente para dar idea de algunos de los términos más populares en el momento.

Habría muchas más -Bell cita más de cuarenta movimientos con nombre propio entre los años 60 y los 80- o, quién sabe, muchas menos porque un rubber se parece demasiado a un mail, etc. Sea como fuere, en la década de las pluralidades los nombres nacen y mueren con la misma facilidad que las propuestas.Nuevos temas, nuevos soportes, nuevos espacios cuestionamiento del concepto de unicidad y perdurabilidad en la obra de arte. Esas eran, por lo menos idealmente, las características de la década, aunque algunos artistas como Sigmar Polke (1941) y Gerhardt Richter (1932) seguían utilizando el lienzo, si bien sus planteamientos se ajustaban a la revisión del concepto de originalidad: seguían pintando pero a menudo se apropiaban de imágenes existentes. Las manifestaciones de los 70 se replanteaban la tradición, pero la radicalidad última de sus propuestas debería ser puesta en tela de juicio desde la perspectiva actual: pese a querer borrar la historia, se seguía reclamando la paternidad/maternidad de la obra de arte, se seguía -y se sigue- exponiendo el documento, reconstruyendo la instalación a partir de planos y notas, caso de haber muerto el artista. Se seguía conservando la acción en un vídeo o en fotografía, expuestos a su vez como la huella de la obra. El objeto vendible acababa por ser sustituido por la disputa por la idea: se reproducían los tics aunque cambiaran los medios. Si en 1969 para Huebler el mundo estaba "demasiado lleno de objetos"; el mundo del arte de los 70 se encaminaba hacia el lugar en que habitamos hoy: un planeta demasiado lleno de instrucciones de uso, de clonaciones, de experimentos reiterados -aunque fueran de partida revolucionarios-, de chistes repetidos.

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