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Berlín

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A finales del mes de abril de 1945, Mussolini tenía ya conciencia de la inminencia del fin, pero seguía pensando que era un deber moral plantear alguna forma de resistencia. Tras haber afirmado que, si fuese necesario convertiría a Milán en una segunda Stalingrado, centró su atención en la comarca de la Valtellina. Zona montañosa, podría convertirse en un efectivo reducto de resistencia definido por las milicias fascistas y respaldado por las fronteras suiza y alemana. La detención invernal de la ofensiva lanzada sobre la Línea Gótica había contribuido a levantar su ánimo, e incluso había llegado a pensar que los aliados pretendían hacer de él un interlocutor válido para tratar con Hitler. Sin embargo, la idea de establecer esta resistencia iría esfumándose con el paso de los días al comprobar la imposibilidad material de llevarla a cabo. Mientras, el Duce sigue ignorando las conversaciones secretas que se llevan a cabo entre todas las partes interesadas, para las cuales él es solamente el último escollo a anular. Personalmente, da muestras de una gran volubilidad, y si un día pretende ofrecer el poder a los socialistas, al siguiente manifiesta su deseo de tratar con la resistencia. En la tarde del 25 de abril, en la residencia del cardenal de Milán, tiene lugar una entrevista entre Mussolini y varios representantes del Comité de Liberación Nacional. No se obtiene en ella acuerdo alguno y poco más tarde, enterado el Duce de la voluntad de los partisanos de entregarlo a la decisión de un tribunal popular, abandona precipitadamente la ciudad y marcha hacia el lago de Como.

Atravesando una región ya situada prácticamente en manos de la guerrilla, la caravana alcanza en la mañana del 26 la localidad de Menaggio. Le acompaña un destacamento de las SS que, más que como protector, se comporta como vigilante de un grupo de prisioneros. Las poblaciones de la zona se encuentran llenas de responsables del régimen, que buscan la protección de la inmediata frontera suiza. Trasladado en la tarde del mismo 26 al vecino pueblo de Grandola, Mussolini, en medio de un clima de temor e inseguridad, sigue negándose a tomar el camino del exilio. A las cinco de la mañana del 27, el grupo reemprende la marcha hacia el norte, por la carretera que bordea el lago. Poco después deben detenerse ante los obstáculos colocados por los guerrilleros. Entonces, el comandante del contingente alemán trata de convencer a Mussolini de la necesidad de pactar el transito con aquellos. A partir de ese momento, enterado el comité local de liberación de la presencia del dictador en la zona, decide realizar una serie de demostraciones que hagan pensar en una fuerza que realmente no posee. Pero esta estratagema da resultados, y sirve para incrementar todavía más el miedo de los huidos. Dentro del grupo, las dudas y los recelos mutuos se apoderan de todos. Mientras, en la noche del 26, una delegación italiana -de la que forma parte un hijo del mismo Mussolini- acordó con los responsables de la resistencia en Como que las personalidades fascistas serían entregadas con vida a los aliados.

Para entonces, ya se había unido voluntaria e inesperadamente a la caravana Claretta Petacci, amante del Duce, que quiere compartir con él su destino. Los alemanes trataban entonces de convencerle para que huyese con ellos vestido de soldado de la Wehrmacht, pero él se negaba reiteradamente a soportar lo que consideraba una humillación. Finalmente, las presiones de todos consiguieron que aceptase esta salida y, cubierto por un capote y un casco alemán fue introducido en uno de los camiones entre los demás soldados. Había afirmado: "Confío más en los alemanes que en los italianos". Algunos de los altos jerarcas decidieron entonces volverse atrás, pero fueron inmediatamente apresados por los partisanos. A continuación, una inspección realizada por éstos en los vehículos alemanes pondría a Mussolini en sus manos. Detenido en nombre del pueblo italiano, el jefe guerrillero que lo apresa -conocido por Bill- le asegura su integridad física bajo su propia responsabilidad. Encerrado primero en el ayuntamiento de Dongo, Mussolini es trasladado en la misma tarde del 27 al cuartelillo de Germasino. A las 3 de la madrugada del 28, los responsables locales de la resistencia -que quieren verse libres de tamaña responsabilidad- lo envían a Bonzanigo. De hecho no tenían intención alguna de suprimir al prisionero, pero tampoco la de entregarlo a las autoridades aliadas. Desde el día 19 de abril existía contra Mussolini una sentencia de muerte dictada por el Comité de Liberación de la Alta Italia, que contaba con delegación de poderes de actuación por parte del Gobierno de Roma.

Esta sentencia era, pues, legalmente válida, pero todavía hoy están confusas las circunstancias concretas que impulsaron su inmediato cumplimiento. En esta decisión intervino de forma muy destacada el dirigente comunista Luigi Longo, antiguo combatiente en la guerra civil española. Así, desde Milán fueron enviados en busca del Duce dos miembros del partido dignos de toda confianza: Walter Audisio -alias Coronel Valerio- y Aldo Lampredi -alias Guido-, este último mano derecha de Longo, acompañados de doce hombres armados. Llegados a las 8 de la mañana del 28 a Como, se encontraron con dificultades y resistencias de toda clase al exigir la entrega de los prisioneros. Para entonces ya se movía gran cantidad de intereses de variada índole en torno a los mismos. Finalmente obtienen la información del paradero de éstos tras ejercer una serie de presiones sobre los responsables locales de la resistencia. Y, a las 2 de la tarde, Valerio y Guido hallan a Mussolini y a Claretta Petacci en su encierro. Tras haberles asegurado que vienen a liberarles, les introdujeron en un vehículo que inmediatamente tomó la carretera que bordea el lago de Como. Allí, después de recorrer poco más de cuatrocientos metros, fueron obligados a descender del mismo y situados contra el muro de una finca particular. La pareja tomó entonces clara conciencia de su destino, pero no hizo nada por defenderse, vista la situación planteada. El mismo Coronel Valerio les ametralló de cerca y, tras dejar los cuerpos en el mismo lugar, marchó a Dongo con parte de sus fuerzas.

Llegado allí comprobó la presencia e identidad de los jerarcas fascistas detenidos, que sumaban un total de quince, y ordenó su inmediata ejecución. A pesar de los ruegos de las autoridades locales que trataban de evitar en la población todo acto de violencia, Valerio ordenó que fuesen trasladados a la plaza del ayuntamiento. A continuación, situados contra un muro, fueron ametrallados de espaldas como traidores. Sus cuerpos, cargados en camiones, fueron trasladados a Milán junto con los de Mussolini y Petacci. En esta ciudad tuvo inmediatamente lugar una sucesión de hechos especialmente horribles. Los diecisiete cadáveres fueron amontonados sobre el pavimento de la Piazzale Loreto y entregados a la ira de la masa. Esta, comportándose de la forma más despiadada, se enseñó con ellos hasta dejarlos irreconocibles. Luego fueron colgados de la marquesina de una gasolinera próxima y expuestos a la curiosidad y al vituperio de la población. Allí permanecieron por algún tiempo hasta que fueron retirados por las fuerzas aliadas que habían entrado en la ciudad. Este episodio, que lanzó sobre el pueblo italiano extensas críticas en la opinión internacional, venía a sellar de la forma más dramática veintitrés años de dominio fascista sobre el país. Las iras contenidas durante tanto tiempo por muchos se habían venido a unir a las penalidades soportadas durante la guerra para crear un estado de ánimo capaz de impulsar a la comisión de un acto de esta naturaleza, algo que no puede hallar explicación racional posible.

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