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Las arquitecturas de jardín o las diferentes formas de apropiación de las ruinas parecían recorrer, durante los años centrales del siglo XVIII, los límites inquietantes de la teoría y de la práctica arquitectónicas, contribuyendo, sin duda, a dinamizar los debates y polémicas sobre los modelos de la disciplina. Pero también se ha podido comprobar cómo el núcleo de las controversias se establecía en una permanente indecisión a la hora de encontrar correspondencias estrictas entre propuestas teóricas y arquitecturas construidas. En los márgenes del debate, pero con unas consecuencias decisivas a la hora de enfrentar el proyecto de arquitectura, quedaban las fantasías de papel, el experimentalismo tipológico, la crisis figurativa y conceptual de los lenguajes tradicionales.Podría incluso afirmarse que muchas de estas propuestas no nacen exclusivamente de los choques entre el racionalismo y el clasicismo o el barroco, sino que aprovechando las fisuras abiertas en el edificio canónico de la teoría clasicista se incorpora todo un nuevo repertorio de imágenes que no son sino figuras de la arquitectura, meditaciones que aspiran a la construcción y que, a través de los modelos arqueológicos, romanos o griegos, del racionalismo estructural y compositivo y de una nueva lectura de la tradición clasicista inaugurada en el Renacimiento, van a permitir la formulación de una nueva arquitectura.En Inglaterra las propuestas realizadas contemplan casi todas las posibilidades.

Si el palladianismo del círculo de Lord Burlington podía entenderse como una arquitectura de mediación entre el modelo de la Antigüedad y su aplicación histórica, el fenómeno pronto entraría en la rutina del orden de los libros de patrones. Es decir, lo que había nacido como alternativa rigurosa y erudita se convirtió en arquitectura de representación. De ahí a los repertorios de tipologías atentos a satisfacer una demanda creciente de soluciones prácticas sólo había un paso, el de la geometrización de los diseños. En ese proceso un arquitecto como Robert Morris cumplió un papel fundamental. El análisis tipológico atendía a reglas seguras y fáciles de reproducir. Sin embargo, junto a este peculiar fenómeno, que afectaba sobre todo al problema de la vivienda, la arquitectura inglesa abría diferentes frentes que contestaban esa tradición inmediata.Por un lado, las teorías del pintoresquismo y las diferentes poéticas del jardín paisajístico introducían en el ámbito de los debates la idea de asociar sentimientos a las formas y volúmenes arquitectónicos. De esta forma, las diferentes tradiciones del clasicismo se enfrentaban a una disolución de sus principios fundamentales que afectaban tanto a la jerarquía de las partes de un edificio coma a su carácter simétrico y unitario. Lo que nace como un problema perceptivo acabará convirtiéndose en una nueva idea del proyecto arquitectónico.

Pensemos, por ejemplo, y con independencia de los lenguajes utilizados, en la recuperación del desorden y la arbitrariedad del gótico, tan distinta de la lectura racionalista y constructiva de la arquitectura francesa, que propusiera a Horace Wapole en su villa de Strawberry Hill (Middlesex), comenzada en 1750. Pero el gótico no sólo fue interpretado en un sentido, pintoresco y asimétrico en Inglaterra, sino que incluso se le intentó dotar de una racionalidad numérica y geométrica que, derivada de la tradición clasicista, imponía un violento gesto a un lenguaje arquitectónico con el afán de dotarle de las mismas características proporcionales que el sistema de los órdenes clásicos, como de hecho propusiera Batty Langley en su "Gothic Architecture, lmproved by Rules and Proportions", publicado en 1742, también con una intención nacionalista.Si con Strawberry Hill, un lenguaje arquitectónico como el gótico servía para plantear toda una nueva concepción del proyecto y de la composición arquitectónicas, con Langley, el mismo lenguaje servía para confirmar la validez de una concepción tradicional de ambos. Y es aquí donde se encierra el verdadero problema de la modernidad de la nueva arquitectura y no tanto en sus apariencias estilísticas o formales. En el mismo sentido cabe interpretar la atención a la arquitectura gótica en Francia, no tanto como un revival cuanto como una propuesta racionalista teórica y constructiva.Sin embargo, en muchas ocasiones lo que se ha considerado más representativo de la segunda mitad del siglo XVIII, es decir, la nueva valoración y admiración por los modelos de la Antigüedad grecorromana encierra menos aspectos innovadores de lo habitualmente afirmado.

Un ejemplo elocuente lo proporciona el arquitecto James Stuart (1713-1788), apodado El Ateniense. Stuart, junto con N. Revett, realizó uno de los viajes arqueológicos más célebres del siglo XVIII, cuyo destino era estudiar la arquitectura griega en Atenas. La obra, con dibujos de edificios tan célebres como el Partenón, causó profunda impresión en Europa, sobre todo por la multitud de imágenes ornamentales que acabarían reproduciéndose por todas partes, aplicadas fundamentalmente a la decoración arquitectónica. Las "Antiquities of Athens" (1762) no afectaron al proyecto ni a la idea de la arquitectura, sino a su apariencia. No es extraño que el éxito mayor de Stuart fuera como decorador de interiores antes que como arquitecto, como puede comprobarse en su Spencer House (1758), en Londres, o incluso en una arquitectura de jardín cómo el templete dórico, inspirado en el Theseion de Atenas, de Hagley Park, en Worcestershire, también de 1758.El dórico griego, de cuyo contenido emblemático y polémico ya se ha hablado, adquiere en Inglaterra una diferente interpretación, no como objeto de debate sino como elemento de decoración, arquitectura de una nueva moda, la del gusto griego. La noble sencillez y serena grandeza que Winckelmann atribuía al arte griego acabó por aplicarse con un sentido ornamental, como ocurre en algunos edificios de James Wyatt (1746-1813). Wyatt, sin embargo, se mostró inesperadamente original en su Pantheon de Oxford Street, de 1769, en el que el modelo no es el de Roma, sino una versión de la iglesia bizantina de Santa Sofía en Constantinopla.

Pero en esta época es posible que ningún arquitecto represente con más exactitud el tímido equilibrio alcanzado por las nuevas ideas como William Chambers (1723-1796). Discípulo de Blondel, se relacionó en Roma con Piranesi y con el grupo de los piranesianos franceses ya mencionados. Pero su arquitectura, lejos de asumir los nuevos planteamientos, los tradujo a un convencional y académico palladianismo de fácil y rápido éxito, como ocurre con obras como el Casino de Marino, cerca de Dublín, de 1758, o con la Somerset House, construida en Londres entre 1776 y 1786. Chambers escribió además uno de los tratados de arquitecturas más importantes de la segunda mitad del siglo XVIII en Inglaterra, su "Treatise on Civil Architecture", publicado en 1759. Un tratado que es a la vez síntesis del clasicismo francés y de la tradición normativa del Renacimiento.

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