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Barroco9

Desarrollo


A su regreso a Amberes en 1630, Rubens, viudo desde 1626, se casó de nuevo con Hélène Fourment, una joven de diecisiete años, hija de un tapicero antuerpiense (Hélène Fourment en traje nupcial, Munich, Alte Pinakothek). En la carta al señor de Peiresc (1634), explica las razones de tan desigual matrimonio: "Decidí casarme porque no me encuentro maduro para la continencia del celibato y, puesto que la mortificación es buena, "fruimur licita voluptate cun gratiarum actione". Así que he tomado por esposa a una joven honesta pero burguesa, por más que todos querían persuadirme para que eligiera en la corte. Pero temí "commune illud nobilitatis malum superbiam preaertim in ello sexu" y preferí una mujer que no se avergonzara de verme con los pinceles en las manos. A decir verdad, me habría resultado demasiado duro perder mi preciosa libertad a cambio de las caricias de una vieja". Es evidente que en su elección sopesó las alegrías del amor, de la vida familiar y del arte por encima de la actividad pública. El tiempo le daría la razón. Así, encargado por la infanta-gobernadora de seguir negociando la paz con los Estados Generales de las Provincias Unidas, las protestas de sus compatriotas, ofendidos por lo que decían ser una molesta injerencia, le inclinaron a abandonar definitivamente la política. Insatisfecho de sus cortos logros diplomáticos, consciente de la humillación política y económica soportada por su país, la muerte en 1633 de su protectora la infanta Isabel puso fin a todas sus esperanzas.

En adelante, se entregará de lleno a la pintura, exaltando, sobre todo, la juvenil y graciosa belleza de su esposa, rubia y bien entrada en carnes, que -según escribió el cardenal-infante Fernando en carta a su hermano, Felipe IV (1639)- era, "sin duda, una de las mujeres irás bellas que se puede encontrar en cualquier parte" (Las tres Gracias, hacia 1639, Madrid, Prado). Reflejando todos sus encantos sin ningún tipo de reticencia y elevando a la categoría de arquetipo lo que tan sólo era real y cotidiano, Rubens la pintará como diosa (El juicio de París, 1638-39, Madrid, Prado) o heroína clásica (Andrómeda, 1638, Berlín, Staatliche Mus.), como mujer bíblica (Bethsabé en el baño, hacia 1635, Dresde, Staatliche Kunstsammlungen) o santa cristiana (El matrimonio místico de santa Catalina, 1633, Toledo, Ohio, Museum), como esposa (Rubens y Hélène en el jardín, 1631, Munich, Alte Pinakothek) y madre (Hélène Fourment con sus hijos, 1636, París, Louvre) o, simplemente, como mujer de carne y hueso, pletórica de vida, ajena a los ideales de belleza (La pequeña pelliza, 1638-40, Viena, Kunsthistorisches Museum).Esta última década de su vida será artísticamente tan fecunda como todas las anteriores, pero su fogoso barroquismo lo atemperará con un sutil lirismo, siempre más refinado. En su producción siguieron alternando todos los temas, aunque los asuntos religiosos los concibió con mayor ternura y los profanos, con una desbordante sensualidad.

En las obras de estos años se manifiesta el hombre feliz que es Rubens. Por doquier respiramos su alegría de vivir, expresada en las rondas de amorcillos revoltosos en los cuadros mitológicos, como en La ofrenda a Venus (h. 1635) (Viena, Kunsthistorisches Museum), o por las huestes de angelillos juguetones en las pinturas religiosas, como en La educación de la Virgen (h. 1630-33, Amberes, Musée Royal des Beaux-Arts) o en El descanso en la huida a Egipto (h. 1632-35, Madrid, Prado).A la infanta Isabel Clara Eugenia le sucedió en la gobernación de Flandes el cardenal-infante Fernando de España. La jubilosa entrada en Amberes del nuevo gobernador general, que tuvo lugar el 17 de abril de 1635, le ofreció al genio panegirista y al arte barroco de Rubens una ocasión única para realizar una decoración efímera magnificiente, en la que se mezcla la motivación festiva con la naturaleza política. A pesar del poco tiempo de que dispuso y de las estrecheces financieras, Rubens vuelve a sorprender. Como un verdadero regidor escénico, hizo de arquitecto y decorador, de pintor y tramoyista, dirigiendo una grandiosa escenografía para cuya realización movilizó a un verdadero ejército de colaboradores y a una legión de artesanos, entre pintores de brocha gorda, doradores, carpinteros, vidrieros, herreros, pañeros, hojalateros y pirotécnicos que hicieron posible la realidad de esta monumental Pompa. Bajo sus órdenes, ejecutando sus ideas y siguiendo sus bocetos, actuó la flor y la nata de los artistas seiscentistas flamencos, con una veintena de pintores y seis escultores.

Entre los primeros figuraron Jordaens, C. de Vos, J. van den Hoecke, C. Schut, Th. van Thulden, E. Quellinus, Th. Rombouts, G. Seghers, J. Cossiers, D. Ryckaert, J. van Eyck y los dos hermanos Van Balen, y entre los segundos, A. Quellinus, Vanden Eyden y H. van Mildert. Nada quedó al azar, cuidándose de los aspectos iconográficos y literarios de tan vasto programa heroico el humanista e historiador Gaspard Gervaarts, que redactó las inscripciones.Rubens convirtió a la ciudad de Amberes en un gran teatro al aire libre, levantando en sus calles y plazas decorados efímeros en forma de arcos triunfales, cuyas fantásticas estructuras -inspiradas en los arcos de triunfo romanos o en las grutas de los jardines manieristas- fueron invadidas por esculturas de cartón piedra y pinturas, inundadas por guirnaldas, obeliscos, escudos, hermes... y bañadas en oro. Todo el programa iconográfico era un panegírico a la política matrimonial habsbúrgica, máximo patrimonio de la Casa de Austria (Arco de Felipe IV) y fundamento de su grandeza (Pórtico de los emperadores), probada en la regencia de la infanta Isabel Clara Eugenia, cuya gobernación se glorifica en la añoranza (Arco de Isabel), al tiempo que la ciudad de Amberes declara su fidelidad al nuevo gobernador de Flandes (Arco de bienvenida), y expresa su esperanza en el general victorioso que trae la paz, tan necesaria ara recuperar la prosperidad perdida (Arco de Fernando), ya que el comercio la había abandonado y el Escalda seguía bloqueado (Tribuna del comercio), como consecuencia de la desastrosa y dilatada guerra (Templo de Jano), acabando con una alusión crítica a España, que solitaria recogía los frutos de las Indias, sin permitir que nadie más lo hiciera (Arco de la abadía de Saint-Michel).

Dado su carácter efímero, esta creación sólo nos es conocida por algunos bocetos dispersos por varios museos y, sobre todo, por la obra "Pompa introitus honori Seren. Prim. Ferdinandi..." (Amberes, 1642), que la inmortalizó a partir de los 45 preciosos grabados de T. van ThuIden y los textos de G. Gevaerts (Gevartius). Basta comparar las tramoyas rubensianas con los mediocres ingenios levantados en Gante en honor del cardenal-infante, carentes de imaginación creadora, copias modestas de órdenes, frontis o retablos aparecidos en algún tratado al uso, para valorar el sentido decorativo de Rubens. Gracias a este bello libro el arte del maestro se difundió tanto por Flandes como por España, Francia o Alemania, y no sólo en los dominios de la arquitectura fingida. Con lo que Rubens siguió vivo a través de sus deudores, los arquitectos y los tallistas flamencos de mitad del Seiscientos. Sus arcos y tribunas serán el fundamento de las audacias plásticas nacidas en los púlpitos o los confesionarios plagados de hermes y estatuas, sentadas y de pie, típicos de finales del siglo.La clientela no le dejaba respirar y tuvo que seguir tratando los temas religiosos, aunque cada vez en menor número, llegando a pintar obras de gran mérito, así sus radiantes El martirio de san Livinio (h. 1633) y La subida al Calvario (1634-38) (ambas en Bruselas, Musées Royaux des Beaux-Arts), de argentado colorido y ligera pincelada que atemperan la violencia barroca de sus composiciones, con todo bastante más apacibles que las de sus etapas anteriores.

Cada vez más cerca de la naturaleza, en 1635, Rubens comprará el castillo de Steen, donde en adelante pasará largas temporadas anuales, dedicando buena parte de su trabajo a pintar y a recrear amorosamente su entorno campestre (Paisaje con arco iris, 1635-38, Londres, Wallace Collection)), entremezclando realidad con ensoñación. Poco a poco, figurantes y escenas perderán importancia, disminuyendo de tamaño y arriesgando su aparición en el cuadro (Paisaje otoñal con el castillo de Steen, h. 1636, Londres, National Gallery), hasta concentrar todo el tema en la naturaleza misma (Paisaje con alameda, 1638, Boston, Fine Arts Museum).Parecida evolución es observable en fa elección de sus héroes en su cuadros de género. Desde la fastuosidad que envuelve El jardín del amor (h. 1633, Madrid, Prado), con sus encopetados burgueses que, suntuosamente vestidos, se acarician con júbilo, pero conservando la compostura y el buen tono, hasta la desbordante voluptuosidad, casi animal, de los campesinos que se manosean, beben y bailan endiablados en La kermesse (1635-36) (París, Louvre) o en La danza aldeana (1636, Madrid, Prado), dos pinturas tan deudoras de Pieter Brueghel como ajenas al arte de su predecesor por su grandiosa solidez compositiva. Parece como si Rubens ya no necesitara el pretexto de la mitología para dar rienda suelta a la fogosidad que le despertaban los cuerpos femeninos. Aun así, Rubens no desaprovechará las ocasiones que los cuentos amorosos paganos le brindaban.

Seguro de sí mismo, feliz y en plena forma, con el brío de sus aldeanos y el refinamiento de sus burgueses, pintará entonces (hacia 1638-40) las desnudeces más carnales y deslumbrantes de su carrera en unas escenas de amor rabiosamente picantes, pero sólo escandalosas para los pacatos y los cínicos: Diana y Calisto, Ninfas y sátiros y Diana y sus ninfas sorprendidas por sátiros (todas en Madrid, Prado).En 1636, al tiempo en que el cardenal-infante lo nombra su pintor de cámara, le llega de España el último gran encargo oficial. Al margen del panegirismo político de otras series, Felipe IV deseaba que le decorase el pabellón de caza de la torre de la Parada en los montes de El Pardo, cerca de Madrid. Rubens se dedicará a cumplimentar este importante contrato que le obligaba a ilustrar una serie de escenas mitológicas tomadas de las "Metamorfosis" de Ovidio, que se completaban con otras de caza y animales, y con los retratos de la familia real que pintaría Velázquez, el probable mentor del plan decorativo y del programa iconográfico.Conocedor de las competencias de sus discípulos y colaboradores, de nuevo empleó al taller para la elaboración de este conjunto, concebido y dirigido por él. El sistema fue el mismo: los bocetos los idearía y diseñaría él, mientras sus ayudantes ejecutarían los lienzos definitivos, reservándose la elaboración de algunos: La Fortuna, Ganímedes, La Vía Láctea, El banquete de Tereo o El rapto de Proserpina.

En 1638 llegaron a Madrid 112 cuadros -de los que sólo han sobrevivido unos cincuenta (Madrid, Prado)-, reflejos cada vez más vagos del arte del maestro, a pesar de la calidad de ejecución que muestran algunos lienzos, como El triunfo de Baco, obra de C. de Vos, o Apolo vencedor de Pan y Cadmo y Minerva, de Jordaens. La comparación de los espontáneos bocetos, de audaz y sumaria técnica, con las telas acabadas por los colaboradores reflejan el abismo que empezó a abrirse entre la vitalidad creadora de Rubens y el cada vez más soso talento de quienes empezaban a rodearle: J. P. Gowy, P. Symons o F. Borkens.Atacado por la gota, sus manos se inmovilizarían progresivamente, hasta que en 1640 murió, dejando tras de sí una obra inmensa, sin duda alguna la más hondamente barroca que artista alguno haya jamás creado, y en la que el aura de la Antigüedad sopla con permanente veneración.

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