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Barbarroja

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El 22 de junio era domingo y de sol. Ciento veinte años antes, en 1812, las tropas de Napoleón cruzaban el Niemen y se dirigían a Moscú. Era también el primer aniversario de la capitulación francesa en Compiegnes. Ese 22 de junio de 1941, los ejércitos hitlerianos blindados, mecanizados, una de las más poderosas máquinas bélicas de la historia, cruzaban otra vez el Niemen e invadían Rusia. Pese a los múltiples avisos y síntomas precursores, la agresión alemana cogía desprevenido al Ejército Rojo en todo lo largo del frente. "Nuestra artillería estaba en acción y, tranquilo, el expreso Berlín-Moscú proseguía sin incidentes su larga marcha", escribía el general Blumentritt, jefe del Estado Mayor del IV Ejército, refiriéndose a la noche del 21 al 22 de junio. El convoy cruzaba las líneas de Brest-Litvosk, memorable puesto fronterizo donde en 1918 se firmó el armisticio entre el primer Gobierno bolchevique y Alemania. Había silencio en las líneas de combate adversarias: "los rusos han sido totalmente sorprendidos", anotó Blumentritt, quien quedó asombrado cuando a primeras horas de la madrugada sus servicios captaron los mensajes que se intercambiaban los centros informativos del Ejército Rojo: "Los alemanes nos disparan, ¿qué hacemos?" Y la respuesta del cuartel general: "¿Os habéis vuelto locos? ¿Por qué no está codificado vuestro mensaje?" Llegaban las recriminaciones y las censuras por la forma en que se trasmitía la información, pero nadie tomaba la iniciativa de responder con artillería a esta invasión minuciosamente preparada.

Los soviéticos aún tardarían varias horas en saber que eran víctimas de una agresión; a mediodía clamaban los aparatos receptores: "Aquí todas las estaciones de radiodifusión de la Unión Soviética. Alemania acaba de atacar pérfidamente a la URSS". En un despacho de Berlín, un hombre solo había tomado una decisión que cambiaría la faz del mundo y alteraría el destino de vastas multitudes. La fulgurante penetración de los ejércitos del Reich en Flandes y Francia, la desbandada de las fuerzas aliadas y el innegable éxito de las tropas alemanas habían impulsado a Hitler a penetrar en las fronteras del este. La invasión de la Unión Soviética, el dominio del mundo comunista que, según los postulados del nacionalsocialismo, es el enemigo por excelencia de la raza aria, estaba previsto en Mein Kampf (Mi Lucha) y formaba parte, por consiguiente, del programa expansionista germano: la raza de los señores, Herrenvolk, necesita espacio vital y éste no se encuentra en el sur, sino en el este de Europa. Rusia y los estados fronterizos sometidos a ella son las codiciadas tierras aludidas con la perífrasis espacio vital por el dictador nazi. La guerra preventiva había servido para justificar la ruptura del Pacto de No-Agresión, firmado con la URSS en agosto de 1939, y la intervención relámpago de las Panzer Divizion en territorio soviético. Mientras Hitler se dedicaba a ocupar Europa occidental y trataba de poner de rodillas a Inglaterra, Stalin tomaba posesión de los estados bálticos y se anexionaba los Balcanes.

Las relaciones entre ambos dictadores eran, al menos en la superficie, francas y casi cordiales. A cada nueva ocupación de la Wehrmacht, los soviéticos no dejaban de felicitar a los alemanes por sus éxitos. Tras la invasión de Noruega y Dinamarca el 9 de abril de 1940, Molotov, ministro de Relaciones Exteriores, manifestó al embajador alemán en Moscú la comprensión del Gobierno soviético con respecto a las medidas defensivas a las que el Gobierno de Hitler se veía forzado y a las que deseaba gran éxito. Lo propio ocurría el 17 de junio con la caída de Francia. La ocupación de Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica y Francia por los alemanes instó a la diplomacia británica a estrechar relaciones con los soviéticos para convencer a Stalin del peligro de la hegemonía hitleriana. Pero los rusos no compartían los temores manifestados por sir Stafford Cripps, jefe del Partido Laborista inglés, enviado urgentemente por Churchill a Moscú, y transmitieron, además, al Gobierno alemán el contenido de las conversaciones secretas desarrolladas en el Kremlin. Stalin manifestó no creer en la hegemonía de los ejércitos alemanes ni que los éxitos de la Wehrmacht constituyeran una amenaza para la Unión Soviética. Ni rusos ni ingleses habían analizado Mein Kampf, donde el aprendiz de dictador exponía el carácter imperialista de su filosofía política.

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