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Arte Islámico

Desarrollo


El Profeta aconsejó al creyente que no gastase su dinero en construir, ya que estimaba ésta como la más inútil de las inversiones; es evidente que no se le hizo mucho caso, de tal manera que siglos más tarde, el clarividente Ibn Jaldun constataba que muchos monarcas islámicos por lo único positivo que pasarían a la Historia sería por el mecenazgo y el fomento de la edilicia, y sobre todo por la construcción de su propio palacio y, en segundo término y más bien hacia la vejez, por sus iniciativas en relación con la religión. No sólo construyeron mucho, protegieron a numerosos artistas y fomentaron las artesanías, sino que todos los príncipes islámicos procuraron que sus nombres y títulos quedasen en palacios, mezquitas, libros, cerámica, cajitas de marfil y telas, y por lo tanto no pudieron evitar que los menos escrupulosos de sus sucesores alterasen los letreros para inscribir sus nombres en vez de los originales. Esto ya le sucedió a la Qubbat al-Sajra, pues un califa abbasí mandó borrar el nombre de Abd al-Malik, para poner el suyo, ¡lástima que olvidara cambiar la fecha! Esto nos da idea de que los edificios musulmanes suelen estar fechados por inscripciones, en las que figura el soberano, la datación y algunas otras circunstancias, como los nombres de quienes ostentaron cargos en la obra; así, el nombre de quien llevó la dirección honorífica de los trabajos (Sahib al-Abniya) y que solía ser un liberto o criado, y también quien llevó la dirección de la obra concreta, que corría a cargo de un Sahib al-bunyan; sobre este personaje cabe hacer conjeturas, pero parece que sólo fue responsable de la buena marcha financiera de los trabajos.

Bajo ellos a aparecen tantos inspectores de obra (naziru al-bunyan) como ésta requiriese, cuyo papel parece ser el de agentes del Sahib al-Buyan y de los que tal vez fuesen herederos los veedores de las obras medievales y renacentistas andaluzas. Es probable que uno de éstos fuese el cordobés Maslama ibn Abd-allah, que se cita como arquitecto de Madinat al-Zahra, pero puede que su papel fuese el de veedor, ya que todos los datos que se le atribuyen son estadísticos. Finalmente las crónicas, y a veces los propios objetos, nos recuerdan los nombres de los auténticos autores materiales e intelectuales de la obra en cuestión, que incluso firmaron sus trabajos, demostrando con ello no sólo su orgullo profesional, sino la alta estima en que se les tenía. Así sabemos que Halaf labraba arquetas de marfil de las que tanto prodigaron los talleres cordobeses; que unos artesanos del mármol muy concretos, seguramente cristianos, hicieron trabajos en la Aljama cordobesa, y con ellos, antes y después, de una punta a otra del dominio islámico, se recuerdan numerosos ilustradores (fresquistas, iluminadores y calígrafos), arquitectos, ceramistas, eborarios, etc., con sus nombres y apellidos. Tal vez sorprenda que mencionemos arquitectos entre los artistas, pues, salvo los arabistas, los historiadores del Arte no mencionan más que a un arquitecto musulmán, el otomano Sinan, ofreciéndolo como contraste con el absoluto anonimato del resto; por ello no extrañará que en publicaciones monográficas, como la de S.

Kostoff sobre la historia del arquitecto como profesión, sólo se recuerdan dos nombres, en la única página que dedica a la Arquitectura Islámica. Sin embargo, le hubiese costado poco esfuerzo recopilar los nombres de cuarenta y tantos arquitectos musulmanes, desde el siglo X al XVII, y de una punta a otra del Islam con sólo repasar los artículos del "Dizionario Enciclopedico di Architettura e Urbanistica".Entre ellos abundan los que trabajaron en el Imperio otomano y aún más tardíos, pero en los siglos medievales la nómina de arquitectos y de sus obras concretas es tan extensa como las de sus coetáneos cristianos. En una palabra, el anonimato del arquitecto musulmán es más un producto de la ignorancia de los investigadores que de la ausencia de documentación o una hipotética aprofesionalidad de los creadores musulmanes. Es más, hay indicios que nos indican la existencia de corporaciones, en las que existía una determinada jerarquización de cargos y una de cuyas manifestaciones fueron las recetas empíricas para guiar el trazado y la construcción. Muchos investigadores, obsesionados por ideas eurocentristas, han negado a esta situación el carácter gremial, cuestión nominalista que no evita la sospecha de que varios de los procedimientos del medievo europeo, considerados autóctonos, puedan derivar de lo musulmán. Para definir el arte islámico Oleg Grabar ha expuesto una metáfora que resulta inquietante; para este investigador, el Arte islámico se desarrolló como los injertos en las plantas que los admiten, de tal manera que el resultado dependió mucho de la existencia y vitalidad de la base que se vio obligada a recibir en su tronco el esqueje musulmán, carente hasta entonces de frutos artísticos.

La idea tiene el valor de reconocer el factor de variedad, de dispersión, que tiene el Arte musulmán, y, a la vez, su uniformidad, es decir, la existencia de características comunes a todos los injertos; pero el ejemplo no evita que podamos pensar si, en el fondo, lo que se nos quiere insinuar es el parasitismo de lo musulmán respecto al organismo artístico preexistente. La respuesta a este interrogante no es fácil y tiene que venir, cargada de ambigüedades, del examen comparativo con otros casos históricos similares, como los que se produjeron al asentarse los visigodos en Hispania, los vándalos en Africa, etc.Es probable que, durante una larga generación, el fenómeno del Islam se presentase con características similares, es decir de parasitismo, pero casi de manera inmediata comenzó a funcionar un mecanismo de aculturación anómalo: los pueblos parasitados, de cultura muy superior, se arabizaron y participaron como actores en el proceso, disfrazándose de árabes, mientras éstos pasaron al discreto segundo plano que habían ostentado durante siglos en la escena mundial. En nuestra opinión, su tolerante indiferencia, enraizada en el ecumenismo profético de su nueva y sencilla religión, fue decisiva para el caso. Así su actitud ante las expresiones artísticas sobre las que se impusieron militarmente fue la de asumir las formas, vaciarlas de contenido semántico y usarlas para las funciones que ellos consideraron oportunas, dejando hacer al resto, mientras iban consolidándose como dominio político, religioso y literario.

En este contexto la obra de Arte se nos manifiesta como una parte de la cultura material dotada de escasa autonomía, sin trasfondo teórico específico, fuertemente utilitaria, técnicamente expeditiva, ilusionista, ostentosa, formalista y muy próxima a nuestros conceptos actuales de objeto de moda, ya sea en el Arte o en cualquier manifestación material, bien alejada de la trama semántica que fue característica de las culturas precedentes. Sólo desde esta perspectiva se explica el factor de grandiosidad, los recursos de teatralidad y la primacía de los valores epidérmicos que, por sorpresa y sin precedentes propios conocidos, eclosionan desde el principio en el arte árabe y que serían algunas de sus características ya para siempre. La primacía musulmana en muchos aspectos viene avalada por su carácter urbano, pues el Islam, como fenómeno religioso, lo es y con él sus expresiones artísticas; resulta sorprendente que unas tribus, cuyo conocimiento de las ciudades debía ser mínimo, fuesen capaces de adaptarse tan pronto a vivir entre muros, a pesar de la teórica resistencia que los príncipes omeyas manifestaron a la vida urbana. Esta reticencia no les obligó a vivir en tiendas de nómadas, sino a levantar lujosas villae, como antes habían hecho los potentados romanos y más tarde sería una forma de vivir de la intelectualidad renacentista, sobre todo en el Veneto del siglo XVI. Pasado aquel momento el Islam siempre vivió en ciudades, mientras el campo seguía siendo hábitat de campesinos poco arabizados.

Fiel a la metáfora de Grabar sobre la vocación del Islam como injerto artístico, el arte musulmán produjo numerosos híbridos en sus fronteras. Muchos de ellos respondieron precisamente al concepto aludido, y a algunos de ellos ya hemos hecho referencia; así el arte mestizo, con poco de islámico, que fue el omeya o las influencias decisivas de formas sasánidas sobre las realizaciones abbasíes, y ello por no hablar de las pervivencias de tradiciones hindúes. Una parte importante de tales contactos debieron ser desarrollados por los clientes (malawi, plural mawala), es decir conversos al islamismo que, pese a la teoría coránica, no se transformaron de facto en miembros de pleno derecho de la comunidad islámica. En muchos de estos casos se documenta un procedimiento que el Islam usó ampliamente, como fue la contratación de artistas extranjeros para un período o tarea específicos; los datos abundan en los momentos de implantación en un país concreto, y así podemos recordar lo que las primeras crónicas cuentan sobre un abisinio para la reedificación de la Kaaba, los numerosos obreros o diseñadores que, procedentes de Persia y Egipto, trabajaron en las obras omeyas; cuando se habla de mosaicos las referencias son siempre a técnicas, terminología y artistas cristianos, concretamente bizantinos, cedidos por el basileus de Constantinopla. El Al-Andalus se ha documentado la intervención masiva de marmolistas cristianos en la Aljama cordobesa del siglo X; el mismo fenómeno, pero a la inversa, se dio en época almohade, cuando unos contratados, probablemente sevillanos, decoraron dependencias de las Huelgas de Burgos.

Otro modelo es el que se deduce de la contaminación que los estilos europeos causaron en sus coetáneos musulmanes, ya fuesen las góticas de los cruzados, las del Rococó sobre los turcos o las formas castellanas que se filtraron en la Alhambra de Granada y ello por no citar a los becarios persas que vinieron a Europa a aprender pintura en época tardía. Un tercer tipo de fenómenos posee signo contrario, pues el arte de los pueblos musulmanes introdujo determinadas formas y conceptos en la Europa cristiana, en diversos momentos y lugares; algunos tienen un carácter artificioso, tales como las influencias en la arquitectura europea a partir de la segunda mitad del siglo XVIII de la que no podemos ocupamos por falta de espacio, pero hubo otros, en épocas antiguas, que merecen atención; casi todos ellos se dieron durante el siglo XI y fueron producto de la poderosa influencia que el fenecido prestigio militar, económico y cultural del Califato de Córdoba ejercitó. Unas fueron estrictamente formales, como la copia que numerosos campanarios románicos catalanes hicieron de la ordenación del alminar de la Aljama de Córdoba; en la misma línea estuvieron los capiteles, canes, y arcos lobulados que, con mayor o menor fidelidad, se incorporaron a los repertorios del románico hispano y aun del francés. Otras contaminaciones, más fructíferas, partieron de las cúpulas nervadas del Califato andalusí que inspiraron tan decisivamente a los constructores que inventaron las ogives, copiando incluso el término concreto, pues lo tomaron del árabe dialectal que a nosotros nos ha dado aljibe. Aún siendo estas mezclas, préstamos e influencias muy notables, no alcanzan la categoría suficiente como para constituir estilos identificables; este privilegio quedó reservado casi para tres fenómenos periféricos del mayor interés: el mozárabe, el sículo-normando y el mudéjar.

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