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El arcaísmo

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Ignoramos si en la propia Caere hubo, además de estos sarcófagos o de urnas del mismo tipo, alguna composición pictórica en que se recrease este ambiente festivo y cotidiano. En realidad, los tristes restos de pintura mural que nos ha legado esta ciudad poco pueden decirnos, y el mejor ejemplo del arte pictórico ceretano, unas placas de terracota decoradas, se sale al parecer de tal iconografía. Estas obras, de las que conocemos dos series (Placas Boccanera y Placas Campana), además de fragmentos dispersos, representan temas mitológicos, como el Juicio de Paris, o acaso visiones del más allá; al fin y al cabo, parece que deben fecharse a principios del período jonizante, y ni siquiera se sabe si fueron pensadas como decoración fúnebre o como adorno doméstico. En cambio, nuestra curiosidad puede quedar sobradamente saciada en Tarquinia. Este es el período más brillante de su escuela pictórica y, en él, la temática fúnebre de juegos y banquetes surge por doquier, suministrándonos una de las imágenes más inolvidables de la sociedad etrusca. Sólo la más antigua de las obras de esta época, la Tumba de los Toros (h. 540 a. C.), muestra en su estilo jonizante -aunque un tanto inseguro y precipitado- un tema manifiestamente mítico: el de Aquiles acechando a Troilo detrás de la fuente; posible alusión a la crueldad de una muerte inesperada, o acaso a la habilidad bélica del difunto, Arath Spuriana. Después se desgranan, una tras otra, las mejores pinturas de toda la historia etrusca, todas con sus festejos fúnebres.

En la Tumba de los Augures dos hombres se despiden del difunto, al que se imagina uno tras la puerta del fondo (¿puerta del más allá?, ¿puerta del tablinum en la casa imaginaria que es la tumba?); en torno, un largo friso describe un concurso de lucha y otro más curioso, donde un hombre encapuchado se enfrenta a un perro, en presencia de varios invitados. En la Tumba Cardarelli, al lado de alegres bebedores, una dama baila pausadamente, acompañada por sus esclavos. El propio difunto, en la Tumba de los Malabaristas, contempla cómo un hábil juglar lanza bolas sobre el candelabro que una danzante sostiene en su cabeza. Banquete y bailes dan un inusitado ritmo a la Tumba de las Leonas, semejante al de la carrera de carros que anima, junto con variados atletas, la Tumba de las Olimpiadas; y, para concluir el conjunto, hacia el 500 a. C. se elabora la delicada estructura, ritmada con árboles decorativos, que caracteriza la Tumba 5591, dando fuerza y energía a sus aislados danzantes, y que se aprecia también en la Tumba del Barón, con su escena de despedida y sus refinados caballitos. Las tumbas de Tarquinia constituyen ciertamente un mundo inabarcable. Si su esquema general es fijo en principio -imitación de la viga maestra en el techo, frontón, franja decorada, zócalo, y, a veces, puerta del más allá en la pared del fondo-, sus representaciones, en cambio, varían constantemente, buscando siempre iconografías llenas de vida.

Nada más lejano de un arte ritual y fijo: los pintores -que decoraban tan sólo el 2 por 100 de las tumbas talladas- se tomaban cada obra como una creación irrepetible, destinada a un aristócrata que, sin duda, pagaba bien tales novedades. Como hemos sugerido, buena parte de estas pinturas debe atribuirse a artistas jónicos inmigrados; pero eso no excluye que podamos ver en ellas exponentes del arte etrusco. Cierto que los paralelismos, incluso a veces iconográficos, con las cámaras funerarias de Asia Menor (Karaburun, Kizilbel o Elmali) son clarísimos y definitivos, y que el estilo de ciertas pinturas parietales de Gordion no hace sino remachar esta opinión; cierto incluso que se ha podido, siquiera a nivel de tentativa, ver en diversas tumbas matices estilísticos propios de varias comarcas de Jonia y su entorno; pero de una cosa no cabe duda: cuando un arte importado se acepta tan profundamente en una sociedad, hasta el punto de crearse escuelas que funcionarán durante generaciones, es en cierto modo legítimo considerarlo un arte adoptado: nuestra historiografía artística lo hace comúnmente con muchos artistas modernos afincados lejos de su lugar de origen. Las tumbas de Tarquinia, por lo demás, contienen elementos que difícilmente podríamos interpretar en clave helénica, y no sólo a nivel superficial, como las modas de la vestimenta o las costumbres funerarias. ¿Qué significan, por ejemplo, las escenas eróticas de la Tumba de los Toros o la Tumba de la Fustigación? Parece que sólo cabe interpretarlas a través de una vinculación simbólica entre la fecundidad y la resurrección, una idea que en Grecia tomó otros derroteros. ¿Y qué pensar de ese bailarín enmascarado que aparece en varias tumbas y que, en la de los Augures, lleva el nombre de Phersu y acompaña al perro? ¿Es un simple juglar, o representa algún genio fúnebre típicamente etrusco? ¿Qué decir, en fin, de esa obra maestra de toda la pintura antigua que es el paisaje pintado en la Tumba de la Caza y de la Pesca? Sin duda sabemos que los jonios fueron particularmente sensibles a la naturaleza, tanto en su arte como en su filosofía. Pero ¿hubieran compuesto tal escena lejos de un ambiente donde la creencia en las Islas de los Bienaventurados era moneda común?

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