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Postmodernidad

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Hay, sin duda, buenos argumentos para considerar que en 1989 concluyó el siglo XX. Fue en esta fecha cuando por primera vez se convirtió en posible el tránsito de una situación totalitaria a otra que, en un plazo no muy largo de tiempo, fue democrática. Si tal género de transiciones se había hecho durante la tercera oleada de democratizaciones a partir de dictaduras tradicionales, ahora fue posible siendo totalitarios los antecedentes. En el caso de la antigua URSS, como hemos visto, el resultado final fue mucho menos definitivamente democrático que en Europa Oriental, donde sí merece este calificativo. El fenómeno más digno de recuerdo y, al mismo tiempo, más inesperado en todo ello fue la carencia de reacción de los soviéticos, su -por así denominarla- permisividad, sin la cual el proceso hubiera resultado impensable. Pero, antes de aludir a la política de Gorbachov con respecto a Europa del Este, es necesario referirse a los antecedentes de lo que allí sucedió. Hay que tener en cuenta, en efecto, que lo acontecido en 1989 se explica por la evolución precedente. Con perspectiva histórica, resulta evidente que este proceso fue global y uniformemente acelerado. Si el cambio en Polonia duró diez años y en Hungría diez meses, en Alemania duró diez semanas y en Checoslovaquia, diez días. La semejanza entre los regímenes de "democracia popular" del Este de Europa era estrecha.

Se trataba de sistemas gerontocráticos: en 1988, cinco de los seis jefes de Partidos Comunistas tenían más de setenta años y dos de ellos llevaban veinticinco años en el poder. En muchos de esos países -principalmente, en los de Europa Central- la democracia había tenido precedentes históricos y tradición cultural, lo que explica que el escritor checo Milan Kundera pudiera presentar la lucha del hombre contra el poder como "el combate de la memoria contra el olvido". Sólo la presencia de las tropas soviéticas puede explicar la implantación del comunismo en Polonia o incluso en Alemania en donde, con el paso del tiempo, la emigración a la zona occidental se convirtió en la más efectiva fórmula propia de revolución. Con el paso del tiempo, en la Europa del Este se había producido una apertura de las economías a los créditos occidentales; la deuda se convirtió en una auténtica adicción que permitía el conservadurismo de los regímenes, aplazando cualquier tipo de reforma. Sólo Rumania trató de solucionar el problema de sus créditos externos y lo hizo con el resultado de una brusca rebaja de su nivel de vida. Con el transcurso de los años, por otro lado, los regímenes de Europa del Este experimentaron transformaciones que bien permiten considerarlos a la altura de finales de los ochenta como postotalitarios. Este calificativo encierra significaciones diversas: desde el otorgamiento de un papel importante a las instituciones más que al partido único, hasta una cierta tolerancia con respecto a la oposición o la sustitución del ideal de identificación de la población con el régimen por la simple aceptación pasiva.

Los líderes del postotalitarismo, como el húngaro Kádar, ofrecían una imagen de paternalismo dictatorial más que de líderes carismáticos. En cualquier caso, estos regímenes estaban muy alejados de la concepción de la política como una guerra civil permanente (Djilas) o de "una visión policial de la Historia", dividida entre buenos y malos (Sperber). Las primeras encuestas de opinión realizadas durante los años ochenta dan idea de la pésima imagen del socialismo existente entre los gobernados, en especial en Polonia, Checoslovaquia y Hungría. Por otro lado, la transformación producida en Europa del Este no puede entenderse, en primer lugar, sin tener en cuenta el papel de los intelectuales: el periodista polaco Michnik, el historiador Geremek o el dramaturgo checo Havel. En un contacto como el del totalitarismo, ellos lograron preservar su radical independencia política. Su crítica a la dictadura consistió en afirmar que este régimen nacía de una mentira. Frente a ella, elevaron los principios más esenciales de la persona y la idea de que la democracia era la normalidad, es decir, el régimen que mejor respondía a las exigencias y características del ser humano. Su preocupación por la política, de intensa raíz ética, les llevó a recalcar el valor del sacrificio personal. Más que ejemplo de originalidad en la defensa de unos principios democráticos lo fueron de responsabilidad, integridad y valentía pero, como tales, pueden ser considerados como los verdaderos héroes de nuestro tiempo.

La relevancia concedida a esos principios nos conduce al mismo tiempo a la consideración del decisivo papel del factor religioso en la transformación política del Este de Europa. Vale no sólo para Polonia sino, por ejemplo, para Alemania, donde gran parte de la protesta inicial nació en círculos religiosos luteranos. La crítica a partir de los principios explica que lo que entrara en crisis en la Europa del Este fuera primordialmente la legitimidad de los regímenes. Por eso, el fenómeno paralelo de 1989 fue la revolución liberal de 1848. Como entonces, las autoridades políticas se consideraban incapaces de emplear la violencia contra el adversario. Como aseguró Tocqueville en relación con la caída del Antiguo Régimen, la clase dirigente había perdido incluso el convencimiento de que debía mandar. Así se explica que las transformaciones políticas producidas se realizaran a la vez desde arriba y desde abajo, aunque en proporciones diversas. En Polonia, por ejemplo, predominó lo segundo, mientras en Hungría la transformación fue inducida como iniciativa de una parte de la clase dirigente. Un rasgo distintivo fue que en todos los casos los medios de comunicación jugaron un papel esencial en la transformación política: en el final del siglo XX todas las revoluciones demostraron ser telerrevoluciones. El ritmo con el que tuvieron lugar los cambios se explica por la influencia de lo acontecido en países inmediatos que los ciudadanos conocían a través de la televisión.

De cualquier modo, nunca la violencia desempeñó un papel importante: en consecuencia, se ha empleado el término "refolución" -síntesis de reforma y revolución- para designar lo acontecido, aunque también se han empleado otros de idéntico sentido, como "revolución de terciopelo". La transformación política de la Europa del Este también fue un acontecimiento de política internacional. Para la URSS, la Europa Central y balcánica había sido hasta entonces un glacis de protección al que concedía una centralidad absoluta en su política exterior. Esta afirmación es válida incluso para aquel período en que los intereses soviéticos se habían hecho ya planetarios. Respecto a la Europa del Este, la URSS hacía compatibles los deseos contradictorios de que aquellos países tuvieran una vida propia y, al mismo tiempo, la urgente necesidad de una absoluta identificación con su política. La Perestroika en cierto modo puede ser entendida como una especie de remodelación de la controversia de otros tiempos de la Historia rusa entre los eslavófilos y los europeístas. En cierto sentido, constituyó algo así como un vasto empuje de Rusia hacia Europa y el mundo occidental, de modo que este objetivo tuvo una prioridad absoluta en el conjunto de los propósitos de los dirigentes. Lo que los líderes soviéticos parecen haber pensado es algo parecido a la idea europea occidental de los años sesenta, de acuerdo con la cual acabaría por producirse una cierta convergencia política y social entre los dos sistemas.

Hay que tener en cuenta, además, que, como señaló Michnik, "Gorbachov fue prisionero de sus éxitos en política exterior". Los soviéticos no parecen haber sido conscientes de la impopularidad de aquellos regímenes y muy a menudo sus declaraciones de principio sobre política exterior les llevaron a posiciones que ya no pudieron rectificar. Algo muy característico de la Perestroika fue el tratar de tomar la iniciativa frente al adversario. Los frentes populares de los Países Bálticos obedecieron a este planteamiento (por eso tuvieron el apoyo de los partidarios de Gorbachov), pero, en realidad, a medio plazo alejaron a los Partidos Comunistas hacia tesis democráticas. En el momento de la caída del Muro, todavía Gorbachov no comprendía lo que acontecía e incluso consideró lo sucedido en Rumania como un éxito propio. De todos modos, lo esencial, más novedoso y laudable de la política de los soviéticos fue el no aplicar la violencia impositiva, habitual en anteriores ocasiones. Aun así, pueden distinguirse dos períodos muy claros en la evolución de la política exterior soviética respecto a Europa del Este. Desde 1985 al verano de 1988, lo que hubo por parte soviética fue inmovilismo. Desde un principio, Gorbachov manifestó una clara preferencia por los dirigentes menos conservadores de la zona, como Jaruzelski entre los polacos y los de Hungría. Pero esta actitud la hizo compatible con su negativa a manifestar cualquier tipo de iniciativa dejando que ésta naciera de allí mismo.

Esto no quiere decir que sus propias ideas con respecto a la reforma del comunismo fueran muy nuevas y avanzadas. Cuando en 1988 visitó Checoslovaquia, se negó a aceptar como ortodoxa la Primavera de Praga, dejando, por tanto, insatisfechos a los defensores de la misma. Por otro lado, dirigentes que habían defendido políticas reformistas, al menos en comparación con las de la URSS, se vieron decepcionados. Kádar tuvo muy pronto opiniones contrarias a las de Gorbachov, lo que explica que éste admitiera como único dirigente con el que sintonizaba a Jaruzelski. Pero con ello demostraba su real ignorancia del problema: el militar polaco estaba al frente de un país en que sólo la presencia soviética explicaba la perduración del régimen. No era, por tanto, un ejemplo de una vía de reforma, sino de la imposibilidad de llevarla a cabo. Además, a partir del verano de 1988, se produjo un cambio en la política exterior soviética. Yakovlev se ocupó de los asuntos internacionales al mismo tiempo que Ligachov los abandonaba. La prioridad absoluta de Gorbachov era ya un desbloqueo de la situación entre Este y Oeste, de modo que Europa del Este perdió importancia objetiva para los soviéticos y quedó sometida a los vaivenes de la Perestroika y de las relaciones con Occidente. Al mismo tiempo, en el debate interno del PCUS resultaron manifiestas actitudes cada vez más permisivas respecto a una decadencia de la influencia propia en la zona. Hubo incluso tesis relativas a la "libertad de elección" de estos países.

Claro está que Gorbachov pensó siempre que la aparente buena recepción que recibía en sus viajes oficiales era la mejor prueba de que el socialismo todavía tenía mucho que hacer en el Este de Europa. A comienzos de 1989, nadie pensaba en un cambio crucial en la zona. Un especialista británico, Ash, elaboró la tesis de una "otomanización", es decir, de una perduración del Imperio soviético con una cierta adecuación a las peculiaridades nacionales en el Este de Europa. Algunos exámenes de los soviéticos especularon sobre la posibilidad de un deslizamiento hacia la órbita occidental, con "socialdemocratización" en el caso de Hungría, o de una cierta situación mixta en el de Polonia. En ambos casos, una intervención soviética moderadora tendría efectos positivos y lograría contrapartidas importantes en otros terrenos de la política exterior. Pero otros informes rechazaban cualquier eventual cambio sustancial que se produjera en la zona. A partir de la conjunción entre estas dos realidades -la evolución postotalitaria de las "democracias populares" y la nueva política exterior soviética- es posible explicar lo acontecido en el año 1989. En Polonia, desde comienzos de los años ochenta existía toda una estructura sindical subversiva, "Solidaridad", al margen de la legalidad pero con la que había que contar para hacer gobernable el país. Jaruzelski aseguró haber amenazado con la dimisión en enero de 1989 si no se aceptaban por los soviéticos y por los comunistas más esclerotizados las negociaciones con el sindicato.

Bien es verdad que él pensaba que era segura una victoria electoral en caso de acudir a las urnas. Gorbachov, que debía pensar lo mismo, aceptó con ocasión de su visita a Polonia, durante el verano de 1988, la posibilidad de legalización de "Solidaridad". La mesa redonda de negociaciones entre el Gobierno y el sindicato duró desde agosto de 1988 hasta abril de 1989 y fue muy complicada, principalmente por la actitud de los representantes gubernamentales, siempre oscilando entre la arrogancia, la conciencia de ilegitimidad y la impotencia. La fórmula a la que se llegó, tras haber pensado en listas mixtas entre oposición y comunistas de cara a unas elecciones, consistió en realizar unas elecciones al Senado por completo libres, propuestas por Kwasniewski, futuro presidente de la Polonia poscomunista, mientras en el Parlamento se reservaba sólo el 35% a la oposición, con la exigencia de que el poder obtuviera el 50% de los sufragios en el resto de los escaños. Para entender esta fórmula hay que tener en cuenta que en las elecciones de marzo de 1989 se había presenciado en la Unión Soviética una participación e integración de una parte de la oposición, como sucedía con Sajarov, en las listas oficiales, lo que hace pensar que aquí se pensara en algo parecido. Pero las circunstancias eran muy distintas en Polonia y en Rusia y, además, no todos los dirigentes comunistas consideraron aceptable la fórmula. Ceaucescu, por ejemplo, envió una carta al resto de los dirigentes comunistas de la zona, haciendo mención de la "situación contrarrevolucionaria" existente en Polonia.

Cuando Bush estuvo en este país, hizo muy poco para excitar los ánimos contra el comunismo; para él, como para la mayor parte de los dirigentes occidentales, un compromiso en el reparto del poder debía ser bastante. "Solidaridad", sin embargo, obtuvo entre el 60 y el 70% del voto, de modo que los comunistas quedaron por completo humillados cuando se conocieron los resultados. Lo positivo fue, sin embargo, que los vencedores actuaron con una marcadísima prudencia administrándolos bien y algo parecido les sucedió a los derrotados, aceptándolos. Siguiendo la tesis de Michnik, -"Vuestro presidente, nuestro primer ministro"- "Solidaridad" no desplazó de momento a Jaruzelski. El Gobierno Mazowiecki -formado en agosto de 1989-, el primero no comunista de Europa del Este desde 1945, estuvo puesto bajo vigilancia, pues en él los comunistas obtuvieron las carteras decisivas de Interior y Defensa. Por el momento, Gorbachov creía tener seguridad de que el comunismo se mantendría, cuando ya los propios comunistas polacos no compartían en absoluto esta opinión. En Hungría no hubo un sindicato clandestino con fuerte apoyo popular, pero sí una actitud reformista en buena parte de la clase dirigente comunista, que vio en la política de la Perestroika una oportunidad inédita. Karoly Grosz, el representante de la línea más ortodoxa, tuvo la impresión que Gorbachov había decidido simplemente abandonar a Hungría. Además, la línea reformadora tuvo a su favor, aparte de la gestión de Kádar, transformadora en lo económico, otros antecedentes nacionales.

En junio de 1989, con la celebración de un funeral por Imre Nagy, el héroe de 1956, se inició el proceso de cambio que muy pronto quedó previsto que concluyera en elecciones plurales y libres. En este caso como el de Polonia, a los comunistas les perdió también el exceso de confianza: en el verano de 1989 las encuestas preveían todavía para el PSOH un porcentaje de votos equivalente al 30-40%, mientras que ningún otro grupo superaba el 20%. Sin embargo, cuando el Partido Comunista se convirtió en socialista, tan sólo el 6% de sus miembros permaneció afiliados. A estas alturas, la socialdemocratización de un Partido Comunista era ya considerada como una posibilidad aceptable incluso por la propia URSS de Gorbachov. De ahí la interpretación de Grosz: no fueron los países del Este los que provocaron el hundimiento de la URSS, sino exactamente al revés: porque ésta ya estaba en el camino del abandono del comunismo, se produjo la transformación de estos países. Los soviéticos no ofrecieron dificultades a cualquier posible decisión húngara y de esta manera fue posible que los turistas procedentes de Alemania del Este acabaran por conseguir ir a la Federal gracias a la benevolencia húngara, convenientemente estimulada desde el punto de vista económico por Kohl. Los soviéticos tan sólo establecieron posibles prevenciones ante un cambio de campo efectuado sin control y sin ventaja concreta, como contrapartida para ellos mismos.

Estos acontecimientos necesariamente tenían que producir consecuencias importantes para Alemania Oriental. Gorbachov estuvo allí en julio de 1989 y tuvo una recepción entusiasta, que le hizo pensar en la posibilidad de perduración del comunismo, cuando su popularidad personal no significaba otra cosa que repudio a Honecker. La misma voluntad de una superación de la división de Europa enunciada por los defensores de la Perestroika, en momentos en que los alemanes del Este "votaban con los pies" en contra de su propio régimen, convertía en imposible la supervivencia de éste. En octubre de 1989, Krenz recibió el poder, sustituyendo al anciano líder de Alemania, pero, al mismo tiempo, tuvo noticias de una situación económica muy difícil de superar. Consultó entonces a los soviéticos acerca de la posibilidad de entreabrir la frontera con la otra Alemania durante tan sólo 30 días al año. La definitiva supresión del Muro de Berlín no fue consultada a la URSS ni, en última instancia, tampoco decidida por la dirección misma de la Alemania comunista, sino que las propias masas la impusieron de forma autónoma, presentándose ante los puestos de control o directamente derribándolo, sin que le resultara posible al Gobierno de Pankow ejercer cualquier reacción rectificadora. Por si fuera poco, los soviéticos, por boca de Shevardnadze, su ministro de Exteriores, manifestaron que "estos cambios van en la buena dirección" pues, según él, Europa se encaminaba hacia "una casa común".

Fue esta actitud soviética la que hizo viable a los ojos de los alemanes occidentales la idea de la unificación. De ahí el hecho de que Kohl, el 28 de noviembre, propusiera un plan de diez puntos tendentes a llevarla a cabo. Entonces, Gorbachov se dio cuenta de que, a cambio de nada, perdía un pivote esencial de lo que hasta el momento había sido la política exterior soviética. Hasta el momento, había subestimado los peligros e incluso había estimulado los cambios internos de los países comunistas. La caída del Muro fue acogida con sangre fría y sin señales de reacción inmediata. A continuación, ya para Gorbachov era demasiado tarde para reaccionar. En Bulgaria se daban todas las condiciones para que se produjera una especie de Perestroika por mimetismo, realizada por un sector de la dirección comunista. Era el Estado más subvencionado por la URSS de Europa del Este y, por razones de carácter puramente nacional, había seguido siempre de forma muy estrecha la evolución de la política soviética. El propio Zhikov quiso ponerse a la vanguardia de la Perestroika pero al mismo tiempo siguió una política que tenía muy poco que ver con ella, en lo que atañe, por ejemplo, a la persecución de la minoría turca. La conspiración contra Zhikov tuvo como principal dirigente a Mladenov, el ministro de Exteriores. Éste dio noticias de sus propósitos a Gorbachov, quien tan sólo replicó que ésa era una cuestión que debían resolver los mismos búlgaros.

En realidad, el líder soviético pareció haber ayudado muy poco a los reformistas. Los herederos de Zhikov no querían, en absoluto, un cambio de sistema, sino de dirección. Aunque en el contexto europeo del momento se sintieron obligados a una apariencia de democracia, en realidad inauguraron, en los Balcanes, un tipo de transición muy distinta de la que se había llevado a cabo en Europa Central, en el sentido de que permanecieron en el poder los mismos que lo habían ejercido hasta entonces. Mientras tanto, tenía lugar la última transición en Checoslovaquia. Como en tantos otros sitios. la iniciativa de reforma de Gorbachov se dirigió en primer lugar a los que estaban en el poder, que respondieron con una manifiesta pasividad. Tampoco Gorbachov fue muy insistente, pues nunca tomó en serio la posibilidad de rehabilitar a los dirigentes de la Primavera de Praga. Sus indicaciones fueron siempre tan genéricas como afirmar que "los que llegan tarde son castigados por la Historia". El propio Havel, conocido disidente intelectual, consideró cinco meses antes de que la transformación se produjera que probablemente ésta no tendría lugar o no pasaría de ser más que una caricatura en comparación con la URSS. A comienzos de diciembre de 1989, ya era demasiado tarde para plantear un cambio en los términos que hubieran podido resultar aceptables para Moscú. Ya no era ni tan siquiera el tiempo del "socialismo con rostro humano", como en 1968, sino de la pura y simple democracia.

No puede extrañar, así, que el liderazgo de la nueva situación política fuera desempeñado por Havel y no por Dubcek, el héroe de la Primavera de Praga. El recuerdo de esta ocasión sirvió para disuadir a los soviéticos de cualquier otra posible intervención semejante a la de aquella fecha. Finalmente, en la Rumania de 1984 se había producido un intento de golpe de Estado al que los soviéticos no quisieron prestar ayuda. Gorbachov viajó tarde a Rumania y, además, no escatimó críticas hacia su política. El régimen sultánico establecido allí, con absoluta hegemonía de tan sólo una familia, los Ceaucescu, se había convertido en un peligro para sus vecinos, como la propia Hungría, a la que amenazó incluso cuando surgieron incidentes con la minoría de esta nacionalidad en Transilvania. En marzo de 1989, se hizo pública una carta de antiguos dirigentes que afirmaban que el régimen "africanizaba" a Rumania por el procedimiento de imponer una drástica limitación en el nivel de vida de sus habitantes. Fueron conspiradores en el seno de la propia clase dirigente quienes dieron cuenta de los Ceaucescu. Tras haber organizado una manifestación en su propio favor, el 22 de diciembre de 1989, el dictador, interrumpido por gritos de protesta, huyó de Bucarest pero fue detenido y ejecutado -junto con su esposa- de forma sumaria. Quien le sustituyó, Iliescu, fue defensor de un programa de socialismo renovado que tenía mucho que ver con el lenguaje de Gorbachov.

En la práctica, siguieron en el poder los mismos que lo habían ejercido hasta el momento. La perduración del comunismo en Albania se extendió hasta 1991, momento en que quienes estaban en el poder todavía no querían admitir siquiera la posibilidad de compartirlo con la oposición. Este caso, como el de Yugoslavia, entra ya dentro de la patología del poscomunismo y el de esta última nación merece ser tratado en otro apartado, al tratar de los grandes conflictos de la época de la posguerra fría. Lo que nos interesa, de entrada, puesto que tan importante fue la política soviética en la evolución de la Europa del Este, es determinar cuál fue su reacción una vez producido el cambio político en todos esos países. En realidad, su actitud espontánea, pasado el primer momento de perplejidad, consistió en no aceptar lo sucedido e intentar vanamente dar la vuelta a los acontecimientos cuando esto era ya imposible. Con los países de la Europa Central y la balcánica se reprodujo de manera exacta lo sucedido con los frentes populares de los Estados bálticos, donde también hubo una inicial complacencia, como si el cambio se identificara con la Perestroika, y un posterior deseo de rectificación cuando era ya demasiado tarde. En junio de 1990, los dirigentes soviéticos todavía hablaban de la posibilidad de que transcurrieran diez años hasta la unificación de Alemania. Lo más grave desde su punto de vista era la posible pertenencia a la OTAN de la Alemania unificada.

Los dirigentes soviéticos demostraron, una vez más, que eran dominados por los acontecimientos en vez de dirigirlos ellos mismos y que no sabían bien qué querían y menos aún lo que podían conseguir. En realidad, sólo lograron retrasar tres o cuatro años la retirada y reducir el Ejército alemán a 370.000 hombres, cuando previamente la República Federal ya tenía medio millón; aparte de ello, consiguieron ventajas económicas, lo que en este preciso momento constituía su mayor preocupación, dada la situación del país. Más adelante, trataremos de forma más detenida de la unificación alemana, pero por el momento es necesario tomar nota de que al hundimiento del comunismo en la Europa del Este le siguió de forma inmediata una modificación del status estratégico de la zona. Todos los antiguos países del Pacto de Varsovia pidieron -y obtuvieron- la retirada de las tropas soviéticas. En febrero de 1991, se levantó acta definitiva de la desaparición de esta alianza militar, en un acto al que ni siquiera asistió Gorbachov; ya antes había sido disuelto el COMECON, lo que no tiene nada de extraño si se tiene en cuenta que desde el punto de vista económico esa colaboración siempre había tenido muy poco sentido y ahora era ya inviable. De cualquier modo, la presión de los acontecimientos había quitado a los soviéticos cualquier posibilidad de reacción en estos momentos. Desde el punto de vista de sus propios intereses en materia de política internacional, parece indudable que Gorbachov hubiera debido, en un primer momento, intervenir más en la política interior de estos países y, a continuación, tratar de moderar la evolución. Pero predicó una reforma que en ellos no podía tener otro resultado que el despegue a la vez del comunismo y de la influencia de la URSS y lo hizo de una forma tan brusca que eso le quitó cualquier posibilidad de intervención posterior. De este modo, contribuyó de modo decisivo a lo sucedido.

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