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Inestable coexist

Desarrollo


En los terrenos fundamentales en los que desarrolló su acción de gobierno, Kruschev fue tan activo y trabajador como imprevisible y, en ocasiones, desgraciado en lo que respecta a los resultados conseguidos. Así se aprecia, en primer lugar, en relación con la política económica. En materia agrícola, terreno en el que sus éxitos en Ucrania parecen haber contribuido de forma poderosa a su promoción política, Kruschev testimonió una ambición espectacular que sólo parcialmente concluyó en éxitos efectivos. Muy pronto hizo pública su voluntad de conquistar para la agricultura las "tierras vírgenes" de Kazajstán en el Asia Central y del Sur de la Siberia rusa. De hecho, bajo la responsabilidad de Breznev, quien con el paso del tiempo habría de ser su sucesor, se cultivaron veinticinco millones de hectáreas pero inmediatamente se planteó el problema de la sequedad y de la erosión del suelo, lo que hace pensar que la planificación inicial no había tenido en cuenta todos los datos objetivos. Determinado a conseguir en la URSS unos resultados parecidos a los de la agricultura norteamericana, Kruschev hizo una enérgica defensa del cultivo del maíz destinado al ganado y también en este terreno parece que se obtuvieron buenos resultados iniciales. En lo que probablemente se erró fue en las sucesivas reorganizaciones del sistema de cultivo colectivo y, más aún, en las transformaciones sucesivas de los "koljoses", que acabaron por desorganizar la maquinaria productiva.

El máximo de la producción agrícola se logró en torno al año 1958 y desde 1963, un año antes de que fuera relevado, se debió recurrir a la importación de trigo desde el exterior. En realidad, sólo un sistema que tuviera en cuenta el provecho individual resultaba válido para fomentar la explotación agraria y para llegar a poder satisfacer la demanda existente. La política industrial de Kruschev fue tan decidida como la agrícola, pero en este terreno, sin embargo, debió tener más cuidado por el temor a los militares soviéticos que de ninguna manera querían poner en peligro la supremacía concedida a la industria pesada. Puede ser éste el origen de lo sucedido con Zhukov, a quien hemos visto desempeñando un papel importante en el ascenso de Kruschev y que fue nombrado miembro del Presidium, pero acabó siendo expulsado de él durante un viaje a Albania. El impulso dado por Kruschev a la política industrial se hizo especialmente patente cuando en 1958 desplazó a Bulganin del cargo de primer ministro. Esos años coincidieron con los éxitos muy visibles a partir de 1957 en lo que respecta al desarrollo de la carrera espacial con el lanzamiento del primer satélite oficial y la posterior colocación del primer hombre en el espacio (Yuri Gagarin en 1961). La realidad es, sin embargo, que la industria espacial, estrechamente ligada con la militar, aunque ofreciera esta apariencia positiva no representaba el verdadero estado del conjunto de la economía soviética.

Lo que le perjudicaba a ésta, después de una industrialización masiva y compulsiva utilizando desde el poder el peso del terror, era el sistema organizativo en que se basaba. El mero hecho de que el acento de la producción dejara de insistir tan exclusivamente en la industria pesada y trasladara el énfasis a la de consumo tuvo como consecuencia la creación de nuevos ministerios y la consiguiente complicación burocrática. A partir de 1960, las ventajas obtenidas en este tipo de industrialización a base de voluntarismo empezaron a disminuir. Se plantearon, en efecto, problemas de calidad en los productos elaborados y también los derivados de la necesidad de corregir perpetuamente la planificación. En la evolución económica del mundo, el predominio pasó a otro campo industrial distinto del acero y el carbón -los plásticos, la electrónica, las industrias del hogar y consumo, la informática...- cuando parecía que Occidente iba a ser alcanzado en el campo -industria pesada- en que la competencia se había desarrollado hasta el momento. La crisis del sistema industrial soviético era sistémica aunque por el momento pocos lo hubieran señalado. La mejor prueba de ello la encontramos en el hecho de que no pocos sociólogos, incluso liberales como Raymond Aron, tendieran a aceptar no sólo una semejanza en el volumen de la producción, sino incluso una convergencia entre los sistemas de organización social. Pero en realidad, ya a mediados de los sesenta, pese a todas las apariencias, el sistema económico soviético había llegado hasta el máximo de sus posibilidades.

No obstante, durante el liderazgo de Kruschev claramente mejoró la voluntad de satisfacer por parte del Estado los intereses sociales de los ciudadanos soviéticos. Durante este período, en efecto, se establecieron diversas medidas como, por ejemplo, la fijación de una edad de retiro relativamente temprana para hombres y mujeres, la mejora de las condiciones de trabajo con una reducción importante de la jornada laboral, la modificación de las condiciones de vida de la mujer y del campesinado y, en fin, se duplicó -al menos, en las cifras oficiales- el número de los metros cuadrados accesibles a los ciudadanos en lo referente a la vivienda urbana. Pero, siendo todos estos datos una realidad objetiva, al mismo tiempo la presentación que hizo de ellos augurando la inmediata victoria del comunismo sobre el capitalismo no correspondió mínimamente a la realidad. La pretensión de que se alcanzarían las mismas cifras de producción en carne, leche o mantequilla por habitante que en los Estados Unidos o que se superaría en productividad industrial a este país carecían por completo de fundamento. Un aspecto muy interesante de la política interna de Kruschev es el que se refiere a su política cultural y a sus relaciones con los intelectuales. La desestalinización produjo, por vez primera en la Historia de la URSS, la aparición de algo semejante a una opinión pública, especialmente entre los medios culturales que, por lo menos en una etapa inicial, estuvieron claramente al lado del líder soviético.

En 1962, la censura permitió la aparición de Un día en la vida de Ivan Denisovich, de Alexander Solzhenitsin, que revelaba la tragedia de los campos de concentración. También se publicó la obra poética de Ajmatova y la ensayística de Amalrik. En todos estos casos, se elevó el nivel de tolerancia para los discrepantes con respecto al sistema político vigente. Al final de la era Kruschev, se puede decir incluso que había nacido una cultura de disidencia. Pero él rompió muy pronto con las novedades intelectuales. En una exposición de arte abstracto, acabó diciendo que lo haría mejor que el pintor en cuestión "un asno con la cola". Muy pronto, el Gulag desapareció de entre los temas tratados por la literatura y Solzhenitsin ya no pudo publicar más en la URSS. En este período, también tuvo lugar la primera eclosión de la literatura clandestina -samizdat-, acompañada por sanciones y por las primeras reivindicaciones del movimiento en pro de los derechos civiles. Todo este mundo tenía muy poco que ver con Kruschev y la mejor prueba de ello es que muy pronto fue condenado a permanecer al margen de la legalidad pero al menos el líder soviético, que no entendía el olvido del realismo socialista o de la exaltación de la época revolucionaria, discutió con él, algo que hubiera sido inconcebible en la época de Stalin pero también en la de Breznev. La política exterior de Kruschev se caracterizó por su carácter movido e imprevisible que, por un lado, le hizo rozar, más que en ninguna ocasión anterior, el peligro de un auténtico holocausto nuclear.

Sin embargo, un fondo de buena intención y de realismo le llevó a evitar en última instancia esa catástrofe al mismo tiempo que se tomaban las primeras medidas en relación con el empleo del arma nuclear. Su diplomacia fue habitualmente militante y agresiva: en sus declaraciones, podía ser ingenioso y espontáneo, pero también era vulgar y nada prudente. El método habitualmente utilizado por Stalin no dejaba de tener semejanzas con el suyo, al fundamentarse en amenazas exageradas destinadas a intimidar, pero que a veces concluían en retrocesos efectivos. Cuando les decía a los dirigentes capitalistas que "les enterraremos" o que "el final de su sistema era cuestión de tiempo" era sincero pero provocaba una inmediata reacción antagónica. El ejemplo más característico del carácter contraproducente de muchas de las actitudes de Kruschev estuvo constituido por su visita a la ONU en septiembre de 1959, que causó una impresión por completo contraria a la que había querido, cuando se dedicó a golpear con su zapato su pupitre, para protestar de la intervención de un dirigente occidental. Desde el punto de vista de los propios intereses de la URSS, el resultado de sus iniciativas -y de su gestión en general- fue mayoritariamente negativo. La política extranjera de Kruschev partió de un movimiento comunista internacionalista unido tras la URSS y concluyó con un Estado soviético humillado por el otro grande y con una real fragmentación del movimiento comunista que resultó ya irreversible, aunque por el momento no lo pareciera.

Los tres problemas que tenía la política exterior de la URSS derivaban de sus relaciones con China, Alemania y los Estados Unidos. China era demasiado grande como para aceptar el predominio de la URSS, por más que ésta hubiera sido el origen de la revolución comunista. En estos momentos, además, iniciaba una etapa de grandes experimentos que nacieron de forma autónoma y que nada tuvieron que ver con la experiencia soviética. Mao, por otro lado, venía a ser ya el decano del comunismo y era imposible que aceptara lecciones de terceros, sobre todo cuando estaba en cuestión el mantenimiento mismo de la línea impuesta por Stalin, a pesar de que éste había hecho muy poco por ganarse a los comunistas chinos. De esta manera, el conflicto de la URSS de Kruschev con China da la sensación de haber sido inevitable. Pekín acusaba a la URSS de ser reformista y Kruschev a ella de "escupirle" con el maltrato y de parecer demasiado confiada en que su volumen demográfico le evitaba cualquier peligro cierto sobre el destino de la revolución. En 1962, consciente de que era imposible un acuerdo, Kruschev retiró todos sus consejeros de China y las relaciones entre los dos países no volvieron a ser las mismas. El movimiento comunista quedó, por tanto, en una situación de bicefalia acompañada de frecuentes disputas sobre cuestiones fundamentales. Buena parte de los reproches de la China de Mao a Kruschev nació como consecuencia de los deseos de éste por lograr la normalización de las relaciones con la Yugoslavia de Tito.

Este intento puede ser considerado como un testimonio del leninismo ingenuo de Kruschev, como si bastara con la buena voluntad de los dos líderes comunistas para cicatrizar la herida anterior. Pero la voluntad de autonomía del líder yugoslavo se vio ratificada por el éxito que había tenido al negarse a aceptar las órdenes de Moscú. En 1955, por vez primera un dirigente soviético -el propio Kruschev- visitó Yugoslavia sin que, como consecuencia, se produjera un cambio significativo en la situación. En la práctica, Tito se convirtió en una de las cabezas del tercermundismo, sin alinearse con la URSS en el escenario internacional, y ello a pesar de que Kruschev mantuvo una política de atracción con respecto a los países árabes que recibió amplio apoyo en su país. En cambio, respecto a los restantes países de la Europa del Este parece haber mantenido una actitud mucho más dura como era lo habitual en la época del estalinismo. Lo prueba no sólo la intervención militar en Hungría sino también la presión militar sobre el polaco Gomulka cuando estaba reunido con la propia dirección soviética. En relación con Alemania, problema inevitable para los soviéticos tras la guerra, Kruschev amenazó con que o bien se firmaba un tratado de paz definitivo o bien los soviéticos lo suscribirían con la Alemania Oriental y, a continuación, le cederían la soberanía sobre las vías de acceso a Berlín, lo que supondría asfixiarla o provocar un conflicto irreversible con Occidente.

En realidad, no llegó a entender nunca por qué los norteamericanos no querían aceptar unas fronteras que consideraba irreversibles. Probablemente, Kruschev no pensaba más que en lograr una moneda de cambio que le hubiera dado la capacidad de controlar el supuesto deseo de los norteamericanos de dar el arma atómica a la Alemania Federal. No era así, pero al menos consiguió que la Alemania del Este controlara su propia frontera, aun con la vergüenza de tener que evitar que sus ciudadanos la abandonaran de forma voluntaria. Pero la forma en que planteó sus exigencias y, sobre todo, el hecho de que permitiera que sus aliados alemanes elevaran el Muro de Berlín agravaron de manera muy considerable las relaciones entre Occidente y Oriente. Pero si con ello se pudo producir una Guerra Mundial, esta realidad resulta todavía más evidente en el caso de Cuba que puede ser descrito como una arriesgada partida de póquer en que la apuesta era una guerra nuclear. Con respecto a los Estados Unidos, la URSS estaba en manifiesta inferioridad en materia nuclear y relativa a los misiles. Kruschev -que en todos los terrenos veía como algo inevitable la existencia de una competición entre el capitalismo norteamericano y el comunismo soviético y que no concebía otra negociación que, desde la fuerza- quería llegar a lo más parecido a la paridad y encontró en la instalación de los misiles en Cuba el procedimiento menos costoso y más rápido para lograrlo.

En agosto de 1961, uno de los dirigentes cubanos intentó convencerle de proclamar el carácter marxista de la revolución y, al mismo tiempo, recibir la solidaridad militar soviética. Sin embargo, en un segundo momento, la decisión fue adoptada por la URSS sin ni tan siquiera consultar previamente a Castro, que tuvo tan sólo que ratificar la decisión tomada allí, tal y como reveló Kruschev en la segunda parte de sus memorias. Gromyko, en la discusión previa que concluyó con esta decisión, afirmó que llevar los misiles soviéticos a Cuba causaría grandes problemas, pero el líder soviético rechazó cualquier discrepancia al respecto. El transporte de los misiles y de varias decenas de miles de soldados fue denominado Operación Anadyr, nombre de una región ártica, para ocultar el destino de los envíos y sólo diez personas estuvieron informadas por completo acerca de su contenido y finalidad. Kruschev estaba informado día a día y se entrevistó hasta dos y tres veces por semana con Malinowsky, el responsable militar de la operación. Se pensaba instalar 50.000 hombres y sesenta misiles, de los que cuarenta y dos ya estaban emplazados en Cuba cuando se produjo el bloqueo, aunque no estuvieran aún montados en su totalidad. A partir de un determinado momento, toda la dirección soviética estuvo informada y aprobó el proyecto, cuyo resultado se planeaba revelar en el momento en que los misiles estuvieran instalados por completo.

No obstante, a pesar de lo arriesgado de la operación en términos de prestigio e incluso desde el punto de vista personal, Kruschev supo dar marcha atrás cuando percibió el peligro de un desenlace bélico. Las cartas que por entonces envió a Kennedy fueron probablemente más personales que las que recibía del presidente norteamericano. En cambio, la población soviética ni siquiera fue informada de que se había corrido el peligro de un auténtico holocausto nuclear, pero la dirección del partido fue consciente de que el desenlace no había sido demasiado positivo para la URSS. Cuando Kruschev fue expulsado del poder, una parte de la acusación consistió en decir que se había arriesgado mucho y que finalmente había cedido también mucho. Los fracasos parciales de Kruschev, tanto en política externa como en la interior, explican que a partir de 1961 arreciaran sus dificultades, problema que trató de solventar a base de promesas de futuro y una nueva oleada de desestalinización. El programa del PCUS, aprobado en el Congreso del verano de ese año, fue considerado como la transición hacia el comunismo y la desaparición de la dictadura del proletariado. La URSS iba a crecer en su producto industrial a un ritmo del 10% anual y en diez años llegaría a lograr la productividad de la economía norteamericana. En 1980, llegaría a superar a los Estados Unidos en PIB, de tal manera que la generación más reciente contemplaría el paso hacia un "porvenir radiante" que supondría la superación de la dictadura y el comienzo de una nueva etapa histórica, en que cada uno recibiría del Estado de acuerdo con sus necesidades.

Se hizo, en concreto, la promesa de que los alojamientos y los transportes serían ya gratuitos en este momento. Además, en este Congreso se inició una nueva oleada de desestalinización. Stalin solucionaba sus problemas a base de purgas y terror, pero Kruschev utilizó el recuerdo de ambas. Se hizo público, por ejemplo, el papel relevante que algunos enemigos del secretario general habían jugado en la represión estalinista. Respondiendo a una petición de la organización del partido en Moscú, los restos de Stalin abandonaron el mausoleo de Lenin para pasar al Kremlin bajo una capa de hormigón, mientras que sus estatuas desaparecían de los lugares públicos. Se habló incluso de la posibilidad de elevar un monumento en honor de los ejecutados por Stalin, un propósito que luego reapareció en tiempos de la "perestroika". Pero estas medidas resultaban superficiales y epidérmicas, frente a una realidad de fondo consistente en la consolidación del poder de una clase dirigente, crecientemente conservadora y encastillada en sus privilegios. De todas las propuestas, tan constantes como improvisadas, de Kruschev, la que preocupó más a quienes estaban en el poder fue la de que los miembros de la burocracia del partido -"apparatchik"- perderían su "status" adquirido, que en la práctica era vitalicio. De acuerdo con lo aprobado en el Congreso citado, el Comité Central sería renovado en los meses sucesivos al menos en un 25%, mientras que en el Presidium -o Politburó, como antes se había denominado- no podrían producirse más que tres reelecciones sucesivas.

El poder del líder quedaba de esta manera asentado con firmeza, pero el de la clase dirigente estaba en peligro, al menos en lo que atañe a su carácter permanente. En la práctica lo que, por este procedimiento, se introducía era un sistema de rotación en el poder que iba a resultar inaceptable para la dirección soviética. Parece que hubo también algún proyecto constitucional que, al menos en lo que respecta a su contenido escrito -se llevara a cabo o no- hubiera podido acentuar esta sensación de reforma peligrosa para los dirigentes. Pero en el fondo, éstos mantenían sólidamente en sus manos el poder efectivo. En el momento de la caída de Kruschev, el partido tenía 11.7 millones de miembros y había incrementado su afiliación en aproximadamente un 50%. En un principio, Kruschev parece que quiso, dentro de su habitual tono populista, conseguir que la afiliación fuera proletaria, pero en la práctica sólo el 4% de los obreros eran miembros del PCUS, mientras que pertenecía a él un 25% de la "intelliguentsia". En la URSS, todo el que aspirara a puestos de responsabilidad debía ingresar en el partido antes de cumplir los treinta años. Quedaba así generada una clase dirigente burocrática que, en la posterior generación, careció ya del ímpetu revolucionario de Kruschev y que tendió por tanto a arrellanarse en un conformismo conservador. Esta fórmula fue la que triunfó en la etapa de Breznev. Los intereses de esa clase eran amenazados de forma directa por Kruschev, quien así multiplicó el número de sus enemigos.

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