Japón bajo la ocupación norteamericana

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En el verano de 1945, Japón estaba en ruinas. Más de dos millones de soldados y unos 700.000 civiles habían muerto durante la guerra. Los escombros cubrían un 40% de un país en que la mayor parte de las casas de madera había sido destruida por las bombas incendiarias y la población de las ciudades se había reducido a la mitad, para evitar la acción de la aviación adversaria. Seis millones de soldados habían sido desmovilizados y, al mismo tiempo, los colonos japoneses en Corea y Manchuria trataban de volver al archipiélago huyendo de la derrota. Pero había más: era necesario, según el emperador, artífice del armisticio, "soportar lo insoportable", es decir, enfrentarse al hecho de que un Imperio que había llevado una vida totalmente autónoma debía ahora ser ocupado por un invasor perteneciente a otra cultura. Los siete años de ocupación norteamericana constituyeron una experiencia única: nunca un país desarrollado se había atribuido la misión de reeducar a otro país avanzado. Pero el intento tuvo éxito. Quizá, porque los japoneses culparon a los militares de lo que había sucedido y consiguieron con ello evitar el sentimiento de culpabilidad colectiva que caracterizó a los alemanes. Por su parte, los norteamericanos habían elaborado planes previos para la ocupación, por lo que no se vieron obligados a improvisar. Su régimen de ocupación fue severo pero constructivo y se caracterizó por contar con efectivos militares muy reducidos, apenas unas 150.

000 personas. Transcurrido este período, Japón se había transformado de forma decisiva. La dureza consistió, por ejemplo, en obligar a siete millones de personas a regresar a su patria: tan sólo quedaron unos cientos de miles de prisioneros en los campos soviéticos de Siberia, de los que pereció un tercio. En un primer momento, se había pensado que las purgas debían ser amplias y profundas afectando, por ejemplo, a la totalidad de los oficiales y de los administradores del Imperio colonial. En la práctica, sin embargo, el 90% de los depurados de un segundo nivel no sufrió pena alguna. Veinticinco políticos fueron llevados ante un tribunal en Tokio y, de ellos, siete fueron ahorcados en noviembre de 1948. La depuración alcanzó a un número importante de antiguos políticos pero, ya a fines de los cincuenta, tres de ellos ejercieron la Presidencia del Gobierno y el funcionariado apenas se vio afectado: menos de 400 miembros de los Ministerios de Justicia e Interior padecieron sanciones. Un número importante de militares fue ejecutado como consecuencia de las atrocidades cometidas durante la guerra en el inmenso espacio colonial. De 5.700 detenidos por este motivo, unos 920 sufrieron pena de muerte, principalmente por actos cometidos en Filipinas. En total, unas 220.000 personas fueron sometidas a estos procesos depurativos; pero en 1952 sólo unas 9.000 quedaban en la cárcel. En teoría, Japón debía pagar reparaciones de guerra, pero no estaba en condiciones de hacerlo: de hecho, sólo los prisioneros de los soviéticos en el Norte de China cumplieron, con sus trabajos forzados, tal función.

Todas las empresas militares fueron clausuradas. Los dirigentes de unas doscientas cincuenta grandes empresas también fueron depurados; se trató de algo más de un millar y medio de personas. En 1947, una ley obligó a dividir las empresas a las que se atribuía una concentración excesiva de poder económico desmantelando, por tanto, los "zaibatusu", que hasta entonces habían constituido un rasgo esencial de la economía japonesa. Ahora, cada empresa recuperó su autonomía y en adelante ningún conglomerado de grandes sociedades pudo estar controlado por un grupo de personas con vínculos de sangre. El emperador, por su parte, se libró de cualquier proceso de depuración. Para los norteamericanos, fue toda una sorpresa que colaborara en el armisticio. A lo largo de los meses siguientes, multiplicó sus declaraciones de aceptación de la derrota, aceptó la incautación de las nueve décimas partes de su inmensa fortuna y asumió plenamente una Constitución que le dejó sin poderes. Esta disposición fue, como es lógico, la pieza esencial para llevar a cabo la democratización del país. Ante la renuencia nipona a aceptar algo más que una simple enmienda del texto de 1889, fue la propia Administración militar norteamericana la que presentó un texto que los japoneses tuvieron que aprobar. La nueva Constitución entró en funcionamiento en mayo de 1947. El emperador perdió su carácter divino y se convirtió en "símbolo del Estado y de la nación", ni siquiera era un jefe del Estado propiamente dicho.

El poder legislativo quedó configurado en dos Cámaras; la baja estaba dotada de más poderes que la alta. El poder judicial, al igual que en Estados Unidos, disponía, como última instancia, de un Tribunal Supremo. Un elemento de primera importancia del texto constitucional fue la igualación de los derechos de la mujer y del hombre. En 1946, unas cuarenta mujeres ocupaban escaño en el Parlamento, pero todavía durante mucho tiempo el matrimonio de las hijas convenido por los padres siguió siendo un uso social, sobre todo en el campo. El sintoísmo dejó de ser una religión de Estado. La administración local también fue reformada, aunque no dispuso de medios financieros para llevar a cabo la descentralización prevista. En cuanto a la educación, se la dotó de nuevos contenidos relacionados con los principios democráticos, mientras que se multiplicaba de forma extraordinaria el número de Universidades. Las reformas no se limitaron a todos estos aspectos, sino que afectaron también a las relaciones sociales. Hasta ese momento, en el campo unas dos mil personas eran propietarias del 20% de la tierra cultivable. En total, algo más de un tercio de la misma fue redistribuido a pequeños propietarios a un precio simbólico, lo que contribuyó a detener el desarrollo del movimiento socialista en el campo. La ley sindical de diciembre de 1945, inspirada en la legislación norteamericana, permitió el fomento de la asociación de este tipo, que, en torno a 1949, llegó a agrupar al 50% de la población asalariada.

Los primeros años de la posguerra fueron de una tensión social extraordinaria, con el estallido de numerosísimos conflictos. La Guerra de Corea produjo una depuración de los más activos elementos del mundo sindical, pero fue sobre todo la guerra fría quien redujo a un tercio el peso de la afiliación sindical extremista. En adelante, los sindicatos permanecieron principalmente vinculados a las dos tendencias dominantes del socialismo, la radical y la moderada. Todo este conjunto de reformas tuvo éxito a pesar de que, entre los años 1945 y 1955, fue frecuente la confrontación política y social. En realidad, en adelante ya nunca Japón pasó por un peligro autoritario y, en parte, ello se debió a la forma que adoptó la ocupación norteamericana. Pero la mayoría de los cambios hubiera sido irrealizable sin la existencia de unas sólidas tradiciones comunitarias previas. La generalización de la educación, la eficacia de la Administración, los hábitos de trabajo y de cooperación jugaron siempre un papel fundamental en el proceso. Los norteamericanos nunca conseguirían nada remotamente parecido en otras latitudes, lo que se explica precisamente por la ausencia en ellas de estas tradiciones que sí se daban en Japón. Sobre esta base de partida, en un plazo razonable de tiempo se produjo un comienzo de recuperación económica, en la que también jugaron un papel importante los norteamericanos. La producción industrial no suponía en 1946 más que una sexta parte de la de 1941, mientras que la producción agrícola había disminuido en dos quintas partes.

Los problemas de Japón se habían visto incrementados por los movimientos inmigratorios, de modo que alcanzó los ochenta millones de habitantes. Para una parte de la opinión pública, los 600.000 coreanos inmigrados actuaban como verdaderos vencedores en la guerra, dedicándose al mercado negro, fenómeno generalizado en todo el mundo durante la posguerra. En 1950, la renta per cápita se mantenía en tan sólo 132 dólares. La recuperación industrial se basó en una mejora de la producción industrial, que en un principio se fundamentó en la industria ligera y la textil para después pasar a industrias nuevas. El desarrollo industrial se vio favorecido por la existencia de una mano de obra numerosa y bien formada. En la agricultura, la modernización de los procedimientos permitió desde 1955 una radical mejora de la producción. Ya en 1955, Japón había recuperado el nivel de la preguerra y el PNB empezó a crecer a una tasa del 10% anual. Al mismo tiempo, la ley eugénica de 1948 legalizó el aborto y preconizó la planificación de los nacimientos, con el resultado de que el crecimiento demográfico se redujo al 1% anual. No hubo nunca en Japón ninguna actitud cultural o religiosa que indujera a considerar inmoral el control de nacimientos. El crecimiento a finales de los cincuenta era tal que fue considerado como paralelo a la venturosa época del emperador Jimmu en el año 600 antes de Cristo y de ahí que se hablara del "Jimmu boom".

En 1950, menos del 5% de los hogares disponía de lavadora y el televisor sólo fue introducido en 1953, pero en 1960, Japón ya era la primera sociedad de consumo de Asia. En 1962 más de tres cuartas partes de los hogares disponían de televisión y casi la totalidad, de lavadora. Los primeros modelos de coche utilitario elaborados por fábricas japonesas hicieron acto de presencia en el mercado a finales de los cincuenta. Al mismo tiempo, se producían profundos cambios sociales. A la familia tradicional la sustituyó, en especial en los medios urbanos, la conyugal, formada tan sólo por la pareja y los hijos. Al mismo tiempo, progresó de forma muy rápida la urbanización. En los años sesenta, Tokio alcanzó los once millones de habitantes y se convirtió en la mayor ciudad del mundo. Característicos de esta sociedad fueron desde la posguerra el repudio del nacionalismo de otros tiempos -salvo excepciones de las que se dará cuenta a continuación- y un pacifismo idealista que también contrastaba con el pasado. La presencia norteamericana siguió constituyendo un problema de política interior; por el contrario, existía una gran admiración por el mundo europeo occidental. Muy pocos de entre los japoneses parecieron darse cuenta de que eran los Estados Unidos quienes permitían a Japón limitar sus gastos de defensa a tan sólo el 1% del presupuesto, cuando Washington los situaba en el 9% y los países europeos, en el 5%.

La clase política dirigente parecía, sin embargo, haber sido mucho más consciente de esta realidad pero la oposición utilizó ese pacifismo en favor de una política de neutralidad que dio lugar a virulentas protestas contra las bases norteamericanas. Por su parte, los soviéticos suscitarían durante largo tiempo una extraordinaria prevención, lo que explicaría la marginalidad del Partido Comunista. Quizá el aspecto más brillante de la rápida modernización social que tuvo lugar en esta época se refiere a los hábitos culturales. Los japoneses, apasionados por la lectura, convirtieron a los tres principales órganos de prensa en protagonistas de primera importancia en la vida social y política. Durante los años cincuenta, el cine japonés fue probablemente la fórmula creativa y cultural más brillante; de ello es un buen ejemplo la obra del director Akira Kurosawa. Pero ya para entonces, empezaron a ser patentes los inconvenientes en el plano material de un desarrollo muy acelerado: las reservas de agua descendieron hasta extremos alarmantes. Lo característico de la vida política del Japón de la posguerra fue una profunda estabilidad, pese a la apariencia de una frecuente agitación, al menos, en los años iniciales de la posguerra. Los antiguos partidos, muy enraizados en los medios provinciales y rurales, en los negocios y en la burocracia, conservaron su influencia mientras que los intelectuales y las masas obreras adoptaban una posición crítica contra la política oficial.

A menudo, su protesta se caracterizó por un tono de violencia y obstrucción parlamentaria. El término "demo" -se llegó a afirmar entonces- parecía más relacionado con "demostración" -manifestación- que con democracia. Las primeras elecciones de la posguerra tuvieron lugar en abril de 1946. Los socialistas obtuvieron en esta ocasión casi un 18% y los comunistas casi un 4%. Aunque estas dos fuerzas hubieran logrado un gran éxito en comparación con sus resultados precedentes, lo característico fue la continuidad: 325 de los 466 elegidos estaban relacionados con la élite política de la preguerra. Pero, al mismo tiempo, en un 81% los nuevos parlamentarios eran hombres nuevos: al menos, se había producido un recambio generacional. De los ocho primeros años de la posguerra, Yoshida gobernó durante siete. Político expansionista de la época precedente, fue siempre partidario de hacerlo sin peligro de las relaciones con los países anglosajones. Tras un paréntesis de Gobierno con la colaboración de los socialistas en 1947, en 1949 se consolidó la situación a favor de las fuerzas políticas conservadoras o moderadas. Los partidos gobernantes parecían más bien clubs parlamentarios y siempre tuvieron el problema del faccionalismo interno. Por su parte, la oposición no acabó de perfilarse como alternativa. Los comunistas, estancados en torno al 4%, fueron acusados desde Moscú de haber mantenido una política demasiado blanda y los socialistas estuvieron demasiado divididos, aparte de hallarse muy lejanos en votos de sus adversarios.

Durante esta etapa, se alcanzó un acuerdo para un tratado de paz con los Estados Unidos. En 1950, Dulles había preparado el texto, que fue suscrito en septiembre de 1951 y ratificado en abril de 1952. No lo firmaron ni la URSS, ni China, ni India, las tres mayores potencias del continente asiático. Todo ello limitó su valía y su vigencia pero, por lo menos, no supuso para los japoneses el pago de reparaciones. Por el acuerdo, Japón se mantenía tributario de la ayuda económica norteamericana, mientras que los Estados Unidos adquirían la posibilidad de disponer de un amplio número de bases en su territorio. Tras la partida de las tropas norteamericanas hacia Corea, Japón creó una policía nacional de reserva con 75.000 hombres. Pero sólo el pacto de seguridad con los Estados Unidos permitía a Japón sobrevivir con unas Fuerzas Armadas reducidas al mínimo en un entorno estratégico muy complejo. Hatoyama sucedió a Yoshida durante los años 1954-1956. En 1955, los dos grandes grupos políticos hasta entonces divididos, liberal-demócrata y socialista, se unificaron. El primero, aunque sometido siempre a problemas de faccionalismo, sólo sufrió verdaderas divisiones a partir de la segunda mitad de los setenta, mientras que las tensiones entre los socialistas fueron mucho más graves. En 1958, el Partido Liberal-Demócrata consiguió el 57% del voto. Cuatro años antes, en plena guerra fría, los sectores más conservadores de este partido, siempre en el poder, habían propuesto el restablecimiento de una parte de los poderes del Emperador y la creación de una fuerza de defensa dotada de mayores medios.

El promotor de esta política fue principalmente Kishi, que gobernó entre 1957 y 1960 con un programa descrito como "el retorno hacia atrás". Su vertiente autoritaria resulta perceptible si tenemos en cuenta que supuso la reimplantación de la educación patriótica, la limitación de los derechos de huelga o el incremento de los poderes de la policía. Kishi, al mismo tiempo, trató de excitar el sentimiento nacionalista por el procedimiento de reclamar un cambio en el Tratado con los Estados Unidos. En 1958, ambos Gobiernos acordaron firmar un nuevo tratado, lo que hicieron en 1960. Mientras tanto, las relaciones entre los dos países se vieron envenenadas por multitud de incidentes relacionados con las bases o con el sentimiento pacifista japonés: especialmente graves fueron los derivados de la explosión de una bomba atómica norteamericana en Bikini, que produjo un muerto en un pesquero japonés. De acuerdo con lo pactado en el tratado de paz, el Gobierno japonés podía incluso recurrir a los norteamericanos para imponer el orden público. En 1960, estaba prevista una visita de Eisenhower que, sin embargo, no se llevó a cabo, al haber muerto una estudiante en las protestas de la asociación radical Zengakuren. El nuevo tratado, insatisfactorio para la izquierda, fue objeto de una discusión tumultuosa parlamentaria. En realidad, era un tratado relativamente positivo para el Japón, que veía en su texto citada por dos veces la renuncia a la guerra que figuraba en su Constitución.

Ello le permitía mantener un nivel de gasto limitado en lo que respecta al presupuesto militar. Las elecciones de 1960 supusieron una normalización política: la izquierda no avanzó, mientras que Kishi careció del reconocimiento suficiente como para poder aplicar las líneas maestras de su programa derechista. Si las relaciones con los Estados Unidos constituyeron el centro de gravedad de la política exterior japonesa de la época, también deben citarse las relaciones con otros países, que confirman la sensación de normalización. Yoshida firmó la Paz con Taiwan y concluyó con Birmania el problema de las reparaciones; sus sucesores lo hicieron con Filipinas e Indonesia. Todos estos países recibieron pagos por reparaciones, pero tan sólo en una décima parte de lo que habían pretendido. Buena parte de tales pagos fue hecha en bienes de equipo, lo que permitió a los japoneses introducirse en unos mercados en los que pronto se hicieron hegemónicos. Durante mucho tiempo, la URSS se opuso a la normalización exterior de las relaciones con Japón, debido al contencioso abierto sobre las islas Kuriles, que había ocupado. La cuestión era grave para el Japón, puesto que establecía un paralelo con Okinawa, ocupada por los norteamericanos como base militar, pero que podía no ser devuelta. Tras iniciar los contactos en 1954, sólo dos años después se llegó a un acuerdo que suponía acabar el estado de guerra y establecer relaciones diplomáticas entre Moscú y Tokio, pero sin firma de un tratado de paz, porque los soviéticos no quisieron devolver la totalidad de esas islas. Pese a ello, fue posible el ingreso de Japón en la ONU, en el año 1958. Con respecto a China, Japón mantuvo la posición de que era preciso separar la política de la economía; no podía ignorar un mercado tan cercano y de tantos millones de seres. Las diferencias en lo primero no debían impedir las buenas relaciones en lo segundo. De hecho, cuando las relaciones entre China y la URSS se agriaron, resultó ya posible el establecimiento de misiones económicas en ambos países.

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