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Después de que el presidente Roque Sáenz Peña en Argentina impulsara la modificación del sistema electoral, que introdujo el voto masculino universal, secreto y obligatorio, la Unión Cívica Radical decidió participar en las elecciones. En realidad, las reformas de Sáenz Peña no sólo pretendían introducir el sufragio obligatorio, sino también crear un amplio partido nacional de derechas que fuera una alternativa seria al radicalismo, que ya se planteaba como un partido con un gran respaldo popular. En 1916 el candidato radical Hipólito Yrigoyen ganó las elecciones presidenciales e inició un período de casi quince años de predominio radical, marcadas por tres presidencias: la primera (1916-1922), el mandato de Marcelo T. de Alvear (1922-1928) y el segundo gobierno de Yrigoyen (1928-1930). El contrincante de Yrigoyen en las elecciones de 1916 fue Lisandro de la Torre, un antiguo militante radical que se había convertido en el representante de la derecha más lúcida, que estaba haciendo un serio, pero fracasado, esfuerzo por constituir una organización de influencia nacional en torno al Partido Demócrata Progresista. La fragmentación provincial de los partidos conservadores era un hecho y el peso decisivo de los conservadores de la Provincia de Buenos Aires impidió la unidad de toda la derecha argentina. El triunfo electoral le permitió al radicalismo conquistar la presidencia y también el control de la Cámara de Diputados, aunque los conservadores mantuvieron la mayoría del Senado durante los tres gobiernos radicales, impidiendo la sanción legislativa de numerosas iniciativas presidenciales.

La ascensión de nuevos grupos sociales y su incorporación a la vida política no significaba dejar de lado las viejas formas de hacer política. En los partidos que representaban a estos sectores, como el radicalismo o el Partido Colorado uruguayo de José Batlle y Ordoñez, el peso del caudillismo y del liderazgo individual era un componente decisivo, mucho mayor que las cuestiones doctrinarias. En el radicalismo, el peso del caudillo llegó a tal extremo que los detractores de Yrigoyen recibieron el nombre de antipersonalistas. El apoyo popular que tenía Yrigoyen era enorme, pese a que se prodigaba muy poco a hablar en público y no era un gran orador. El misterio que envolvía sus apariciones y lo austero de su figura explican sólo en parte el gran influjo que el caudillo radical tenía sobre las masas argentinas, un influjo que apareció claramente reflejado con la muerte de Yrigoyen, y especialmente en su entierro, convertido en una gran manifestación de dolor popular. Los apoyos políticos del radicalismo eran variados. Junto con los sectores medios del Litoral y otros grupos urbanos en ascenso hay que consignar la presencia de hacendados, tanto pequeños como grandes, no sólo del interior del país, sino también de la Provincia de Buenos Aires. Estos apoyos explican que la capacidad innovadora del radicalismo fuera limitada, especialmente en lo referente a cuestiones económicas o sociales. El cuidado por el mantenimiento del orden social fue extremo y de ahí el temor a verse superado por determinados movimientos sociales y también, aunque sólo en parte, las brutales represiones con que solventó la oleada de huelgas anarquistas en la Semana Trágica (Buenos Aires, 1919) y la huelga de peones rurales en la Patagonia en 1921.

Estas consideraciones nos llevan a rechazar aquellos análisis que señalan que el triunfo radical supuso el comienzo de un choque frontal entre las capas medias reformistas y la oligarquía, o que la Unión Cívica Radical se configurara como un elemento fundamental para una alianza de las capas medias con el proletariado. Uno de los máximos objetivos radicales fue la consolidación de su maquinaria electoral. Para ello recurrió con bastante frecuencia a la intervención de los gobiernos provinciales. La intervención permitía remover a los gobernadores electos y las medidas adoptadas por Yrigoyen permitían poner al frente de las gobernaciones a claros partidarios de la causa radical, que debían apoyar al partido (a la causa) en las elecciones siguientes. También intentó favorecer y movilizar a determinados grupos y sectores que podrían suponerle algunos votos en circunscripciones claves, alentando a los sectores más moderados del sindicalismo no vinculados al Partido Socialista, a los estudiantes de la Reforma Universitaria, pese a lo extremo de algunas de sus posiciones, o a la Federación Agraria Argentina, compuesta fundamentalmente por agricultores, arrendatarios de tierras de cereal. La Constitución argentina de 1853, todavía vigente, prohibe la reelección presidencial en dos períodos consecutivos, de modo que Yrigoyen eligió a Alvear para sucederle. Yrigoyen juzgaba a Alvear como a un frívolo aristócrata y con escaso control del aparato del partido como para que peligrara su propia hegemonía.

Muy pronto Alvear impuso su propio estilo de gobierno, que se distinguió claramente del de su antecesor. Por lo general se suele diferenciar a Alvear de Yrigoyen aludiendo al mayor conservadurismo del primero frente al populismo "yrigoyenista, " pero más allá de eso, lo cierto es que durante su gobierno, el respeto de las libertades constitucionales e individuales fue un hecho destacable. Las tensiones entre los dos líderes y sus seguidores terminaron en la ruptura del partido, que se dividió entre personalistas y antipersonalistas. La fractura del partido no le impidió a Yrigoyen ganar las elecciones de 1928, en las cuales se impuso prácticamente en todo el país. Si bien 1928 fue un año excepcional para las exportaciones argentinas (200 millones de libras esterlinas, el doble que lo exportado en 1913), el final del gobierno de Yrigoyen transcurrió bajo los primeros signos de la crisis internacional, que obviamente no podía pasar de largo frente a una economía como la argentina de las primeras décadas del siglo XX. Las elecciones para la renovación parcial del Congreso de principios de 1930 señalaron una importante pérdida de popularidad de Yrigoyen. La impresión de parálisis en la acción de gobierno se extendía por doquier y el golpe militar que en septiembre de 1930 acabó con el gobierno de Yrigoyen y también con cincuenta años de normalidad política en Argentina fue, sin embargo, recibido con gran regocijo por importantes sectores populares agobiados por el estilo "yrigoyenista".

Poco tiempo después moriría Yrigoyen y su entierro se convirtió en una gran manifestación popular contra el gobierno militar del general José Félix Uriburu. En Uruguay, por otra parte, el sistema político estaba basado en un esquema bipartidista, blancos (o nacionales) y colorados, que cortaba de forma transversal a la sociedad nacional. Los dos partidos eran básicamente maquinarias electorales controladas por los doctores, generalmente abogados, lo que marcaba el importante influjo de los grupos urbanos, especialmente los de Montevideo. La lucha entre ciudad y campo era permanente y si bien los partidos estaban controlados por los aparatos urbanos, el peso de los terratenientes era considerable. El gran modernizador del sistema político uruguayo y de los mecanismos de control partidario fue Batlle y Ordoñez, elegido presidente por primera vez en 1903 y un decidido partidario de ampliar la participación electoral a colectivos más numerosos, propuesta que no era del agrado de los terratenientes. El autoritarismo y el radicalismo anticlerical de Batlle condujeron a que sus propuestas innovadoras debieran enfrentar una fuerte oposición en las filas de su propio partido, el Colorado. La modernización del país suponía niveles de intervención crecientes del Estado en la vida política, social y económica uruguaya no vistos en el pasado y requería de importantes cantidades de dinero para financiar los proyectos elaborados, como la nacionalización del Banco de la República.

Entre las medidas de contenido social aprobado figuraba el reconocimiento del derecho de agremiación y de huelga, en 1903, y en su segunda presidencia (1911-1915) se aprobaría la jornada laboral de ocho horas. Solo el mantenimiento de la expansión de las exportaciones podía garantizar esta situación. Para terminar con la inestabilidad que planeaba sobre la vida política nacional Batlle intentó corresponsabilizar a los blancos en las tareas de gobierno. Para ello diseñó un Poder Ejecutivo colegiado, en el cual los blancos compartieran el poder con los colorados, aunque desde una posición de subordinación. Pese a sus esfuerzos, su proyecto sólo fue recogido a medias por la Asamblea Constituyente de 1916, que marcó la ruptura del Partido Colorado en colegialistas (dirigidos por Batlle) y riveristas (encabezados por Feliciano Viera). Mientras al Consejo de Gobierno se le asignaron funciones representativas, las verdaderamente políticas y militares se reservaron para el presidente. Su muerte en 1929 abriría el problema sucesorio, agravado por el hecho de su fuerte liderazgo sobre el partido Colorado, que terminaría dividiéndose en tres corrientes. En Chile, el panorama político a partir de la Primera Guerra Mundial estaba dominado por dos coaliciones, no demasiado estables: la Unión Liberal, integrada por el Partido Demócrata, y las alas progresistas del Partido Radical y del Liberal y la Alianza Liberal-Conservadora, compuesta por el Partido Conservador y las fracciones derechistas de los partidos Radical y Liberal.

Las elecciones de 1920, que elegirían el sucesor de Luis Sanfuentes, marcaron un punto álgido en este enfrentamiento y en dicha oportunidad el liberal Arturo Alessandri se opuso al candidato conservador Luis Ramos Borgoño. Alessandri, que había defendido a dirigentes sindicales del salitre, se presentó como el candidato de la renovación y de los sectores populares, especialmente de una parte importante del proletariado. Su ajustada victoria, que así y todo tuvo consecuencias importantes, no le permitió sin embargo el control del Parlamento. Este hecho le llevó a presentar las elecciones de 1924, para la renovación parcial del Congreso, como un plebiscito sobre su gestión, que ganó claramente. Pese a contar con el apoyo parlamentario fue imposible disciplinar a sus diputados y, en medio de una situación bastante caótica, renunció el 8 de septiembre. Antes de partir al extranjero dejó en el poder a una junta militar, encabezada por el general Luis Altamirano. Ante el giro conservador de los nuevos gobernantes, una fracción del ejército devolvió el poder a Alessandri. A partir de entonces los militares se constituyeron en árbitros de la situación política y en los garantes de la legalidad constitucional. En 1925 se promulgó una nueva Constitución que establecía de forma clara el presidencialismo, separaba la Iglesia del Estado y reconocía algunas cuestiones sociales, consideradas por algunos demasiado avanzadas, como la función social de la propiedad, la protección a los trabajadores o la salud pública.

La parte del ejército que estuvo a favor de Alessandri estaba liderada por el coronel Ibáñez el ministro de Guerra de Alessandri, que también era el candidato a la sucesión. Tras tener que esperar la presidencia provisional de Emiliano Figueroa Larraín, Ibáñez fue elegido presidente en las elecciones de 1927, en las que era único candidato. Las obras de gobierno se aceleraron durante su mandato: obras públicas (carreteras, puertos, escuelas), reforma escolar y de sanidad. Las tendencias presidencialistas se acentuaron en su gobierno, convertido en una especie de dictadura progresista que implicaba la marginación de los partidos políticos y la persecución de algunas personalidades relevantes. En una especie de anticipación populista, se mostró bastante favorable a determinadas reivindicaciones populares, que se apoyaban en la bonanza del período 1925-29. Sus programas se financiaron en base al endeudamiento externo, especialmente norteamericano. La crisis internacional, que tuvo en Chile efectos más dramáticos que en otros países de la región por la caída en el precio de las exportaciones, endureció su gobierno. Finalmente, a mediados de 1931 Ibáñez renunció a la presidencia y marchó hacia el destierro. En Brasil, en 1910, el mariscal Hermes Rodrigues da Fonseca, apoyado por los grandes propietarios de Rio Grande do Sul, fue elegido presidente, lo que supuso el retorno de los militares al primer plano de la vida política. Ruy Barbosa y sus seguidores habían decidido apoyar en las elecciones brasileñas de 1914 a un candidato que pusiera fin a los enfrentamientos que vivía la república.

Se trataba de Wenceslao Brás Pereira Gomes, un civil procedente de Minas Gerais, y su elección confirmó la alternancia entre los paulistas y los mineiros. La postura adoptada por el Brasil durante la Primera Guerra Mundial, tratando de sacar el mayor partido de los conflictos entre los países centrales, refleja su modo particular de entender las relaciones internacionales. Al comenzar la contienda el Brasil se distinguía por su neutralidad, pero su actitud cambió tras el hundimiento por submarinos alemanes de numerosos mercantes de bandera brasileña y de la entrada de los Estados Unidos en la guerra. El Brasil rompió relaciones diplomáticas con Alemania en abril de 1917 y el 26 de octubre declaró la guerra a los germanos. Esta vez no se enviaron tropas a Europa, lo que sí ocurrió en la Segunda Guerra, pero la armada intervino en algunas operaciones conjuntas con los aliados. La declaración de guerra supuso el cierre de los bancos y compañías de seguros alemanes y la persecución de las empresas relacionadas con Alemania. En 1918 se eligió para un segundo mandato a Francisco de Paula Rodrigues Alves, que ya había gobernado entre 1902 y 1906. Su muerte le impidió asumir el cargo y fue reemplazado por el vicepresidente Delfim Moreira. Ruy Barbosa intentó, nuevamente sin éxito, constituirse en presidente, pero el aparato del partido pudo otra vez con él y se nominó a Epitácio da Silva Pessoa, el representante brasileño en la Conferencia de Versalles, donde había cumplido un destacado papel.

En 1922 se eligió presidente a Artur da Silva Bernardes, de Minas Geraes, que impulsó el abandono de la Sociedad de las Naciones. En la década de 1920 se produjo en Brasil una explosión militarista, muy influida por los sucesos que ocurrían en Europa y que provocó manifestaciones de distinto signo, que fueron severamente reprimidas. En 1924, se produjo la rebelión de los "tenentes", uno de cuyos principales dirigentes era Luis Carlos Prestes, posteriormente un líder mítico del Partido Comunista Brasileño. Los "tenentes" eran un grupo de oficiales jóvenes que intentaban superar el componente oligárquico del sistema político brasileño, democratizándolo. Estos militares buscaban la modificación del marco institucional de la república y entre sus reivindicaciones estaban la lucha contra el fraude, las desigualdades regionales, la inflación y el déficit fiscal. Prestes fue capaz de unir a los rebeldes de Rio Grande do Sul y de Sáo Paulo, que ocuparon durante casi un mes la capital paulista. La represión gubernamental los hizo huir hacia el Oeste, lo que dio lugar a la formación de la Columna Prestes, que realizó una larguísima marcha atravesando el "sertao" desde abril de 1925 a febrero de 1927, y terminó con los sobrevivientes exiliados en Bolivia. Bernardes fue sucedido por el paulista Washington Luis Pereira de Sousa, que intentó cumplir un programa de estabilización económica y de disciplina fiscal, para lo cual puso al frente del Tesoro Público a Getúlio Vargas, un político "gaúcho" de creciente influencia entre la oligarquía de su estado.

Pereira desarrollaría su mandato con formas personalistas y dictatoriales, lo que acrecentó el clima de malestar y depresión económica que se vivía en 1929 y 1930. Al concluir su mandato, Pereira quiso imponer la candidatura del también paulista julio Prestes, lo que provocó el descontento de algunos estados del Norte y del Sur, junto con los de Minas Geraes, frente a la consolidación del poder paulista. La Alianza Liberal presentó como candidato a un ex gobernador del estado de Rio Grande do Sul, Getúlio Vargas. Pese a la victoria de Prestes, una sublevación militar terminó llevando a Vargas a la presidencia, con lo que se pondría fin a todo un ciclo en la política brasileña.

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