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Crisis pensamiento

Desarrollo


El libro que mejor expresó la idea de crisis fue La decadencia de Occidente de Oswald Spengler (1880-1936) cuyo primer volumen apareció antes incluso de que terminase la guerra, en el verano de 1918. Spengler proponía en su obra una morfología cíclica y biológica sobre la historia de las civilizaciones, de acuerdo con la cual toda civilización, como todo organismo, tendría su ciclo vital determinado que le llevaría desde su nacimiento hasta su decadencia y extinción. El libro, por tanto, venía a mostrar el agotamiento vital de la civilización occidental, que habría culminado en la guerra del 14. Su éxito fue excepcional. Se vendieron de inmediato miles de ejemplares. Se tradujo también enseguida y con igual éxito a varios idiomas. No exageraba Ortega y Gasset cuando, al aparecer la versión española en 1923, lo definió como "la peripecia intelectual más estruendosa de los últimos años". El pesimismo y la incertidumbre impregnaron muchas otras manifestaciones literarias. En Demian (1919), Hermann Hesse (1877-1962), bajo la forma de la historia de la relación entre los personajes Demian y Sinclair, del relato de la pérdida de la infancia de este último y de la búsqueda de su destino, rechazaba los valores (religión, Estado nacional, técnica, ciencia, gregarismo, viejos códigos de moral) de la civilización occidental, y proclamaba frente a ellos el derecho a la afirmación -casi mística- de la propia individualidad y de la propia conciencia, filosofía que reafirmará en Siddharta (1922) y en El lobo estepario (1927).

La gran obra de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, publicada entre 1919 y 1927, tenía mucho de evocación de un mundo elegante y aristocrático irremediablemente perdido. El teatro de Pirandello, cuyas principales obras (Seis personajes en busca de un autor, Así es si así os parece, Enrique IV) se estrenaron entre 1921 y 1924, también con gran éxito internacional, giraba en torno a los enigmas de la vida y de la personalidad, a los conflictos entre apariencia, ilusión y realidad. La tierra baldía (1922), el espléndido poema de T. S. Eliot, era una reflexión desesperanzada sobre la esterilidad de la vida contemporánea. Ulises, de Joyce, también de 1922, era igualmente una visión metafórica de la sordidez de la existencia. El tema esencial de las novelas de Kafka -de las que El proceso y El castillo se publicaron en 1925 y 1926, respectivamente- era la impotencia y el desamparo del individuo ante el mal. La montaña mágica, de Thomas Mann, también de aquellos mismos años, de 1924, quería ser la novela por excelencia de una Europa enferma y en decadencia. Desilusionados con la civilización occidental, artistas e intelectuales descubrieron con fascinación civilizaciones y culturas no europeas (Hesse, la India; D. H. Lawrence, los aztecas; Malraux, Indochina; T. E. Lawrence, el mundo árabe) o regiones supuestamente "singulares" de Europa (Norman Douglas, Capri; Brenan y Hemingway, España).

La desaparición de los imperios multinacionales de la Europa central y la irrupción en esa región de violentos nacionalismos antisemitas, destruyeron el mundo en el que había germinado la formidable intelectualidad judía de la preguerra. Algunos de esos intelectuales (Buber, Scholem) optaron por el sionismo; otros (Ernst Bloch, Walter Benjamin, Gyorgy Lukacs) por el marxismo; Freud, por citar un caso señero, se exiló, y Stefan Zweig y el mismo Benjamin terminaron suicidándose. La generación europea de 1914 fue una generación marcada por el desencanto y la decepción. Significativamente, su equivalente norteamericana -Dos Passos, Gertrude Stein, Hemingway, Fitzgerald, Faulkner, Henry Miller- se percibió a sí misma como la "generación perdida". El sentimiento de desencanto y desorientación fue igualmente perceptible en el arte. Ya en 1916 -poco después, por tanto, de que estallara la guerra- había surgido en Zurich el movimiento dadaísta (Tzara, Duchamp, Man Ray, Picabia, Max Ernst ...) que hizo de la provocación artística una forma extrema de rechazo de los valores -para los dadaístas, delirantes y absurdos- en que se fundamentaba la sociedad moderna. La misma palabra que dio nombre al movimiento, Dada, era significativa: un término sin sentido, para un mundo igualmente carente de sentido.

Mondrian llevó los procesos de simplificación geométrica y abstracción del cubismo y de otras experiencias artísticas anteriores hasta sus últimas consecuencias y, a partir de 1916-17, produjo una pintura de pureza casi ascética y máxima simplicidad, hecha de rectángulos y cuadrados de color separados por líneas horizontales y verticales, que parecía configurarse como un refugio de espiritualidad -Mondrian fue un hombre inspirado por un intenso misticismo- en una sociedad que carecía de ella. A principios de los años veinte, músicos (Stravinsky, Prokofiev, Hindemith), pintores y escultores (Picasso, Brancusi, Carrá, Sironi, Maillol y antes, De Chirico) y junto a ellos escritores como Váléry y Gide y algo después Giraudoux volvieron hacia el mundo clásico, desde la perspectiva de la vanguardia, para recobrar así la quietud y el orden, la objetividad y la serenidad que parecía requerir un mundo sumido en la contradicción y el desorden. En Alemania, el país más traumatizado por la guerra mundial y la crisis de la posguerra, el pesimismo de intelectuales y artistas adquirió una evidente intencionalidad política y social: así por ejemplo, las obras de Bertold Brecht, el teatro de Piscator, películas como El Angel Azul (1930), de Sternberg, o Hampa (1931) de Jutzi, los cuadros crueles y esperpénticos de Otto Dix y Georg Grosz, la pintura alegórica pero igualmente torturada de Max Beckmann y novelas como Sin novedad en el frente (1928) de Remarque y Berlín Alexanderplatz (1929), de Döblin.

Los arquitectos, artistas y diseñadores asociados a la Bauhaus, escuela de diseño, artes y oficios creada en 1919, esto es, Walter Gropius, Mies van der Rohe, Kandinsky, Paul Klee, Moholy-Nagy y otros, querían aplicar los principios del arte de vanguardia a la vida cotidiana de las clases trabajadoras (fábricas, viviendas obreras, etcétera) para crear así entornos revolucionarios de gran simplicidad y belleza. Otros escritores intentaron definir un nuevo código de conducta moral. Pocos tuvieron una influencia tan fuerte y liberadora como D. H. Lawrence (1885-1930), en particular a través de libros como Mujeres enamoradas (1920) y El amante de Lady Chatterley (1928). La obra de D. H. Lawrence fue una exaltación del instinto frente a la razón, de la pasión vital frente al intelectualismo, de la espontaneidad frente al convencionalismo y la sumisión. Como ya ha quedado dicho, D. H. Lawrence sería también un expatriado y de forma explícita, responsabilizaría de la infelicidad del hombre moderno a la hipocresía y falsedad de la civilización europea. Su desafiante vitalismo, no exento de resonancias criptofascistas -puesto que D. H. Lawrence veía en la democracia la forma política natural del gregarismo de los europeos- le llevaría a abogar por una liberación de los instintos primarios del hombre, y en concreto, del sexo, como vía hacia su plena realización y hacia su verdadera libertad.

Por su sensibilidad estética y pulcritud moral, André Gide (18691951) no fue nunca tan lejos. Pero en sus obras de los años veinte, afloraron igualmente, aunque de forma siempre cuidada y exquisita, la casi totalidad de los problemas y preocupaciones -sexuales, morales, políticos- de su tiempo. Su autobiografía, Si la semilla no muere (1926), revelaría la tensión moral a que se vio sometida una sensibilidad artística y moral delicada en un tiempo de crisis o, si se quiere, revelaría la crisis de la burguesía intelectual europea ante la descomposición del orden moral de la propia Europa. Con Los conquistadores (1928) y La condición humana (1932), Malraux creó la novela de la revolución. Aldous Huxley alertó en Un mundo feliz (1932) contra los peligros del totalitarismo. Evelyn Waugh, escritor de ideas conservadoras y católicas y simpatizante de Mussolini y Franco, satirizó a la alta sociedad británica en una serie de farsas brillantes y divertidísimas (Declive y caída, Cuerpos viles, Un puñado de polvo), en las que sutilmente alentaba, sin embargo, un sentimiento de amargura y desesperación. En Viaje al fin de la noche (1932), la mejor novela de la década -pesimista, cruel, audaz, sarcástica-, Céline, hombre próximo a la ultraderecha francesa, escribió la metáfora de la vida como destrucción y muerte. Saint-Exupéry (1900-1944) vio en los valores de fraternidad, servicio, camaradería y solidaridad de los protagonistas de sus novelas (Correo del Sur, Vuelo de noche, Tierra de hombres), la alternativa a una época en la que el hombre moría de sed, en la que toda promesa de vida -como una rosa nueva o un "principito"- parecía, según el escritor, condenada a morir irremediable y prontamente. Que la década se cerrase con una novela titulada La náusea (1938) -primera y mejor novela de Sartre, explícitamente deudora de la obra de Céline- resultaba de suyo significativo.

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