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Ya hemos mencionado algunos edificios, como los palacios o el Faro de Alejandría; podríamos añadir otros, e incluso obras de arquitectura efímera, como el fabuloso pabellón de madera, cubierto por todo tipo de riquezas, que ordenó levantar para un banquete de su corte Ptolomeo II, y que nos ha llegado perfectamente descrito por Ateneo: ..."Cuatro de las columnas tenían forma de palmeras, mientras que las que estaban en el centro parecían tirsos. Por fuera de las columnas, en tres lados, había un pórtico con un peristilo y techo abovedado, donde podía colocarse el séquito de los invitados. Por dentro, el pabellón estaba rodeado con cortinas purpúreas, salvo los espacios entre las columnas, adornados con pieles de extraordinaria variedad y belleza"... (Deipnos., V, 196 y ss.). Todo es de un lujo inverosímil, el que los sucesores de Alejandro gustan de explayar en sus ceremonias y procesiones, y en todo lo que rodea su ambiente cortesano. También podemos observar el mismo sentido de lo grandioso en la arquitectura sacra. Es entonces cuando se comienzan, por ejemplo, el enorme templo de Sardes y el aún mayor de Dídima, cuyas obras, en ambos casos, serán tan ambiciosas que durarán siglos. El segundo de ellos, dedicado a Apolo y destinado a su oráculo, es hoy, sin duda, el monumento griego más impresionante de cuantos se visitan en Turquía: sustituto de un templo menor, es como un gran recinto rodeado por un bosque de columnas jónicas, todo él hípetro ( =sin techo) y con el templete del dios en el centro.

Pese a todos los trabajos y esfuerzos, incluso durante el imperio romano, no se pudo concluir. Sin embargo, todo este empeño, y aun la belleza de las tallas y la sensación de armonía que dimanan de estos edificios, compensando la riqueza de fustes, capiteles, pilastras y basas con la propia magnitud de las proporciones, no impiden que el estudioso de arte perciba una cierta sensación de algo ya visto. En efecto, Sardes y Dídima recuerdan de forma muy clara el Artemisio de Efeso, del mismo modo que las tumbas macedónicas posteriores a Alejandro repiten, con variantes menores, los modelos elaborados en la época de Filipo. Las novedades se reservan para los edificios de tipo nuevo (los edificios civiles que vimos en el capítulo anterior) y, en caso contrario, se concentran en los monumentos más modestos que aún se elaboran en la Grecia tradicional. Es el caso, por ejemplo, de esa obra menor, levantada en Atenas en la época de Alejandro, que conocemos como Linterna de Lisícrates: una simple base arquitectónica para sostener el trípode conseguido como premio por el vencedor de un concurso teatral; pero una base que, gracias a su carácter decorativo, y como de orfebrería, se permite colocar hacia afuera columnas de un orden, el corintio, que antes se consideraba destinado, por su fragilidad y riqueza, al interior de los templos. Y algo parecido ocurre con un magnífico edificio, el Arsinoeo de Samotracia (289-281 a.

C.), que da un vuelco completo a la idea de la thólos tradicional, al limitar su columnata externa a un solo piso superior de ventanales: de este modo se afirma un exterior cilíndrico limpio, que juega con la pureza geométrica de la curva, y toda la riqueza se centra en el interior, con su cubrición de madera en forma de amplia cúpula de casetones. Por primera vez en la arquitectura griega, el interés por el ambiente interno supera claramente a la pasión por las fachadas, y la vía conceptual hacia el Panteón queda expedita. ¿Por qué, salvo estos casos aislados, la arquitectura griega de Alejandro y sus sucesores parece congelarse, contentándose con las fórmulas de mediados del siglo IV a. C.? ¿Por qué, como inmediatamente vamos a ver, ocurre lo mismo en las otras artes, y en particular en la escultura, durante las décadas que corren entre el 330 y el 260 a. C.?

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