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Nuevas ciudades,

Desarrollo


Se trata, en efecto, de una ciudad muy curiosa: en una pequeñísima isla, cuya población no se justificaba sino por la presencia del lugar santo donde Apolo nació, y que por tanto mantenía un prestigioso santuario desde épocas remotas, fue creciendo poco a poco un emporio comercial. El proceso recibió un empuje decisivo a mediados del siglo II a. C., cuando Roma decidió quebrantar el poderío económico de Rodas; entonces concedió todo tipo de privilegios comerciales al creciente puerto y, en muy pocos años, éste se convirtió en el centro mercantil más importante del Egeo. Poco habría de durar tal florecimiento, puesto que en el 88 a. C. el rey Mitrídates del Ponto saquearía y destruiría la lujosa población. Delos, en efecto, vio en la segunda mitad del siglo II a. C. cómo se levantaban en su suelo, al lado del viejo santuario y de algunas otras obras preexistentes (por ejemplo, el teatro), las más elegantes y variadas construcciones: en pocas décadas surgieron templos, ágoras helenísticas (como la llamada Agora de los Italianos), e incluso algunos edificios de carácter peculiar, como esa especie de club de comerciantes que fue el local de la Asociación de los Posidoniastas de Berito, donde se reunían los navieros y marinos procedentes de Beirut. Pero, sin duda, de todo este complejo de edificios, lo que más llama la atención son las casas, y en particular la zona residencial comprendida entre el teatro y el puerto. En este sector, todo él ocupado por moradas lujosas, lo primero que choca es el desorden en el trazado de las calles.

O éste era ya antiguo cuando se levantaron las casas helenísticas, y nadie pudo modificarlo, o habría que pensar en un urbanismo caprichoso, destinado a hacer desaparecer, como en los palacios de la época, la idea de uniformidad: al fin y al cabo, este barrio sólo contenía casas de banqueros, navieros y comerciantes, y todos ellos estaban preocupados por dar a quienes viniesen a visitarlos la mayor impresión de poder y bienestar posible. Para lograr este efecto, la puerta de la calle deja ver inmediatamente, al fondo de un breve pasillo, el patio central de la casa. Es algo muy distinto de lo que se aprecia en Priene, donde conscientemente se quiere proteger la intimidad del patio esquinando la entrada. Pero aquí lo que importa es la ostentación: el patio, rodeado de columnas como en los palacios y edificios públicos, e incluso con otro piso porticado por encima (el de los dormitorios), muestra su boyante riqueza: brilla el mármol de las columnas y del brocal del pozo -el agua de lluvia se conserva en un aljibe bajo el patio-; llama la atención a menudo un magnífico y multicolor mosaico, y, tras los soportales, se adivinan en la penumbra los comedores y salas de recepción, con las paredes pintadas imitando placas de piedras duras. Decididamente, se trata de un ideal de vida privada, conquistado poco a poco desde el siglo IV a. C.; no es extraño que los romanos, llenos de admiración, intenten aclimatarlo a su cultura a través de lo que conocemos como casa pompeyana. Si el Helenismo, como hemos visto, creó las plazas de soportales y el esquema de nuestros mercados, aún mayor homenaje merece por haber inventado este modelo de casa, que ha llegado hasta hoy, con variantes de detalle, en todas las riberas del Mediterráneo.

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