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La ciudad tradicional de Grecia, la que los colonos del arcaísmo intentaron sistematizar a lo largo y ancho del Mediterráneo, la misma que, perfeccionada, seguía vigente en el siglo V a. C. y era objeto de las meditaciones del milesio Hipódamo, era una ciudad de esquema muy simple. Por lo común, se la situaba en un terreno más o menos llano, al pie de una colina escarpada de fácil defensa. Dicha colina serviría como acrópolis, como lugar seguro, fuertemente amurallado, donde los ciudadanos podrían refugiarse en caso de peligro, y por ello solía contener, además, el santuario de una deidad protectora o guerrera. La ciudad propiamente dicha, en cambio, se extendía al pie de esta fortaleza, y se elaboraba trazando una sencilla cuadrícula: el sistema reticulado de distribución, perfectamente racional, tenía la ventaja añadida de facilitar el reparto de parcelas iguales a los ciudadanos, cuando se trataba de una fundación colonial. De este modo, toda la urbe resultaba homogénea, salvo el centro, donde una o varias manzanas de casas se quedaban sin construir, destinadas a convertirse en el ágora. A esta plaza llegaban las calles por las esquinas, de forma que el tráfico la rodeaba, pero dejaba todo el sector central libre, presto para cualquier actividad, desde el mercado, en puestecitos de madera, hasta la reunión del gobierno ciudadano, pasando por el simple paseo, o incluso, en ciertas fiestas, por la presentación de espectáculos públicos.

Sólo una función social de importancia quedaba fuera del ágora: la religiosa. En efecto, los templos, situados de forma dispersa según tradiciones o rituales concretos, se encerraban tras los muros y jardines de sus témenoi o recintos sacros, y los dioses vivían en ellos como lujosos propietarios en sus villas. Poco a poco, sin embargo, el crecimiento de algunas urbes y el progresivo dinamismo de sus actividades fueron imponiendo cierta especialización de ambientes y cierta descentralización: estoas o pórticos para pasear, algún edificio para la reunión de autoridades (por ejemplo, el Pritaneo de Atenas), empiezan a construirse en la zona del ágora, y, por otra parte, se trasladan lejos del centro, y aun a veces a las afueras de la ciudad, los espacios destinados a los espectáculos (teatros, estadios), carentes aún de elementos arquitectónicos apreciables. Este proceso se va generalizando a lo largo del siglo V a. C. El siglo IV impone al proceso una rápida aceleración rápida, cuya causa última, sin duda, hay que buscar en el lento, pero continuado ascenso del nivel de vida. Este fenómeno es de importancia fundamental a la hora de estudiar la cultura griega, y resulta imparable hasta, por lo menos, la conquista romana, pese a notables diferencias regionales. El enriquecimiento general, fácilmente apreciable en la subida de los sueldos -pagados en gramos de plata, no lo olvidemos-, viene vinculado sobre todo a la multiplicación del comercio: pocas ciudades desde el siglo IV a.

C. se desarrollarán sin su puerto o alejadas de una ruta terrestre de importancia. Y enriquecimiento y comercio coinciden con el decaer de la ideología ciudadana y de sus presiones religiosas y políticas: el antiguo entusiasmo por los grandes y costosos templos y por el enriquecimiento de los santuarios locales se va viendo substituido por un planteamiento más individual de la vida, más atento al bienestar y al desarrollo de la persona. Ya hemos mencionado ciertas consecuencias de este fenómeno: el culto a la casa y, por tanto, a la arquitectura doméstica; el interés por poseer cuadros o esculturas; la creación de bibliotecas; un incipiente deseo de intimidad -no ajeno, en ocasiones, a ciertas desconfianzas respecto al Estado democrático-, e incluso un mayor gusto por la comodidad a la hora de ir a espectáculos, de celebrar reuniones políticas, y hasta de ir a pasear por la calle. Lo más problemático de toda esta evolución es su carácter contradictorio: el enriquecimiento venía del comercio, y éste aumentaba el tráfago urbano, con su animación y griterío; el bienestar, en cambio, suponía un cierto aislamiento, un ambiente tranquilo y apacible. La ciudad clásica se convertía en una estructura sometida a tensiones de difícil solución. Y no valía, a gran escala, el expediente de irse a vivir a una villa rústica, fuera de la ciudad: sabemos que algunos aristócratas lo hacían desde época inmemorial, pero la lentitud de los transportes y la inseguridad de un mundo agitado por continuas guerras constituían elementos disuasorios. Lo acuciante del problema se aprecia, ya desde el siglo IV a. C., en muchas ciudades. A veces, se intentan soluciones parciales, como la de cerrar al tráfico rodado ciertas zonas muy frecuentadas, por ejemplo las ágoras, colocando gruesos mojones en el centro de las calles de acceso. O bien, al extenderse el mercado fuera de la plaza hasta las calles principales, los dueños de las casas contiguas las transforman de modo que alquilan o venden a tenderos las habitaciones que dan a dichas calles, para que las transformen en tiendas, y ellos trasladan su domicilio a las zonas de la manzana más alejadas: es lo que ocurre, por ejemplo, en la pequeña ciudad siciliana de Solunto.

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