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Abydos era el primero de los Santos Lugares para el creyente egipcio, y como Jerusalén para el cristiano, albergaba también su santo sepulcro: la tumba de Osiris, el dios de la muerte y de los muertos. Primero se interpretó como tumba del dios, algo que probablemente no era más que un montículo natural, en las proximidades de los túmulos y protopirámides de los reyes tinitas; después, por sugerencia regia seguramente, el sepulcro de uno de éstos, Dier, de la Primera Dinastía; y finalmente, algo que todavía hoy sigue atrayendo, si no a fieles y creyentes, sí a multitud de curiosos que encuentran en estas ruinas algo similar al Templo del Valle de Kefrén: una grandiosa arquitectura en piedra, tan sencilla y depurada como una abstracción geométrica. La biografía de Osiris, dios-hombre, su muerte a manos de un asesino, el llanto inconsolable de su esposa Isis, el nacimiento de su hijo póstumo y después vengador de su muerte, Horus, todo contribuía a hacer de él un personaje mucho más simpático a ojos del pueblo que el excelso e inaccesible Re, el bello y aristocrático dios-Sol, distante y ajeno siempre a las miserias que aquejan a los mortales. Desde tiempo inmemorial Abydos era el lugar de reposo de las almas de Sequem: los reyes tinitas, sus cortes, sus harenes, sus legiones de siervos. Allí se veían cientos las estelas sepulcrales que señalaban sus últimas moradas.

Abydos había sido para Thinis, la primitiva capital, lo que Sakkara para Menfis, cuando ésta no tenía aún la categoría de sede regia y balanza del país. Hallábase la necrópolis lejos del Nilo, en pleno desierto, dominio de un "genius loci" que asumía la forma de un chacal y se llamaba Khenti-Imentiu, "el que está en la cúspide de los del oeste", como llamaban eufemísticamente a los difuntos. Khenti depositó su cetro en manos de Osiris cuando éste abandonó su sede originaria de Bubastis, en la comarca del Delta, para buscar en el Alto Egipto la compañía de los reyes seguidores de Horus. La elección de Abydos como centro del culto de Osiris se produjo ya durante el Imperio Antiguo, y de la fama de que gozaba como lugar santo en el Primer Período Intermedio tenemos pruebas en la "Doctrina para el Rey Merikaré", en que la ciudad de los muertos fue asaltada y destruida por las tropas del Akhtoes III de Heliópolis, causando a éste una herida moral de la que nunca se recuperó. Desde la dinastía XI todo egipcio hubiera deseado tener su tumba en las cercanías de la de Osiris, o por lo menos peregrinar a ella, dejar constancia del acto en una estela y participar en los misterios. También entonces se implantó la costumbre de llevar hasta Abydos las momias de los muertos, en barcos dedicados a este trasiego, para devolverlas después al cementerio de su lugar de origen, con el consuelo de haber pedido personalmente al dios su indulgencia a la hora del juicio.

Uno se imagina el atraque de estas embarcaciones y la subsiguiente procesión de las momias, como las romerías que hoy se celebran en Santa Marta de Ribarteme (Las Nieves, Pontevedra), cuando los enfermos, milagrosamente curados por intercesión de la santa, son llevados en ataúdes en solemne procesión, entre el repique a muerto de las campanas y los cánticos de acción de gracias: "Virxen Santa Marta,/ color de limón,/ quen fixo a promesa/ vai na procesión./ Virxen Santa Marta,/ Virxen adorada,/ aquí lle traemos/ a resucitada". El argumento de los misterios no lo tenemos completo; pero era al parecer una passio, como la de los misterios eleusinos y otros por el estilo. Los iniciados antiguos -y los egipcios no eran excepción- se mostraban muy reservados a la hora de tratar de estos temas. Sólo alcanzamos a barruntar las líneas generales de la acción, salpicadas de bastantes lagunas. Wepwawet, el Marte de Asiut, moviliza sus efectivos contra los enemigos de Osiris; éste se les suma en su barca sagrada, y se entabla una lucha entre atacantes y defensores. Como ocurría antes en las procesiones del Corpus, en que se permitía a las turbas apedrear a las tarascas y a las cocas, dragones de Satán, estas refriegas, que debieran constituir simples manifestaciones de piedad religiosa, solían acabar como el rosario de la aurora, con un elevado número de contusos y heridos, o algo peor. Así lo observó Heródoto (11, 63) siglos después en una procesión similar, en la que los participantes se tomaban muy en serio sus papeles. No sabemos si el dios moría en la refriega; sólo que sus leales llevaban a la tumba una barca con su imagen. Después se recrudecía la lucha contra los adversarios de Osiris. La comedia acababa con el desfile triunfal del dios resucitado y su entronización en el templo de Abydos.

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