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También aquí existían claros antecedentes diplomáticos, iniciados con la intervención francesa en el conflicto ruso-turco de 1722. Aunque las discrepancias se debieron a las pretensiones expansionistas de Pedro I, los embajadores franceses consiguieron acuerdos por los que pasaba a Rusia la parte oriental del Cáucaso, mientras que los turcos permanecían en las regiones del Oeste. Era un buen arreglo para la Sublime Puerta porque, enfrascados con los persas, habían desatendido el frente austriaco durante la guerra polaca y las múltiples intrigas y habilidades de Villeneuve y el conde de Bonneval no habían desencadenado las hostilidades. Sin embargo, en 1736, la zarina decidió la reconquista de Azov y ordenó la devastación de Crimea. Para tales iniciativas se basó en el consenso austro-ruso de 1726, pero Carlos VI, comprometido en Polonia y con problemas económicos, contestó con evasivas y alegó que el tratado era defensivo y no se contemplaba ayuda militar para casos semejantes. El motivo de esa reacción estaba en el temor al expansionismo ruso en el este europeo y a los proyectos zaristas sobre los ducados rumanos. A pesar de todo, y por consejo de la cancillería vienesa, el emperador ofreció su mediación, aunque, finalmente, se vio forzado a una alianza militar con Austria, Rusia, Polonia y Venecia en 1737. Si bien, para no verse mezclado en la guerra, Carlos VI convocó el controvertido Congreso de Niemiroz, infructuoso por los enfrentamientos austro-rusos en relación con un posible reparto del Imperio otomano y la ampliación fronteriza rusa hasta el Danubio.

A la delicada situación se unieron las intrigas francesas en Hungría con el fin de provocar otra vez insurrecciones que obligaran a drásticas modificaciones, pero la muerte del candidato transilvano acabó con el peligro para los Habsburgo. Con todo, los sucesos se precipitaron y los turcos, tras la victoria de Krotzka, en el verano de 1739, sitiaron Belgrado y los ejércitos zaristas entraron en Moldavia, con el consiguiente temor vienés. La disputa en los Balcanes parecía que iba a convertirse en una pugna entre antiguos coaligados, cuando el embajador francés Villeneuve, por propia iniciativa de su cancillería, abrió negociaciones en el campo turco y logró la firma del Tratado de Belgrado en los siguientes términos: - Austria renunciaba a Belgrado, el norte de Serbia, Valaquia y el banato de Temesvar, volviéndose a la situación anterior al Tratado de Passarowitz, salvo por ciertas rectificaciones fronterizas. - Los turcos únicamente perdieron algunas zonas al norte del mar Negro. - Los rusos conservaron Azov y monopolizaron el comercio por el mar Negro. Como resulta lógico, las cortes austríaca y rusa se negaron, en principio, a la aceptación del tratado, pero Fleury presionó para su confirmación y al final se impuso a la anulación. Carlos VI recibía, así, un nuevo golpe tras el fracaso expansionista por los Balcanes de 1738 y la victoria de los turcos, que, de estar amenazados por la repartición planificada por otras potencias, pasaron a tener las mismas fronteras que en 1699, antes de los reveses de principios del Setecientos. El éxito diplomático de Villeneuve colocó a Francia en una posición privilegiada en los foros internacionales frente a Gran Bretaña, evidente en la renovación en mayo de 1740 de las Capitulaciones con los turcos, deseadas desde hacía más de veinte años, que, aunque corroboraban las ventajas tradicionales, también contemplaban mejoras fiscales y comerciales y otorgaban a Francia el título de nación más favorecida en los asuntos sobre los católicos en el Imperio otomano. Versalles continuaba siendo el árbitro de Europa, aunque, paulatinamente, Rusia aumentaba su influencia y prestigio.

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