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Tanto en tierra como en la mar, la quietud y la falta de agresividad fueron las actitudes dominantes durante toda la centuria, tendencia rota únicamente por las contiendas ideológicas finiseculares de América y Francia. La oficialidad pretendía el menor número de pérdidas en hombres y material, por ello los objetivos primordiales fueron evitar violentos encuentros entre las partes contendientes y la realización de maniobras convencionales y se eludía la acción cuando no existía deshonor en el procedimiento. En no pocas ocasiones, los ataques frontales se sustituyeron por pequeñas escaramuzas para despistar o confundir al enemigo. El mantenimiento de las fuerzas armadas, en especial la marina, resultaba demasiado costoso a los Estados y los fracasos tenían profundas repercusiones en la vida interior porque la reposición de las pérdidas requería nuevos esfuerzos. Se imponía la guerra defensiva y, por tanto, los conflictos de carácter limitado, desapareciendo los motivos religiosos e idealistas, por lo que las batallas decisivas eran excepcionales. A tal situación contribuyeron los escasos recursos de los Estados, la dependencia de almacenes fijos, el retraso del armamento, la cuestionable lealtad de los soldados o el formulario arte militar. Los monarcas luchaban por objetivos determinados, en bastantes ocasiones ajenos a los intereses de la población, y convirtieron los conflictos en dinásticos, de ahí la importancia de las negociaciones en busca del equilibrio y de las satisfacciones particulares.

Para no romper el juego de poderes, cambiante en cualquier momento, se prefería la guerra de posiciones y el ataque a las fortalezas, depósitos, líneas de aprovisionamiento o puntos vitales. La formación en línea se convirtió en el mejor modo de utilizar armas y tropas mediocres, pero impedía la concentración de fuerzas sobre un punto concreto. Hasta los británicos, a pesar de los cambios en la marina, aplicaron en las batallas americanas continentales finiseculares las mismas tácticas que en Europa, con desastrosas consecuencias, y perdieron la oportunidad de introducir nuevas formaciones. Este viejo estilo, que dominó la centuria desde todos los puntos de vista, se sustentaba sobre anacrónicos convencionalismos y ordenanzas inalterables. Las iniciativas particulares o la libre interpretación de tácticas y estrategias recibidas de las autoridades superiores no tenían cabida en ningún momento; incluso, se argumentaba que la mayor movilidad sólo contribuía a la deserción de los soldados de las otras nacionalidades. Detrás de todo estaba la antigua idea de que el azar intervenía decisivamente en la derrota o la victoria y apenas existía la posibilidad de regular o precaver los diferentes sucesos. Por tales razones, la elaboración de normas, la reglamentación de las operaciones de sitio y de las capitulaciones, la definición de los honores militares, el tratamiento de los prisioneros o la fijación de los derechos de la población, civil, definieron al ejército del siglo XVIII y evitaron las sangrientas y devastadoras guerras precedentes, que tanto habían afectado a las poblaciones.

Sólo en las décadas finales se halló la clave para acabar con la guerra defensiva y superar los convencionalismos en el mayor potencial de fuego de la infantería y la artillería, suficiente para lograr que el ejército tomara la ofensiva frente a un número de hombres superior. Para facilitar las maniobras, el contingente se dividiría en varias secciones y cada una podría atacar hasta recibir el respaldo del resto. La movilidad no dependería únicamente del armamento, sino también de las mejores vías de comunicación y del fácil aprovisionamiento. Sin embargo, estas innovaciones chocaron contra los sectores sociales, políticos y militares más conservadores, que abogaban por la concentración de fuerzas como medio de derrotar al enemigo o no sufrir un gran desastre. En cuanto a los teatros de operaciones, tampoco sufrieron modificaciones de importancia, es más, la guerra se caracterizó por la utilización de escenarios bélicos terrestres conocidos y delimitados. Al igual que en épocas anteriores, las condiciones geográficas y el clima determinaban el tipo de maniobras militares, y la escasez de forraje, el mal estado de los caminos y los problemas de suministro limitaban las operaciones a las áreas habituales. Sólo podemos resaltar como novedad del Setecientos las nuevas zonas bélicas coloniales, que ocupaban un lugar protagonista en la guerra debido a su valor en las mesas de negociaciones. Destacaban dos espacios ultramarinos fundamentales: primero, el Caribe y puntos neurálgicos de la costa americana, y, segundo, el sur de Asia y la islas del Pacifico. Ambos teatros, imprescindibles para la hegemonía terrestre en Europa, pues se pensaba que la guerra debía decidirse en último término en el Continente, si bien casi todos los países marítimos contaban con naves piratas con el fin de conseguir riquezas en las rutas costeras o ultramarinas. Por otro lado, en Europa sobresalían seis escenarios: Amberes, Dunkerque y las cuencas del Mosa y el Escalda, el frente del Alto Rin, el norte de Italia, los territorios hispanos, las tierras bálticas y Polonia y, por último, Ucrania y la cuenca del Dnieper.

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