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Según los testimonios contemporáneos, las primeras décadas del siglo XVIII fueron de transición militar, caracterizadas por la mediocridad de los mandos, soldados y marineros. Una de las justificaciones de la guerra al viejo estilo se basaba en la creencia de que oficiales y tropa eran cobardes y necios y huirían a la menor oportunidad. Reflejo de la estructura social, todavía los nobles ocupaban un lugar destacado en las fuerzas armadas, tanto en los altos cargos como en la oficialidad, aunque no faltaban aquellos que seguían la carrera militar sin grado, siendo su mayor recompensa los honores. Sin embargo, se tendió hacia una distribución más equitativa de los puestos y aumentó el número de personas procedentes de la clase media, en especial en los países donde se vendían empleos o cargos. Por ejemplo, en Francia hacia 1785 existían cuatro clases de oficiales: los nobles de sangre pertenecientes a los círculos cortesanos, la nobleza rural, los oficiales burgueses y los oficiales procedentes de la tropa. No cabe duda de que faltaba organización en los distintos niveles del mando, lo que posibilitaba a los comandantes la elección de sus subordinados entre sus familiares y amigos, pero también era verdad que tenían gran responsabilidad personal en la toma de decisiones porque no existían cuarteles intermedios, contaban con pocos generales subalternos, de escasa participación en las guerras, y recibían y daban las órdenes de palabra, con el consiguiente riesgo de incumplimiento, mala información o equivocación.

El formulismo militar terminaba con cualquier iniciativa, pero, además, ignoraban con frecuencia sus obligaciones o carecían de la preparación esencial, todo ello debido a la carencia de cuerpos de instrucción adecuados. Muy habitual, la compraventa de los nombramientos solfa estar orientada a las capas altas de la sociedad, salvo en Gran Bretaña, donde imperaba el criterio universal. Con este sistema, el ascenso resultaba fácil para los ricos influyentes y con interés y se restaba importancia a los méritos, al tiempo que provocaba el mal cumplimiento de las obligaciones. Aunque algunos países reformaron el procedimiento con fijación de precios, persecución de permutas y abusos o protección de los oficiales meritorios, nunca se abolió la compra. En 1756 decían de los generales del ejército austriaco que algunos estaban retirados, otros debían su rango a la familia o a intrigas cortesanas y muchos al ascenso por antigüedad y no por merecimiento. Debido a la creación de flotas permanentes, apareció un nuevo grupo de oficiales navales con rasgos muy definidos. La venalidad y la corrupción abundaban en Europa y sólo en casos concretos, como en las armadas de Francia y Gran Bretaña, no se vendían los cargos y tenían gran consideración, aunque ganaban poco salario. Procedentes de todos los niveles sociales, la oficialidad casi siempre debía la promoción a la influencia y al dinero y eran muy pocos los que se elevaban desde el puente.

Los períodos de entreguerras restaban alicientes a los profesionales porque se quedaban sin empleo y con una paga ridícula, de ahí sus preferencias por el botín o por la carrera política. Algunos, los nobles y caballeros, recibían instrucción militar en academias navales y escuelas marítimas privadas, pero resultaba insuficiente, mientras la mayoría aprendía mediante el sistema de servidores, es decir, trabajaban al servicio de un almirante o general en jefe, lo que les permitía ascender en la oficialidad y disponer de una gran preparación. Dicha práctica era tan habitual que estaba regulada hasta en sus más mínimos detalles: edad de ingreso, certificado de aptitud, buena conducta, examen práctico o período de años de estancia en la mar. En numerosas ocasiones se acentuó la aristocratización del ejército cuando la nobleza reclamó más participación y se convirtió en el grueso de la oficialidad, aunque los puestos de mayor consideración estaban en manos de las enriquecidas clases medias que se movían en los ambientes cortesanos. Las ideas reformistas finiseculares, con tendencias igualitarias, atentaban contra los intereses de la baja nobleza con poca formación y, con frecuencia, los monarcas intervinieron para garantizar los cargos requeridos y hasta la convirtieron, como en Prusia, en la primera clase social del Estado, antes de los funcionarios. Pero no fue la excepción, pues las sugerentes oportunidades económicas y sociales de la vida militar, sólo atemperadas por la severa disciplina, se ofrecían en todos los países.

También era cierto que en los casos donde se precisaba gran profesionalidad y preparación especial, estos nobles no contaban con la suficiente cualificación, mientras que sí lo estaban los oficiales de carrera, muchos de ellos educados en escuelas y academias. También criticaban las compras y ventas de nombramientos como la forma de acceso de las clases medias y bajas al ejército o la monopolización de los altos puestos por la nobleza y burguesía influyentes. Ya en la segunda mitad del siglo XVIII se tendía a que las operaciones de un ejército fuesen por destacamentos separados y se requería, por tanto, la estrecha cooperación entre las diferentes armas, el empleo de numerosos cargos subordinados en puestos clave, con una supuesta mejor preparación para el mando y la organización, la planificación detallada de los movimientos y la confección de mapas. Por tales motivos aparecieron los Estados Mayores, basados en las secciones cartográficas de los departamentos del intendente general, muy completas dado que suministraban a las tropas en sus desplazamientos. Comprobado el conocimiento de los cartógrafos, se convirtieron en consejeros para la elección de posiciones y en la planificación de las maniobras militares; ejemplo de esta actividad fue el cartografiado de los territorios Habsburgo durante el reinado de José II. Aunque los franceses, por su larga tradición militar, organizaron mejor su Estado Mayor, al finalizar la centuria no se había avanzado demasiado en la mayoría de los países, porque contaban con pocos oficiales; faltos de preparación específica, tendieron a considerar vitales las posiciones, consecuencia del carácter topográfico de los conocimientos, frente a las combinaciones de fuerzas, convirtiéndose, de forma irónica, en detractores de la nueva estrategia que perseguía la anulación de la rigidez y el convencionalismo del viejo estilo de guerra.

Durante toda la centuria continuó la separación entre las esferas militar y civil y ni siquiera la progresiva configuración de la profesión aproximó el ejército al resto de la sociedad. Sin la presencia del patriotismo y del nacionalismo, la población quería la paz y veía en los militares a los artífices de las nefastas consecuencias de la guerra. Los cuarteles de invierno y los preparativos para las contiendas, con los traslados de hombres, alistamientos forzosos y fijación de impuestos, provocaban el rechazo. Generalmente, las tropas estaban integradas por los grupos no privilegiados y, a veces, el alistamiento era de por vida o hasta que el soberano disolviese la compañía. Existían grandes diferencias entre oficiales y soldados y, por falta de confianza, su autoridad se apoyaba en una actividad constante y en la rígida disciplina, de ahí la frecuencia de los motines en todos los ámbitos. El mayor rigor de la ley militar, de la disciplina y de la instrucción, unidas a una organización especifica, delimitaron con claridad las diferencias con el resto de la sociedad. Además, los oficiales de regimientos británicos, y la mayoría de los europeos, reclutaban voluntarios entre criminales y vagabundos encarcelados a cambio de la libertad o entre los pobres de las parroquias como pago a las donaciones. Tales prácticas contribuyeron a que se tuviese una mala opinión de los soldados y a rebajar a los ojos de los civiles la carrera militar. A la vez, las reducidas proporciones del ejército obligaban, en los casos de necesidad, a reclutar tropas irlandesas, contratar mercenarios alemanes u otorgar subsidios a los Estados aliados para que prestasen ayuda militar.

Después de la reforma de 1757, la milicia se encargaba de la defensa del territorio en momentos de guerra, mientras los soldados salían al extranjero. Sin embargo, los enrolamientos voluntarios y los procedimientos forzosos, limitados con frecuencia a las clases marginales de la sociedad, no proporcionaban hombres suficientes, incluso para las guerras limitadas. Tampoco intervenían los diferentes ministerios, se carecía de un sistema regular de contabilidad y administración y no estaba generalizado el arrendamiento de los regimientos y compañías. En consecuencia, se imponía la instrucción militar universal y Prusia, Rusia, Austria, España, Gran Bretaña y Francia intentaron fórmulas de reparto equitativo del servicio militar por medio de la fijación de quintas, que afectaban, en principio, a grupos concretos de campesinos y artesanos. Pero debido a numerosos motines de descontento por las levas obligatorias y a la falta de confianza en los nuevos sistemas de captación, la mayor parte de los Estados se mostraron reacios y hasta mantuvieron a los mercenarios extranjeros como una de las fórmulas más acertadas. El objetivo último era la creación de un ejército regular que satisficiese todas las necesidades del país. Los marineros se quejaban de la dureza del reglamento, la mala alimentación y las irregularidades en la paga, percibida con frecuencia en vales canjeables con descuento por compradores profesionales o asignados a posaderos y comerciantes.

Tales cuestiones anulaban los incentivos creados para animar al embarque, por ejemplo, las posibilidades de botín o las pensiones en casos de invalidez. Hasta la alternativa de enrolarse en los barcos corsarios parecía más atrayente que la permanencia en la marina, donde incluso en momentos de guerra sólo los marineros expertos recibían importantes salarios; de ahí las numerosas deserciones cuando se recalaba en algún puerto extranjero. Para acabar con estos problemas, Francia impuso el registro obligatorio de los marineros y pescadores, divididos en tres, cuatro o cinco clases, que podían movilizarse cada cuatro, cinco o diez años, estaban a disposición de la armada durante toda su vida y recibían media paga cuando por el sistema de rotación no se les necesitaba. A finales de la centuria se extendieron las siguientes ideas por toda Europa: limitación del período del servicio y posterior exención, concesión de pensiones, aumento de los sueldos, incremento en la parte del botín correspondiente a los marineros y finalización de la competencia por la disponibilidad de barcos entre el Estado y los comerciantes durante los períodos bélicos. Pero la realidad era distinta y, en no pocas ocasiones, se contrató a marineros extranjeros, ante la falta de voluntarios y reclutas para atender los intereses oficiales, pues los barcos mercantes ofrecían mayor paga, menos aglomeraciones y mejores condiciones generales, los salarios de las armadas permanecían casi estancados y se percibían de forma irregular, las ayudas a las familias no llegaban casi nunca, los marineros no podían desembarcar hasta cumplir el servicio, no había garantías de trabajo después de terminada la guerra o el contrato, continuaba la severa disciplina y se padecían multitud de enfermedades a bordo.

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