Gustavo III y el despotismo ilustrado

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En el último tercio del siglo XVIII Suecia consigue superar la decadencia y mostrarse a la comunidad europea como una Monarquía ilustrada donde se podían introducir reformas avanzadas en las estructuras de la sociedad, donde la cultura llegaba al florecimiento gracias a la colaboración de importantes intelectuales y de esta manera el país se encaminó hacia el progreso, abandonando el estancamiento y volviendo a encontrar confianza en sí misma y en su clase dirigente. Todo esto fue posible gracias a la acción del rey Gustavo III, inteligente, brillante, de trato afable, dotado de una enorme curiosidad intelectual, pero también con una firme voluntad de gobernar, cuestión en la que se hallaba familiarizado por haber acompañado a su padre a las reuniones gubernamentales. Su gran baza política fue la superación de la anarquía reinante, producida por las continuas luchas por el poder entre los partidos tradicionales, así como la desintegración social, provocada por las irreconciliables posturas entre los estamentos, con la creación de una Monarquía fuerte y centralizada, de carácter absolutista. A su vuelta de Francia el nuevo rey inicia un diálogo con políticos y parlamentarios con la intención de crear una Junta de Conciliación para distribuir con equidad los cargos públicos entre los gorros y los sombreros, superando el antagonismo entre ellos e incorporándolos de manera conjunta a la labor gubernativa, pero los partidos rechazaron la propuesta del monarca y éste parece cada vez más convencido de que la única solución para remediar el caos era imponer su autoridad.

Gustavo, entonces, busca apoyos en el Ejército donde encuentra total colaboración; el golpe culmina con el arresto de los miembros del Senado, la disolución de la Cámara y la abolición de la Constitución de 1720. Ahora, investido de poderes absolutos, especialmente del legislativo, él mismo redactará una nueva Ley Suprema que introduce y delimita un nuevo Estado, desapareciendo así -como hubiera deseado su padre- la república inoperante que tanto daño había causado a la nación. La nueva Constitución puso en manos del rey amplios poderes: la capacidad ejecutiva, la proposición de nuevas leyes o la máxima dirección de la justicia, junto con el control de los organismos públicos y el nombramiento de los burócratas; asimismo, se reservaba la dirección del aparato militar, en el que tenía importantes apoyos, y de la diplomacia. El Parlamento perdía sus antiguas atribuciones: el control de la fiscalidad, su veto a la promoción social de los individuos no pertenecientes a la nobleza, su capacidad de recriminar al monarca y su poder legislativo; en adelante sólo sería consultado, y se necesitaba su aprobación, para promulgar nuevas leyes o abolir antiguas, o en caso de petición de subsidios extraordinarios. El Senado continúa su existencia y su actuación, pero sus miembros son elegidos directamente por el rey. Tras promulgar la Constitución comenzaría la adopción de importantes reformas; en el aparato de la justicia, J. Liliestrale, primer vicario del reino, plantea nuevas directrices: inamovilidad de los jueces, ilegalidad de los tribunales de excepción, reconocimiento del habeas corpus, abolición de la tortura, que serían acompañadas de una amplia tolerancia religiosa y de la libertad de prensa.

Se crea también un Departamento de Hacienda, dirigido por Liljencrante, para hacer un saneamiento monetario y poner orden en las finanzas; la obtención de importantes empréstitos holandeses y la redención de gran parte de los títulos de deuda pública que endeudaban al erario, acabaron con el déficit crónico. La reforma militar pudo ser acometida con ayuda holandesa -fue proporcionaba importantes subsidios para armar una flota que hiciera misiones de vigilancia en el Báltico, permanentemente amenazado por el expansionismo ruso- y con la dirección francesa, ya que desde este país se enviaron a destacados militares para realizar profundos cambios; aunque se modificaron y modernizaron las bases del Ejército, la mayor atención se dirigió hacia la construcción de una Armada poderosa. El Almirantazgo, con sede en Estocolmo, sería el centro rector de la reforma, y un ingeniero naval, Ehrensvard, el encargado de llevarla a cabo; se inicia así una ambiciosa política de construcción naval que dio sus frutos en los años ochenta. El patrocinio de la cultura fue otro de los grandes objetivos del monarca, y gracias a su iniciativa la propia Corona se convirtió en el más importante mecenas del país, impulsando la creación de la Academia de Estocolmo y otras instituciones académicas similares. Paralelamente a su prolija acción reformadora, Gustavo intentó atraerse las simpatías de la nobleza; si la había apartado de los órganos de decisión había sido por su concepción absolutista de la Monarquía y no por indisposición hacia ella, ya que nunca estuvo en su ánimo reducir sus privilegios económicos -al contrario, contribuyó a ampliar sus posesiones territoriales- o su influencia social.

No obstante, esta batalla la tuvo perdida de antemano pues los nobles nunca le perdonaron el golpe de 1772 y conspiraron frecuentemente contra su persona hasta llegar al regicidio. Según la nueva Constitución quedaba en manos del rey la convocatoria del Parlamento, y Gustavo, en 1778, creyó llegado el momento oportuno para reiniciar las sesiones; al principio parecía existir la armonía entre los distintos órdenes y el monarca pero poco a poco los parlamentarios, imbuidos de una concepción antiabsolutista del poder, comenzaron a verter numerosas críticas, ahondando el abismo entre ambos, hasta llegar a un verdadero enfrentamiento en julio de 1786 a propósito de la discusión sobre la imposición de nuevos gravámenes para costear el sistema de defensa frente a los rusos, que provocó una crisis ministerial. El problema planteado era, como siempre, de índole exterior; a finales de los ochenta Rusia se encontraba embarcada en otra guerra contra Turquía y la diplomacia sueca, que nunca había aceptado la cesión de las provincias bálticas, creyó llegar el momento oportuno para exigir su devolución; envalentonado por la alianza turca, obtenida gracias a la mediación inglesa y prusiana, el rey envió tropas a Finlandia, que resistió a pesar de la sorpresa; poco después las cosas se complicaron cuando Dinamarca, en virtud de los pactos con Rusia, declara la guerra a Suecia. En este contexto, el Parlamento critica abiertamente al rey no sólo por haber emprendido una guerra sin su consentimiento, sino también por el desastroso resultado, por lo que apeló al Ejército, animándole a no secundar los planes belicistas.

En el verano de 1788 la posición del rey era verdaderamente angustiosa: tenía ante sí un Ejército dividido y en franca rebelión, la flota cercada por los rusos, una escuadra ruso-danesa amenazando los estrechos, otro ejército danés invadiendo el territorio nacional y una nobleza hostil junto a una población estupefacta. Ante tal situación decidió pasar por encima del Parlamento y apelar al patriotismo del pueblo, sobre todo de los elementos más humildes, y gracias a la ayuda prestada por campesinos y mineros, arrancó Goteborg a los daneses y después, con la ayuda de Inglaterra y Prusia, los expulsó de la nación. Con la victoria en la mano el rey se atreve a convocar una nueva Cámara y pide nuevos subsidios; los nobles automáticamente se niegan pero el resto de los órdenes apoya al rey. Éste aprovecha la situación y asesta un verdadero golpe a la nobleza aboliendo sus privilegios fiscales y sociales, promulga un Acta de Unión y Seguridad que borra la distinción entre nobles y plebeyos y refuerza los poderes del rey como máxima institución del Estado; en adelante, los campesinos podrán acceder a las tierras de la nobleza, y los altos cargos del Estado quedan abiertos a todos los órdenes. Por último, el rey disuelve las Cámaras y gobierna como un verdadero autócrata. Con el camino libre y contando con los subsidios necesarios prosigue la guerra en Finlandia obteniéndose en julio de 1790 la victoria de Svensksund, y la paz de Varala, muy favorable a Suecia, aunque no se logró la recuperación de las provincias perdidas.

El estallido de la Revolución Francesa dejó inquieta a la sociedad sueca; antiguos parlamentarios aliados a la nobleza, celebraron con alborozo la caída de la Monarquía e incluso suscriben los derechos del hombre y del ciudadano. Por el contrario, el rey se alarmó; además de disponer rápida ayuda a la familia real francesa, se integró en las coaliciones europeas antirrevolucionarias, e incluso firmó un pacto con Rusia por ocho años frente al enemigo común (francés). Poco más pudo hacer por salvar la Monarquía de sus enemigos; unos meses más tarde él mismo cayó víctima de una maquinación durante la celebración de una fiesta de disfraces en palacio, cuando un noble, amparado en el anonimato que le brindaba su disfraz, disparó sobre el rey causándole graves heridas que le provocaron la muerte. Con su desaparición se cerraba un período de la historia sueca, marcada por el despotismo, que sólo había supuesto un verdadero paréntesis en su enraizada tradición constitucionalista.

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