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La conferencia austro-rusa de Kherson significó la reapertura de las aspiraciones en el Este. Sólo consistió en un intercambio de opiniones entre los soberanos, por la rápida partida de José II para atender las revueltas en los Países Bajos, pero las intrigas diplomáticas prusianas y británicas imputaron a los turcos, ante el temor de una agresión conjunta, al encarcelamiento del embajador ruso como primera medida para que finalizase la tutela zarista sobre el kan de Georgia, vasallo del sultán. La guerra aparecía de nuevo en la zona oriental y las cancillerías se dispusieron a intervenir en defensa de sus intereses. Tras la muerte de Vergennes en 1787, Francia perdía un excelente diplomático que no encontró un adecuado sustituto en el conde de Motmorin, muy condicionado por los compromisos adquiridos con Rusia mediante el tratado comercial de ese mismo año, en sustitución del firmado en 1717. Gestionado por el conde de Ségur, perteneciente al equipo de Vergennes, se concedían a los franceses importantes privilegios en el Báltico y en el mar Negro. Relegada Francia a un puesto de segundo orden, Gran Bretaña se convertía en la garante del equilibrio europeo, hecho que despertó el malestar en los foros internacionales y posibilitó los planes de una frustrada cuádruple alianza en contra de Gran Bretaña y Prusia, animada por Francia y compuesta, además, por España, Rusia y Austria. La pérdida de prestigio francés conllevó que desde San Petersburgo se manejasen las intrigas europeas y obligaron a Luis XVI a la renuncia de las promesas militares a los otomanos, con la consiguiente ruptura de relaciones diplomáticas.

Sintiéndose amenazada, Prusia manifestó su enemistad a Rusia y Austria con sus planes de reorganización de Europa oriental, consistentes en la conquista de Thorn y Dantzig, la entrega de Galitzia a Polonia, de Moldavia y Valaquia a Austria, de las costas del mar Negro a Rusia y de Viborg y Finlandia a Suecia. También este proyecto fracasó por la falta de respaldo británico, resentido por los cambios de alianzas de Federico Guillermo II, y la oposición de Viena y San Petersburgo a cualquier reparto polaco en favor de Berlín, porque Prusia, Gran Bretaña y Holanda vedaban la división de los territorios turcos. Postura que perjudicó, especialmente, los contactos ruso-británicos, aunque Londres comprendió que debía tener mayor determinación si quería dominar los acontecimientos europeos; así inició un acercamiento a Rusia por motivos diplomáticos y comerciales, ahora bajo la órbita de influencia francesa, pero no fue posible la superación de las discrepancias. Favorable en un principio a los turcos, la guerra contó con victorias y derrotas en ambos bandos y al igual que en otras ocasiones supuso la excusa para la intervención de las potencias ajenas al conflicto. Federico Guillermo II se alió con Turquía y Polonia en 1790, con promesas de aportaciones militares. También Leopoldo II comprendió pronto la grave posición de los Habsburgo por la presión prusiana en el Imperio otomano y en los Países Bajos. Para atajar mayores perjuicios, Viena convocó la Convención de Reichenbach en julio de 1790, donde Berlín defendió sus planes de reorganización de Europa oriental y sólo desistió por la coacción de turcos, británicos y polacos.

Las conversaciones concluyeron inesperadamente con la firma de un acuerdo para el mantenimiento de la situación, con lo que Leopoldo II evitaba la lucha en Bohemia y Galitzia, conseguía la abstención prusiana en Hungría y los Países Bajos y concluía la pugna con los turcos, a cambio de la devolución de todas las conquistas, por medio de la firma de la Paz de Sistova, con la mediación de Gran Bretaña, Prusia y Holanda. No obstante, Europa vivía momentos de intranquilidad por las insatisfechas ambiciones de las principales potencias: Londres hubiera deseado unos acuerdos más contundentes que resaltasen su papel de árbitro en los asuntos internacionales y no descartaba otras iniciativas diplomáticas; Berlín persistía en su política expansionista; Viena, abrumada por la crisis financiera, buscaba desesperadamente ventajas comerciales en el Báltico y en el Mediterráneo, ya que no podía entrar en los circuitos ultramarinos. Mucho más reticente, Catalina II cedió ante la presión internacional y firmó el Tratado de Iassi en enero de 1790. La guerra sólo había reportado la posesión de una pequeña franja, entre el Burg y el Dniester, que carecía de importancia estratégica, aunque supusiese un logro simbólico en los proyectos expansionistas rusos.

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