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eco XVIII

Desarrollo


Durante los últimos decenios del siglo XVIII se ponía en marcha en Inglaterra la denominada revolución industrial, esto es, un proceso de crecimiento de la producción y de transformaciones estructurales que en un lapso de tiempo relativamente corto (no más de dos generaciones) daría lugar a una nueva sociedad en la que el capitalismo industrial estaba plenamente asentado. Sus limites cronológicos suelen situarse en el decenio de 1780, cuando, dice Hobsbawm, las curvas estadísticas más importantes inician una importante subida (o, más concretamente, 1763, cuando el final de la Guerra de los Siete Años supuso un gran avance en el dominio colonial de Gran Bretaña, o 1765, año de instalación de las primeras jennys... ) y, por el extremo superior, en 1830, en que se inauguró el primer ferrocarril. No exageran los historiadores que comparan su trascendencia con la de la revolución neolítica. Sus consecuencias se advertirán en todos los ámbitos (económico, social, político, cultural, vital) y "en la perspectiva del tiempo largo", serán, entre otras, el afianzamiento del sistema fabril (factory system); el crecimiento autosostenido de la producción y, con ello, la ruptura de los viejos y rígidos topes que impedían el crecimiento de la población (siempre acompañado, además, de su empobrecimiento) más allá de unos estrechos límites; la consagración definitiva de la figura del empresario industrial (por extensión, de la burguesía, propietaria fundamental de los medios de producción); la generalización del trabajo asalariado, formándose una nueva clase social, el proletariado, ajena a la propiedad de los medios de producción y cuyas condiciones laborales se modificaron profundamente respecto a la etapa anterior.

.. El proceso, iniciado en Gran Bretaña, fue vivido desde la Europa continental a la vez como desafío y amenaza, tanto desde el punto de vista económico como desde el político, provocando la emulación, primero en Francia y la actual Bélgica, después en los territorios que darían lugar a Alemania, Estados Unidos y otros países. Pero esto ocurrió ya en el siglo XIX. Por lo que respecta al Setecientos, la revolución industrial es un fenómeno estrictamente británico y estaba sólo en sus comienzos: la fase decisiva será, precisamente, la comprendida entre 1800 y 1830. Por ello, deberemos centrarnos, sobre todo, en las razones que hicieron de Inglaterra el primer país industrial. Lo que, sin embargo, no es tarea del todo fácil. Pese a la inmensa bibliografía disponible, "todavía sabernos más acerca del cómo que del por qué", escribía no hace mucho David S. Landes, refiriéndose a la dificultad de establecer con exactitud la dinámica de los diversos factores que intervinieron en el proceso y la importancia de cada uno de ellos. Porque las explicaciones monocausales, esgrimidas hasta hace relativamente poco, han quedado definitivamente descartadas. Y en los análisis tienen cabida factores ya no exclusivamente económicos, sino de orden político, social, legislativo o cultural, sin faltar, incluso (recuperando a Max Weber), los religiosos. Se tiene en cuenta, por ejemplo, el peculiar sistema político inglés y la progresiva identificación de intereses públicos y privados ("la política británica es el comercio británico", habría dicho Pitt el Viejo en 1767), la ausencia de una legislación tan intervencionista y de normativas gremiales tan restrictivas como en la mayor parte de los países del Continente, la clarificación de los derechos de propiedad, la tradicional mayor flexibilidad social de la isla, su alto grado de individualismo y racionalismo, la asunción de la idea de enriquecimiento personal como algo legítimo y deseable o las instituciones de enseñanza de algunas confesiones religiosas disidentes (metodistas, cuáqueros, baptistas) y la solidaridad entre sus miembros (para prestarse dinero, por ejemplo).

La revolución industrial formaría parte, pues, de un amplio proceso de modernización iniciado mucho tiempo atrás y que culminaría después de la fase crítica a que ahora nos referimos. Por otra parte, se inserta la revolución industrial en un proceso de crecimiento económico cuyo origen es también muy anterior (difieren, sin embargo, las posturas acerca del momento de su inicio), caracterizado por transformaciones agrarias, crecimiento del comercio exterior, difusión de la industria rural dispersa y desarrollo de la industria carbonífera, factor este último al que se concede, en general, gran importancia, y algún autor, como E. J. Wrigley, lo convierte en elemento decisivo por las peculiaridades tecnológicas que entraña y por cuanto suponía de fuente de energía barata y de liberación de tierra cultivable (que el combustible vegetal necesitaba para su obtención). Sólo teniendo en cuenta este previo crecimiento económico puede entenderse la ruptura y discontinuidad (pero no global, sino gradual y selectiva) de la que nos estamos ocupando. Hubo coincidencia entre el inicio de la ruptura y la aplicación a la industria de innovaciones tecnológicas más eficaces que las introducidas con anterioridad. Y durante mucho tiempo se vio en dichas innovaciones tecnológicas la causa principal de la aceleración del crecimiento. Pero, admitiendo su contribución al crecimiento, hay que recordar las limitaciones de su difusión y, sobre todo, que la innovación tecnológica no es un hecho autónomo y aislado de las específicas condiciones económicas del momento: la jenny y la water -frame surgieron, de hecho, cuando el consumo de algodón bruto estaba creciendo ya muy deprisa.

W. Rostow consideraba imprescindible la preexistencia de la revolución agrícola para el surgimiento de la revolución industrial. La base del crecimiento en la Europa moderna fue, sin duda, la agricultura y también este caso sería incomprensible sin las transformaciones y desarrollo agrarios que acompañaron, más que precedieron, al desarrollo industrial. Pero su papel no fue siempre el que tradicionalmente se le había asignado, sobre todo, en lo referente a la aportación de hombres y capitales (punto éste que veremos en un contexto más amplio). Contra lo estimado hasta hace poco, hoy se piensa que el papel de las transformaciones agrarias en la liberación de mano de obra para la industria (el ejército de reserva) no fue tan intenso como se creía. Las nuevas técnicas agrícolas y los cercamientos introdujeron cambios en el estatus de los campesinos, pero, pese al aumento de la productividad, también exigieron más mano de obra asalariada en el campo. La emigración campo-ciudad existió, sin duda, pero fue debida, casi con seguridad, más al propio crecimiento demográfico y a la búsqueda de los salarios más elevados de Shefield, Lancashire o Yorkshire, por ejemplo, que a la situación de desocupación total en el campo (las trabas a la emigración derivadas de las leyes de pobres y otros vínculos afectivos y psicológicos fueron, muy probablemente, poco eficaces). La industria encontraba lo esencial de su mano de obra en los excedentes demográficos de las áreas afectadas, reforzados por la emigración irlandesa.

Las primeras migraciones masivas de algunas zonas del sur y el este de Inglaterra hacia las zonas mineras e industriales comenzarán en los últimos años del Setecientos y primeros quinquenios del Ochocientos para intensificarse notablemente en la década de 1830. Aunque también, en ciertos casos, recordará M. Berg, dichas transformaciones, más que hombres, pudieron liberar tiempo de los campesinos que cabía emplear en la industria a domicilio. Trevor Ashton, en su clásica interpretación sobre la revolución industrial, insistía en la abundancia de capitales en Gran Bretaña -lo que es un hecho incuestionable- como elemento decisivo en el desencadenamiento de la revolución industrial. Y W. Rostow se refería al gran salto en la tasa de inversión (se habría duplicado ampliamente) como un elemento clave para que el despegue (take off) de la industria se produjera. Se pensaba, indudablemente, en establecimientos industriales que exigían grandes inversiones. No hay acuerdo entre los historiadores acerca de las tasas de inversión existentes en Gran Bretaña en la época, pero, en cualquier caso, es indudable que aumentaron las inversiones en la industria. Ahora bien, en sus orígenes, muchas empresas precisaron capitales más bien reducidos (entre otras razones, porque se utilizaban edificios preexistentes, polivalentes, además, en su utilización y la tecnología era relativamente barata: en 1795 una jenny valía 6 libras y una mule, de 30 a 50 libras). Los empresarios, de nuevo cuño o ya experimentados al frente de la industria dispersa, no debieron de tener graves problemas para conseguirlos y, en última instancia, el recurso a familiares y amigos, en un círculo restringido, pudo ser suficiente, prosiguiéndose después por la vía de la autofinanciación, ya que los márgenes de beneficios fueron altos.

Teniendo esto en cuenta, no parece que las transferencias de capitales de la agricultura a la industria fueran sustanciales (y no hay que olvidar que también las hubo en sentido inverso, de la industria a la agricultura, al menos hasta que a finales de siglo escaseó la tierra en el mercado, dado el todavía mayor prestigio social de la propiedad agraria). Capitales procedentes de la agricultura se habían invertido en minas e industria siderúrgica, pero en la segunda mitad del siglo XVIII, los landlords tendieron más a arrendar dichos establecimientos que a continuar con su explotación directa. Los capitales agrarios se dirigieron ahora -además de a los ámbitos tradicionales, como la deuda pública- a las necesidades derivadas de la nueva agricultura y los cercamientos. Y se emplearon también en obras de infraestructura (canales y carreteras de peaje) y en este campo no se puede minimizar su positiva repercusión en la revolución industrial, tanto por su influencia en la homogeneización del mercado nacional como por su influencia en el abaratamiento de los precios del transporte (que afectaría a materias primas, combustibles y productos terminados). Por otra parte, debemos señalar la contribución indirecta de la agricultura al absorber en mayor proporción que la industria el incremento de la presión fiscal, estimado en un 250 por 100 per cápita entre 1700 y 1790 y todavía multiplicado durante las French Wars; de no haber sido así, la industria inglesa, aún no asentada totalmente, podría haber recibido un golpe fatal.

La transferencia indirecta de capitales agrarios por medio de la banca (trasvase de fondos de los bancos locales del sur y este del país a los bancos londinenses, que habrían financiado las industrias del norte), suele considerarse en la actualidad (E. L. Jones) más reducida de lo que se pensó, dadas las necesidades crediticias de los propios agricultores entre la siembra y la cosecha. Pero también se conocen numerosos casos de créditos, generalmente a corto plazo, concedidos por la banca a firmas industriales, de la misma forma que algunos fabricantes se asociaron con banqueros y, finalmente, muchas firmas comerciales desempeñaron un papel decisivo en el desarrollo de las empresas comerciales al aceptar letras de cambio en el pago de materias primas u otros elementos necesarios que, así, no se pagarían de hecho hasta después de la venta de los artículos manufacturados: pudo así solventarse la necesidad de capitales circulantes. Pero la auténtica fuerza motriz del desarrollo fue el crecimiento de los mercados. Aumentó considerablemente, como sabemos, la población inglesa en la segunda mitad del siglo, lo que amplió las dimensiones de la demanda. Y aquí vino la contribución esencial de la agricultura. Las repetidamente citadas transformaciones e innovaciones en el campo contribuyeron por sí mismas, aunque en medida no aclarada (incluso discutida), a incrementar la demanda, por ejemplo, de clavos y otros objetos metálicos para realizar las enclosure (que, por ciento, también se estimulaba desde otro ámbito tan distinto como la construcción naval).

Pero, sobre todo, permitieron no sólo alimentar a dicha población creciente, sino también mejorar las rentas agrarias. Y aunque desde mediados de siglo el aumento de los precios de los alimentos podría haber retraído la demanda de los labradores, E. L. Jones argumenta que dicho aumento no consiguió eliminar la parte de renta destinada por aquéllos al consumo de productos manufacturados, a cuyo disfrute se estaban acostumbrando, hasta el punto de que en lo sucesivo estuvieron dispuestos a trabajar más intensamente para adquirirlos. Se ha de añadir la importancia de la urbanización y la notable inserción de la población rural y artesanal en los circuitos comerciales. Ya a mediados del siglo XVIII la población inglesa poseía un desarrollo del mercado interno y un nivel de consumo muy superior al de cualquier otro país de Europa. La dinamización demográfica de la segunda mitad de siglo se produciría en ese contexto de consumo elevado, lo que constituye un elemento fundamental para el futuro desarrollo económico. Hay que sumar la demanda exterior, aunque el papel qué pudo cumplir está marcado por el debate. La exportación de productos manufacturados británicos no tuvo una importancia muy directa en la introducción de las innovaciones, ya que su gran crecimiento se produjo después de 1780, pero no se le puede negar su efecto multiplicador; las exportaciones, dirá Crouzet, fueron un motor de crecimiento esencial para la economía británica de 1783 a 1802.

No hay que insistir demasiado en la amplitud de las relaciones comerciales de Gran Bretaña, que se extendían por todo el globo. Y, en concreto, el mercado norteamericano, sobre todo después de la independencia de las trece colonias, fue ampliando progresivamente su importancia en las exportaciones inglesas. Pero también en Europa había países que debían claudicar ante la mayor competitividad de la industria británica. Y fuera ya de nuestros límites cronológicos, llegará un momento en que los algodones británicos consigan imponerse hasta en el territorio de su procedencia, la India, compitiendo ventajosamente con los allí elaborados por los métodos tradicionales y arruinando definitivamente la vieja estructura económica de la colonia. Tales fueron los complejos factores que, entremezclados, situaron a Inglaterra a la cabeza de Europa por su producción industrial, de la que el algodón fue, indiscutiblemente, el sector líder y en la que industria metalúrgica y la extracción carbonífera también ocuparon posiciones dignas. En ningún otro país se dio a finales del siglo XVIII una tan feliz conjunción de factores estructurales y coyunturales, económicos y sociales, políticos y culturales... Quizá sólo Francia habría podido, por los recursos de que disponía, llegar a resultados brillantes. Incluso estuvo durante buena parte del siglo por delante de Inglaterra en cuanto a crecimiento económico y productividad. Pero el país, como casi todos en Europa, era más grande, más fragmentado y peor comunicado que Inglaterra, sus rentas estaban mucho más desigualmente repartidas, las supervivencias feudales en el campo impedían cualquier transformación estructural esencial y dificultaban la afirmación de núcleos dinámicos de burguesía rural, las condiciones políticas e institucionales, como es bien conocido, eran muy distintas, los privilegios estamentales eran vigorosos... El Antiguo Régimen estaba mucho más vivo en Francia y, en la misma medida, la modernización estaba lejos.

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