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La escultura egipcia primitiva consiste en una serie de ensayos inconexos, debidos probablemente a gentes de mentalidades distintas y que sólo a comienzos de la I Dinastía comienzan a sentirse absorbidas y conducidas por una corriente cortesana que había de hacerse sentir en todo el país. Ante los fragmentos de tres estatuas iguales del dios Min de Koptos, halladas por Petrie y repartidas entre el museo de El Cairo y el Ashomolean de Oxford, nadie podría vaticinar cuál iba a ser el rumbo de la escultura egipcia. La mayor de ellas mide cerca de dos metros de altura. En rigor, más que estatuas de culto son ídolos de la fertilidad y de la procreación, de cuerpos cubiertos de cazoletas mágicas y en los que sobre todo se exalta el vigor sexual. Entre los fragmentos hay una cabeza rapada, de grandes orejas y barba. No se sabe a cuál de los tres torsos pertenece. Es posible que su rostro no esté tan estropeado como parece, sino que al igual que tantas otras esculturas primitivas utilizadas en ritos de fecundidad, nunca haya tenido rasgos faciales. La figura más antigua que de un faraón se conoce es una estatuilla de marfil procedente de Abydos, conservada el Museo Británico. Mide 8,5 cm de altura. Pertenece a la I Dinastía, pero no sabemos a cuál de sus reyes representa. El faraón lleva la corona del Alto Egipto y un manto de retícula bordada, como el hombre del vestido de red de la protohistoria sumeria. Pero el modo de llevar ese manto, con los extremos cruzados sobre el pecho, indica que se trata del ropaje ceremonial que el faraón se ponía en la fiesta del Sed, cuando se renovaban su juventud y su fuerza.

Tras la delicada limpieza a que la estatuilla ha sido sometida, se ha comprobado que su actitud era la de caminar, lo que explica la leve inclinación de su cabeza, una cabeza rebosante de personalidad no obstante sus reducidas dimensiones, con un prominente mentón y unas orejas grandes, muy despegadas del cráneo. Durante la II Dinastía se hicieron ya por lo menos dos estatuas, una de pizarra y otra de caliza, de su penúltimo faraón, Khasekhem. En ambas está prefigurado el tipo clásico de estatua sedente egipcia. También aquí el faraón viste los indumentos de la fiesta del Sed, pero sentado en un trono de respaldo bajo sobre una peana orlada de enemigos muertos, en bajorrelieve. Las variadas actitudes de éstos son tan expresivas como apuntes de un ballet. En medio de ellos una tétrica inscripción indica quiénes eran esos infortunados: 47.209 enemigos del norte. Esta morbosa complacencia en recordar matanzas desaparecerá, por suerte, de las estatuas posteriores del mismo tipo. Hierakónpolis, Abydos y otros yacimientos de época tinita ofrecen cierto número de estatuillas de marfil y de barro esmaltado que sumadas a estatuas fechadas por inscripciones o por sus rasgos estilísticos nos dan el repertorio de tipos usuales entonces. Uno de los más expresivos es el de la mujer desnuda, con las piernas juntas y los brazos extendidos a lo largo del cuerpo, o uno de ellos cruzado por delante de la cintura. Es interesante observar cómo, en contraste con las figuritas prehistóricas del mismo género, el desnudo suele estar tratado con delicadeza suma, mostrando el que será gusto clásico de Egipto por la mujer delgada.

Este gusto se manifiesta también absolutamente tipificado en las estelas funerarias de Helwan. La figura del prisionero arrodillado y maniatado, muy característica también de esta época de conflictos, se encuentra lo mismo en estatuillas independientes que en soportes de piezas de mobiliario. No es fácil precisar si está sentido como algo vivo, como un cuadro de género inspirado en un tipo de la vida cotidiana, o como un tema de arte áulico, artificioso, como el atlante clásico o el esclavo renacentista. Es evidente que Egipto está dando entonces el paso de lo uno -el arte como expresión popular- a lo otro, el arte como actividad gremial, dirigida desde arriba. Las estatuillas de hombres de pie, con los brazos adheridos a los flancos, visten como única prenda el estuche fálico llamado karnata, que en tiempos posteriores caracterizaba a los libios, y además una especie de bonete o de fez en la cabeza. Así serían los aristócratas oriundos del desierto occidental, si tiene razón Helck. En cambio, algunas cabezas de Hierakónpolis representan a individuos barbados, pero con el bigote afeitado, que más parecen asiáticos que egipcios. Naturalmente quienes defienden que la aristocracia del Egipto faraónico procede de Asia no han dejado de esgrimir estas cabezas en apoyo de su tesis. También durante la II Dinastía, y en la esfera privada, se encuentran estatuas sedentes que, sin ocultar su arcaísmo, se perfilan como puntos de partida de tipos que la época posterior habrán de seguir cultivando y perfeccionando.

Hay que reconocer que pese al interés que tienen las figuras humanas de la época tinita, el virtuosismo de los escultores se manifiesta más claro en las estatuas de animales, lo que revela una vez más que la savia popular aún corre por sus venas. No deja de ser sintomático que la primera gran obra maestra de la estatuaria egipcia sea la figura de un animal: el babuino de alabastro, de 52 cm de altura, del Museo de Berlín. Pese a lo modesto de sus dimensiones, su composición cerrada le da un asombroso tono monumental; y he aquí que además de eso, la estatua exhibe en su peana el nombre de Horus de Narmer, lo que significa que no sólo en el relieve, como ponen de manifiesto la paleta y la maza de este faraón, sino también en la escultura de bulto los artistas áulicos estaban empezando a moldear el que habría de ser lenguaje formal del arte del Egipto clásico. En el orden iconológico hay que advertir que el babuino de Berlín es una probable representación del dios Thot, y que su estampa se hizo tan popular a partir de entonces que sería copiada infinidad de veces por los fabricantes de figuritas de loza. Las figuras de león obedecen a dos tipos: el que pudiéramos llamar de Berlín y el de Koptos. El primero, encamado en una preciosa estatuilla de Berlín, representa al rey de los animales en estado de excitación, abiertas las fauces y echada sobre el lomo la cola; este tipo carece de peana. El segundo lo plasma tranquilo; con la boca cerrada, sentado o acostado en una peana.

Este segundo tipo acabaría por imponerse al primero, que en cambio fue el predilecto de Mesopotamia, cuna de un arte impregnado de sentido trágico como Egipto lo fue de un arte sereno, grave, a veces un tanto melancólico. El león de Berlín resulta tan ajeno al marco convencional de la escultura egipcia, que no han faltado expertos que hayan pretendido trasladarlo al de la sumeria, pero eso no lo consienten ni su procedencia ni el material en que está labrado, un granito moteado muy característico de Egipto. La preferencia por la expresión de serenidad se hace sentir igualmente en las representaciones del hipopótamo: ya en la época de Negade se le representa a veces con sus enormes fauces abiertas. Este tipo nunca fue desechado del todo, pero la época tinita le contrapuso la efigie del hipopótamo tranquilo, como el de una estatuilla de alabastro de la Gliptoteca de Copenhague en la que prevalece una deliciosa nota de buen humor.

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