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Un segundo rey cuyos monumentos guardan mucha relación con los de Escorpión, pero acreditando un mayor grado de madurez, es Narmer. Probablemente fue su sucesor. El nombre de Narmer (=ballena iracunda) se escribe con una ballena y debajo una cuña vertical, algo asimétrica. Sus monumentos más importantes son también una enorme cabeza de maza y una paleta de 64 centímetros de largo, encontradas ambas en el santuario de Hierakónpolis. El rey, que lleva en ellas una vez la corona blanca del Alto Egipto y dos la roja del Bajo, es designado por su nombre, ya con el jeroglífico de éste, ya con el serekh, ya con el nombre de Horus al completo (halcón, fachada de palacio y nombre). Entre otros testimonios encierra especial interés una estatua de un babuino de procedencia desconocida que lleva el nombre de Narmer en su parte inferior. La forma cóncava que tiene el lado superior de su serekh las dos veces que aparece en la paleta es un rasgo epigráfico de gran arcaísmo, demostrativo de que Narmer pertenece a los comienzos de la época protodinástica. Su maza de Hierakónpolis lo representa entronizado, con la corona roja del Bajo Egipto, en un baldaquino semejante al que aparece en épocas posteriores para representar la Fiesta del Jubileo. El buitre de Neith, la diosa del Alto Egipto, extiende sus alas sobre el dosel del baldaquino. Al pie del estrado cumplen su cometido dos portadores de abanicos de palma; detrás, lanceros de la escolta y dos altos funcionarios, los mismos que lo acompañan en la paleta, todos ellos por debajo del serekh coronado por el halcón.

Delante del faraón se ven, arriba de todo, dos bueyes dentro de un cercado, y los cuatro portaestandartes de la escolta de Horus con los mismos estandartes que en la paleta: dos de Horus, uno de Seth y uno de Min. Debajo de ellos una mujer en una silla de manos, unos hombres probablemente maniatados y debajo de éstos la consignación de un copioso botín: 120.000 prisioneros, 400.000 bueyes, 1.420.000 cabezas de ganado menor. A la derecha, como en un cuadro propio, unos antílopes encerrados en un seto y un edificio o pedestal sobre el que se ve una garza, el animal sagrado de la ciudad de Buto, que ya encontramos en el fragmento de la paleta de Escorpión. La paleta de Narmer revela el grado de perfección alcanzado en su tiempo por el relieve egipcio primitivo. Por los dos lados del ático, entre cabezas frontales de Hathor, aparecen el nombre y el palacio del faraón encerrados en una cartela. Es la primera vez que esto ocurre. La cazoleta central, que ha dejado de ser funcional, está formada por los cuellos entrelazados de dos de aquellos monstruos que aparecían en libertad en medio de la fauna salvaje de paletas más antiguas y que ahora aparecen sometidos al dominio del hombre. En uno de los registros inferiores la figura del toro bravo vuelve a encarnar el poder arrollador del faraón; su embestida ha abierto ancha brecha en los muros de una ciudad designada mediante un jeroglífico, mientras un enemigo huye a rastras a los pies del vencedor.

Otros dos fugitivos, de ciudades que también se nombran (el signo de una de ellas es una muralla= Menfis), vuelven la cabeza mientras corren por el otro lado de la paleta. Narmer en persona comparece dos veces, en el anverso como rey del Bajo Egipto, con la corona roja, en compañía de dos magistrados que tienen su nombre al lado. El más retrasado lleva las sandalias del faraón en la mano y un pomo de ungüentos en la otra. Su compañero viste una piel de animal y va precedido por los portaestandartes de la escolta de Horus. Los funcionarios y los estandartes son los mismos que en la maza. Como severo administrador de justicia, el rey ha hecho decapitar a diez prisioneros, cuyas cabezas se encuentran entre los pies de sus cadáveres; en la lucha han debido de intervenir barcos, pues los signos de ellos se encuentran encima del grupo de ajusticiados. En la cara secundaria, la más bella, la figura del rey, ahora como soberano del Alto Egipto y de tamaño mucho mayor, sacrifica con su maza a su prisionero mientras Horus trae atado de la nariz al símbolo del Bajo Egipto, una mata de papiros provista de una cabeza humana. Acompaña al prisionero el signo que indica su pertenencia al cantón del Arpón. El séquito regio está reducido ahora al portasandalias del monarca. Esta paleta, obra maestra en su género, debe ser considerada desde dos puntos de vista, el artístico y el histórico. Desde el primero, revela que pese a toda su perfección, los principios del dibujo y de la composición del dibujo egipcio clásico no se han impuesto aún: los rostros son demasiado cortos, los detalles anatómicos que se realzan, otros, etc.

Hasta el momento de tránsito de la Dinastía I a la II no adquieren las figuras su aspecto familiar, pero los pasos decisivos en esta dirección ya se han dado. Ni Escorpión ni Narmer fueron reyes aceptados como legítimos por el Bajo Egipto; pero estos monumentos suyos -paletas y mazas- conmemoran con impresionante fuerza y claridad las luchas que condujeron a la unificación del país. Esta primera unidad de ciudades, tribus y cantones no sólo sería recordada por las generaciones del futuro como un hecho histórico de tal importancia que se repetiría periódicamente aunque no fuese más que de manera ritual, sino que ya sus testigos presenciales lo valoraron debidamente como algo prodigioso, único y lleno de posibilidades de futuro. Escorpión y Narmer como reyes victoriosos pusieron, según acabamos de comprobar, un empeño asombroso en que quedase memoria bien clara y expresiva de sus gestas, de aquellas acciones que jamás se habían visto ni en Egipto ni en ninguna otra parte del mundo. La gloria de los hechos correspondía en primer lugar a quien los había realizado, al rey. Él era quien había de verse rodeado, por medio de estos monumentos, de una fama y de una gloria imperecederas. Pero la sola representación figurada, por grandiosa y original que fuese, no bastaba; las figuras por sí solas sólo podían representar a un rey en general, a una ciudad cualquiera, a un país cualquiera o a cualesquiera prisioneros o animales capturados como botín.

Lo individual sólo podía expresarse y conservarse mediante la petrificación y el entendimiento de la lengua hablada, esto es, mediante la escritura. De ahí que al encargar su maza, Narmer no se conformase con su representación como rey, con la corona del Bajo Egipto y el buitre de Neith. Sólo añadiendo su nombre personal existía una garantía de que por siempre jamás el mundo se acordaría de quien era él y de lo que había realizado. A diferencia de Mesopotamia, donde la escritura nace al servicio de la administración, para cuentas, rótulos, inventarios, etc., en Egipto lo hace algo más tarde, hacia el 3000 a. C., con un propósito distinto: conmemorar unos hechos y unas personalidades históricas; en primer lugar el hecho de la unificación del país y gesta sobrehumana de sus promotores. Al tiempo que la unificación se constituye, también la divinización de la monarquía. La escritura jeroglífica será la expresión paladina de ambas. Pero la manera como la escritura nace, si bien suficiente para efectos monumentales, no lo era para transcribir con precisión el lenguaje hablado en todas sus formas y matices; determinativos, auxiliares, semiconsonantes, desinencias, etc., quedaban aún por añadir. La Epoca de las Pirámides se encargará de ello. Pero las peculiaridades del arcaísmo se respetaron hasta tal punto, que signos como los de cazuela (nw), vasija (hs. t) y otros conservarán el perfil que les dieran sus creadores, los hombres de la época de Negade Il, cuando ya nadie haga cazuelas ni vasijas de aquellas formas.

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