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El humanista Vives, como Erasmo y Moro eran espíritus profundamente religiosos. Todos los que integraban este mundo de intelectuales, eruditos, filósofos, latinistas, constituían también un universo de hombres preocupados por la renovación de las relaciones entre Dios y el hombre. Como premisa de partida es necesario afirmar que el Dios de los humanistas es ante todo amor, de tal manera que era preciso abandonar la imagen que el cristiano tenía de un Dios airado y terrible, divulgada desde los púlpitos medievales. Para lograrlo los humanistas pensaron que había que cambiar las ideas y las palabras. La primera consecuencia fue la preocupación, aparentemente erudita, por revisar las versiones oficiales de las Sagradas Escrituras. Las nuevas ediciones modificaban notablemente los textos medievales. Una vez conseguido, era preciso dirigir las críticas hacia los que oscurecían las palabras: hacia los teólogos, "hierba pestilente" en palabras de Erasmo, más empeñados en los debates sobre los misterios divinos y sobre los dogmas que en acercar a Dios a los hombres. Frente a sus "sutilezas sutilísimas" los humanistas propusieron una teología, una fe y unos ritos sencillos. Bastarían unos pocos dogmas; establecida la libertad del hombre, la religión sería una cuestión individual ajena a normas; la Iglesia sería una institución que serviría sólo para ayudar a los hombres en su camino de salvación; lo verdaderamente importante sería vivir según el mensaje evangélico, liberado de las formas y fórmulas eclesiásticas, tal como lo habían hecho los apóstoles y los primeros cristianos.

La religión resultante era tan ecléctica, individualista y subjetiva que se reducía a un moralismo basado en el seguimiento del mensaje evangélico de Cristo, dejando la salvación a merced sólo de la fe que vive del amor. Esta inquietud religiosa de los humanistas no era ajena a los ambientes menos intelectualizados. Constituía una nota más del clima que preludió la Reforma. Pero en modo alguno puede atribuírsele causalidad en las conmociones religiosas y espirituales que vivió Europa a comienzos del siglo XVI. Se suele asociar la Reforma a un hombre, Lutero, y a una fecha, el 31 de octubre de 1517, cuando el fraile agustino publicó las 95 tesis sobre las indulgencias. Pero antes de que eso sucediera se propagaron ideas, como las humanistas, y se despertaron sentimientos religiosos, como los de la "devotio moderna", que fomentaron, provocaron e hicieron posible un clima de escisión de la Iglesia católica, apenas deseada ni siquiera por los que exigían reformas. Es decir, antes de Lutero existía ambiente de reforma. Antes de Lutero existían críticas (la de Wycliff, la de Huss, la de Erasmo) sobre los modos de vivir la religión en el seno de la Iglesia. A partir de Lutero y gracias a él se discute la doctrina, la religión misma. En el origen de todo ese proceso, que conduce desde la mera crítica hasta la elaboración por parte de los reformadores de una nueva doctrina, se encuentran tres causas.

En primer lugar, en el origen de la reforma protestante está la disolución del orden medieval, es decir, la ruptura de la unidad política, espiritual y religiosa que lo caracterizaban: la Iglesia, una en la Cristiandad, representada en la unidad de "sacerdotium e imperium". Los cismas medievales y la aparición del sistema de iglesias nacionales dependientes de los poderes seculares representan el preludio de esa quiebra. Al mismo tiempo, el orden medieval favoreció socialmente el clericalismo fundamentado sobre privilegios estamentales y sobre el monopolio cultural de los clérigos, lo cual les confería una superioridad subjetiva sobre los laicos. Cuando el monopolio y la superioridad se rompieron, por la aparición de los círculos humanistas ajenos al clero, se creó una atmósfera antiescolástica y anticlerical que favoreció, como hemos dicho en el epígrafe anterior, el desarrollo de las ideas reformistas. En segundo lugar, en el origen de la Reforma están los abusos morales de algunos Pontífices y del clero. Por abusos se entiende: la negligencia en el cumplimiento de los deberes apostólicos, el afán de placer y la mundanización en las conductas clericales, la excesiva fiscalidad sobre los fieles cuyo único fin era precisamente costear la vida ociosa de los clérigos, el sentido patrimonialista que gran parte del clero tenía de la iglesia, hasta el punto de que muchos clérigos no se sentían como titulares de un oficio, sino como propietarios de una prebenda, en el sentido del derecho feudal, al que iban ligadas algunas obligaciones, no siempre bien observadas.

Y por último, estaba muy extendida la concentración de cargos eclesiásticos (obispados, curatos, capellanías que llevaban aparejada la cura de almas) en una sola mano. Este conjunto de abusos produjo un extenso descontento contra la Iglesia mucho tiempo antes de que estallase la Reforma, pero constituyó un arma eficaz, empleada por los reformadores del siglo XVI, para conquistar las adhesiones populares contra Roma. En tercer lugar, en el origen de la Reforma estaban también algunos factores netamente religiosos, entre los cuales cabe destacar: la falta general de claridad dogmática que afectaba no sólo al pueblo sino a los propios eclesiásticos y la extremada sensibilidad religiosa del creyente que hacía angustiosa la tarea de asegurarse la salvación eterna, más valorada incluso que la existencia terrena. Toda la vida del hombre, desde su nacimiento a su muerte, desde la mañana a la noche, estaba dominada por percepciones y referencias sagradas: aquellos hombres apenas podían definir la frontera entre lo natural y lo sobrenatural, tendían a asegurarse la salvación mediante un sistema abigarrado de protecciones, de abogados celestiales, mediadores de todo tipo y para todas las circunstancias, tan criticado por los humanistas, por supersticioso. La salvación eterna era un asunto tan primordial que el cristiano vivía preparándose cotidianamente para morir, de tal manera que la vida constituía un valor subordinado a la forma de morir. Dicho de otro modo, la vida tendría sentido si se conseguía una buena muerte.

En aquel ambiente la comunicación entre vivos y difuntos era continua. Los que vivían lo hacían pendientes de generar recursos salvadores. Los difuntos que no hubiesen obtenido la gracia del cielo directamente se beneficiaban de las misas y sufragios encargados por los vivos, que les ayudarían a abreviar la cita previa al cielo, el purgatorio. Las indulgencias, que concedía la Iglesia, eran para quien las conseguía y las acumulaba una manera de remisión de penas en el purgatorio. Eso explica la demanda (espiritual y material) de ese tesoro administrado por el Papa, quien lo explotaba a través de las órdenes religiosas, los párrocos, etc., pues las indulgencias las compraba el cristiano. Se facilitaban ganancias de indulgencias a cambio de un donativo. Eso generó la avidez de algunos, más atentos en financiar sus lujos, y la obsesión de otros, empeñados en acumular días, meses o años de perdón para asegurarse el tránsito hacia el cielo. La Curia romana, insaciable en obtener dinero para la hacienda pontificia, se atrajo con este sistema la antipatía y el odio hacia el Papado, un factor nada despreciable si deseamos explicar el clima reformista de principios del siglo XVI. Este desprestigio del Pontífice de Roma se había ido fraguando con el tiempo. A lo largo de la Baja Edad Media hubo momentos en los cuales los cristianos asistían atónitos y perplejos a la presencia simultánea al frente de la Iglesia de dos Papas (uno en Roma, otro en Aviñón) lo que producía un desconcierto sobre la legitimidad, la autoridad y la infalibilidad de uno o de otro, al mismo tiempo que las ponía en entredicho.

Su consecuencia fue el fortalecimiento de la teología conciliar y de las opiniones conciliaristas, la convicción de que la interpretación de la verdad, la emisión de las normas y la capacidad suprema de decisión correspondían a los concilios generales, verdaderos representantes de la Iglesia y capacitados para juzgar al Pontífice falible. Sólo el Concilio V de Letrán (1512-1517) sometió tales teorías, pero no cabe duda de que éstas contribuyeron decisivamente a la ruptura de la Cristiandad. El ambiente en el que triunfó la Reforma estaba dominado de un fuerte sentimiento apocalíptico. Todos en Alemania y en gran parte de Europa estaban convencidos de que el fin de los tiempos estaba inmediato. El fin del mundo vendría acompañado de la visión del Anticristo y de su breve reinado, del triunfo de Cristo y del juicio final. El conjunto se convirtió en arma de combate y en instrumento de propaganda eficaz de los predicadores y reformadores, para quienes el Anticristo estaba encarnado en el Papado y reinaba en Roma. Lutero y los alemanes se sintieron dominados por la obsesión del último día, por la obsesión de la necesidad de instauración de una Iglesia nueva. Para obtener la certidumbre necesaria había que dirigirse a la suprema fuente de revelación, la Sagrada Escritura, evitando intérpretes falibles y poco autorizados. La imprenta, los humanistas, los predicadores y los catequistas del pueblo analfabeto multiplicaron la necesidad de recurrir a la Biblia, inspiradora de todos los reformadores.

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