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La sucesión de Carlos V por Felipe II supuso para los Países Bajos la dependencia de un monarca extranjero y de la política española. Sin embargo, los problemas no nacieron ahora. La penetración del luteranismo desde 1518 provocó la represión del emperador, que inició su persecución por todos los medios. El particularismo político y fiscal de estas provincias, descontentas con una política imperial que en buena parte financiaban ellas, se manifestó en una clara resistencia desde los años treinta. La hábil política de la gobernadora María de Hungría impidió que los asuntos pasaran a mayores, pero el apego a las libertades del país y la expansión del calvinismo desde mediados de siglo explican la oposición posterior al gobierno español. Las necesidades financieras crecientes de la Monarquía española, que terminan obligando a la primera bancarrota, llevaron a Felipe II a intentar conseguir de los Países Bajos la mayor cantidad de impuestos, a pesar del conocimiento directo que poseía de sus circunstancias, debido a haber residido allí desde 1556 a 1559. Para ello tuvo que utilizar métodos de gobierno más absolutos que los hasta ahora existentes. A incrementar el malestar se unió la ofensiva católica contra el calvinismo y la propagación del anabaptismo, lo que se reflejó en la creación de 14 obispados y tres arzobispados (1559). La nueva gobernadora, Margarita de Parma, hija natural del emperador, y su principal consejero, Antonio Perrenot de Granvela, cardenal-obispo de Malinas, se enajenaron la voluntad de la alta nobleza, que vio reducida su importancia y desoídas sus peticiones de tolerancia religiosa, autonomía política y retirada del ejército español.

Como consecuencia, en 1566 se iniciaron los primeros disturbios, de gran agresividad anticatólica. La respuesta fue el envío, en 1567, del duque de Alba, al mando de un gran ejército, con la misión de aplastar la oposición política y religiosa desde su cargo de nuevo gobernador. La ejecución de los principales cabecillas, los condes de Egmont y Horn, el 5 de junio, fue continuada por el enjuiciamiento por parte del "Tribunal de los Tumultos" o "Tribunal de la Sangre", con poderes absolutos para la represión de la herejía y la disidencia política y presidido por el propio gobernador, de 12.000 personas y la condena de más de 1.000, en los años siguientes. Guillermo de Orange abanderó la rebelión, reclutando un ejército en Alemania, con el que inició los ataques en 1568. El Sur permaneció fiel a Alba, sin rastros de rebelión popular, pero en el Norte la insurrección se generalizó y los piratas de aquellas provincias, los "gueux" o mendigos del mar, atacaron las costas y obstaculizaron las comunicaciones con la Península Ibérica. Ante su fracaso frente a los rebeldes del Norte, el duque de Alba fue sustituido en 1574 por don Luis de Requesens, proclive a los métodos moderados, aunque sin variar los objetivos. Aun así, las dificultades no se aminoraron: los motines del ejército español, impagado, se repetían, mientras se multiplicaban las revueltas y los calvinistas del Norte se hacían fuertes. En 1576, Holanda y Zelanda se dieron un poder político y militar único, que entregaron a Guillermo de Orange.

En noviembre, los católicos del Sur y los calvinistas del Norte llegaron a un acuerdo, la Pacificación de Gante, por el que exigían la retirada de las tropas extranjeras. En ese mismo año fecundo de hechos, don Juan de Austria se convirtió en el nuevo gobernador. Por el "Edicto Perpetuo" de 1577, impuesto por los Estados Generales, aceptaba la mayor parte de las reivindicaciones de los rebeldes, iniciando la evacuación de su ejército. Sin embargo, la pervivencia de la oposición le llevó a volver a la línea dura y solicitó más tropas. En 1578, los refuerzos militares enviados al mando de Alejandro Farnesio se impusieron al ejército de los Estados Generales. La inesperada muerte de don Juan de Austria este año convirtió en gobernador a Farnesio, que fomentó la división entre el Norte, calvinista y democratizante, y el Sur, católico y nobiliario. Por la Unión de Arras de 1579 las provincias del Sur (Artois, Henao y Douai) reconocieron el poder real y la fe católica y poco después el gobernador prometía el respeto a las libertades tradicionales. Las siete provincias calvinistas del Norte (Holanda, Zelanda, Frisia, Güeldres, Utrecht, Overijsel y Groninga) se confederaron en la Unión de Utrecht (1579), oponiéndose a la soberanía española y declarándose independientes. En los años siguientes, Farnesio deshizo la conspiración de Orange, Isabel I y el duque de Alençon, hermano del rey de Francia, para deponer a Felipe II y se impuso militarmente sobre los focos de resistencia del Sur, conquistando Bruselas y Amberes (1585), aunque el Norte resultó inexpugnable. Llegados a este punto de equilibrio militar, lo que podía desnivelar la balanza era la guerra marítima y de ahí la importancia de Inglaterra para ambos contendientes.

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