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Eco-Soc XVI

Desarrollo


Pero, ¿cuáles eran estos agentes tradicionales de mortandad catastrófica? "A bello, peste, et fame, libera nos, Domine". Esta expresiva jaculatoria, puesta frecuentemente en boca de los afligidos habitantes de un mundo a merced de las plagas, encierra una trágica trilogía de factores de mortalidad extraordinaria, que a menudo aparecían en estrecha dependencia. La estructura demográfica europea se caracterizaba por presentar un alto índice de mortalidad ordinaria, que comprometía seriamente las posibilidades de crecimiento vegetativo. Si éste arrojaba balances anuales escasamente favorables era porque la mortalidad resultaba compensada por tasas también altas de natalidad, que se situaban en torno al 40 por 1.000 anual. Pequeños saldos positivos acumulados podían provocar períodos de crecimiento. El punto álgido, no obstante, venía siempre determinado por los límites de los recursos alimenticios, condicionados a su vez, en último extremo, por las alternativas de las cosechas y por la reducida potencialidad productiva propia del bajo grado de desarrollo técnico. Aquellos débiles saldos vegetativos favorables se volvían con relativa frecuencia negativos en años calamitosos. Periódicamente las malas cosechas y las epidemias se encargaban de reequilibrar los excedentes de población. Este mecanismo de autorregulación resulta característico en la estructura demográfica de tipo antiguo. Malas cosechas y enfermedades epidémicas aparecían a menudo de la mano, señalando un fatídico ciclo.

La debilidad de la producción y la pobreza de la población impedían la existencia de mecanismos eficaces de previsión de las crisis alimenticias. Las cosechas, en el marco de una agricultura de reducidos horizontes técnicos, dependían dramáticamente de las alternativas climatológicas. Sequías, lluvias excesivas o heladas podían dar al traste con las expectativas de recolección. Las áreas excedentarias no contribuían sino muy difícilmente a equilibrar con exportaciones de alimentos las carencias de las zonas en crisis, ya que los transportes resultaban caros y dificultosos. El hambre era la secuela inevitable de un período más o menos prolongado de malas cosechas. La carestía de los productos alimenticios de primera necesidad, cuya demanda era inelástica, constituía la inmediata respuesta del mercado a la escasa oferta. Gran parte de la población, mayoritariamente depauperada o de limitados recursos, se veía imposibilitada de acceder a unos alimentos escasos y caros. El deterioro de una dieta ya de por sí regularmente pobre determinaba el debilitamiento biológico de la población, cuyas defensas naturales contra las enfermedades infecciosas quedaban muy mermadas, aumentando su receptividad a los agentes patógenos contagiosos. El desarrollo de epidemias, a menudo mortíferas, acompañaba a las hambrunas. El ciclo fatal se cerraba cuando la mortalidad epidémica provocaba una grave contracción de la mano de obra agraria, desorganizando la producción en el campo, disminuyendo la capacidad productiva de la sociedad afectada y limitando así las esperanzas de recuperación.

Junto a la peste bubónica, la patocenosis de la época incluía otras enfermedades infecciosas de mortales consecuencias, como la viruela, la malaria o el tifus. Por su parte, la guerra actuaba también como un factor perturbador de la dinámica natural de la población, no tanto por la mortalidad directa consecuencia de las batallas como por sus efectos secundarios. La violencia de los saqueos, la destrucción de cosechas o su expropiación para mantener los ejércitos, la precariedad de las condiciones de vida en las ciudades asediadas o las nefastas condiciones higiénico-sanitarias de los campamentos que levantaban las tropas en campaña podían activar, con relativa facilidad, los otros mecanismos de crisis: hambre y epidemias. Se suele admitir que los ejércitos provocaban más muertes por las enfermedades que dejaban a su paso en sus continuos desplazamientos que por las heridas inferidas en los combates. Junto a estos elementos de mortalidad extraordinaria existían otros factores que obstaculizaban un rápido crecimiento de la población. La mortalidad ordinaria era elevada, entre un 25 y un 35 por 1.000 anual. Ello era consecuencia de las malas condiciones de vida y del escaso grado de desarrollo de la medicina, que dejaba a la sociedad en gran medida inerme ante los estragos de la enfermedad. Particularmente grande era la mortalidad infantil. Entre 150 y 350 de cada 1.000 nacidos perecían en el transcurso del primer año de vida. Apenas la mitad del total, en el mejor de los casos, alcanzaba la pubertad.

Todo ello hacía que la esperanza de vida fuera baja, tanto en el siglo XVI como en los siguientes, situándose por término medio entre los veintitrés y los treinta años, aunque con ligera tendencia a aumentar. El régimen de nupcialidad también es otro de los condicionantes del crecimiento demográfico. La mejoría relativa de las condiciones materiales en la segunda mitad del siglo XV y en la primera del XVI pudo influir en un coyuntural descenso de la edad media de acceso al matrimonio, pero en muchos lugares de Europa ésta continuó siendo elevada, ya que el casamiento se supeditaba a la existencia de una fuente de ingresos estable. En frase muy citada de Pierre Chaunu, el retraso de la edad de matrimonio constituyó la verdadera arma contraceptiva de la Europa clásica. Por otra parte, el celibato permanente constituía una realidad bastante extendida.

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