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Aunque pudo detener o retrasar el proceso de constitución del Estado, la guerra fue una de las claves de su consolidación. Las monarquías siempre necesitaron una fuerza militar poderosa para imponerse a rivales exteriores y obstáculos interiores, pero la existencia de ejércitos estables y numerosos sólo fue posible con el perfeccionamiento de las estructuras políticas y fiscales de las grandes monarquías. La ineficacia de los ejércitos de origen feudovasallático y los ejércitos nacionales (levas en mesa) convirtieron el siglo XIV en la época dorada de los ejércitos contractuales de mercenarios -routiers, almogávares...-, protagonistas del desprestigio de la caballería feudal en espectaculares batallas como Crecy (1346), Poitiers (1356), Nájera (1367) Aljubarrota (1385) o Agincourt (1415). La falta de control sobre los mercenarios condujo a la creación de ejércitos permanentes al servicio directo del rey. En Francia Carlos VII promulgó la Gran y Pequeña Ordenanzas (1445), por las que creó un ejército de rasgos modernos equilibrando el uso de infantería, caballería y artillería en las "Compañías de Ordenanza" (veinte). En la Península sólo los reyes de Castilla tuvieron los recursos humanos y económicos necesarios para crear un ejército moderno similar al francés. Su construcción se inició a partir del cuerpo de Guardas reales creado durante el reinado de Juan II (1406-1454), pero fueron los Reyes Católicos quienes confeccionaron una poderosa maquinaria bélica que tras ser puesta a punto en la guerra de Granada estuvo en condiciones de importar a Europa la voluntad política de la monarquía hispánica durante más de un siglo.

El desarrollo de la artillería fue clave en la evolución de la guerra bajomedieval. Además de explicar el desenlace de prolongados conflictos -Guerra de los Cien Años (1430-1453), conquistas de Constantinopla (1453) y Granada (1482-1492)-, la artillería acabó con la concepción defensiva de la guerra feudal e inició la guerra ofensiva de movimientos. Además, su enorme costo restringió la guerra a las grandes monarquías, contribuyendo al fortalecimiento del Estado. La diplomacia perseguía los mismo fines que la guerra, pero por otros medios. Desde 1300 existieron precedentes no permanentes (legati, missi, nuncii, oratores, ambasciatores), pero sólo desde mediados del siglo XV comenzaron a consolidarse las embajadas permanentes en Italia, aunque la generalización se produjo a fines del siglo XV en todo Occidente al calor de la consolidación de los Estados.

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