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Entre 1365 y 1389 el horizonte geográfico de la Guerra de los Cien Años se amplió a toda Europa occidental. La entrada de los reinos hispánicos en el conflicto respondió a la proyección del conflicto anglo-francés sobre los contenciosos internos peninsulares, pero también a la condición de grandes potencias que los reinos peninsulares -sobre todo Castilla- habían alcanzado a mediados del siglo XIV. El caballeresco Juan II de Francia murió en 1364. Su hijo Carlos V (1364-80), enfermizo, culto y más burócrata que guerrero, fue un brillante político que supo escoger colaboradores capaces -los nobles Felipe de Borgoña (1365) y Flandes (1384) y Luis de Anjou; los teóricos Raúl de Presle, Felipe de Mézieres y Nicolás de Oresme; y los militares Bertrand du Guesclin y Juan de Vienne- con los que ejecutar con éxito un proyecto político concreto: la revisión del tratado de Brétigny. Esta labor comenzó pronto. La crisis sucesoria de Borgoña permitió a Carlos V eliminar del escenario político a Carlos el Malo, derrotado en la batalla de Cocherel, aunque no pudo impedir la independencia de Bretaña (1364). Libre de Carlos II, en 1365 Carlos V debía evitar el azote de las bandas de "routiers" desempleadas tras la paz. La situación de la Península Ibérica le brindó la oportunidad de planear una atrevida solución. A mediados del siglo XIV, la Castilla de Pedro I (1350-1369) y la Corona de Aragón de Pedro IV el Ceremonioso (1336-1387) iniciaron la carrera por la hegemonía peninsular.

Esta lucha culminó en la llamada Guerra de los dos Pedros (1356-1365), donde quedó de manifiesto que la Corona de Aragón -con menor población y recursos, y muy afectada por la Peste Negra- no podía resistir la superioridad política, económica y militar de Castilla ni en tierra ni, por primera vez, tampoco en el mar (ataque naval castellano a Barcelona en 1359). Para debilitar a su rival, Pedro IV había apoyado desde 1356 la rebelión de la nobleza castellana dirigida (desde 1354) por el infante Fernando de Aragón y, después, por el conde Enrique de Trastámara y sus hermanos, hijos bastardos de Alfonso XI. La revuelta, consecuencia de la dura política autoritaria de Pedro I -de aquí su sobrenombre de Cruel y Justiciero-, acabó con la oposición nobiliaria diezmada o expulsada. La victoria real hizo que los Trastámara, refugiados en Francia, proyectaran el destronamiento de Pedro I, al que acusaron de cruel, tirano y amigo de judíos y musulmanes. Otra de las claves de esta situación era la posición de Castilla respecto al conflicto anglo-francés. Mediante una política de neutralidad activa, Alfonso XI había querido compaginar la tradicional alianza con Francia -establecida desde Sancho IV y apoyada por la nobleza y el clero-, con el interés de la emergente marina castellana en la alianza con Inglaterra, única potencia naval capaz de garantizar la seguridad de las rutas comerciales con Flandes.

La francofilia final de Alfonso XI había provocado la reacción inglesa en Winchelsea (1350). Desde 1353 Pedro I se inclinó definitivamente por la alianza con Inglaterra en beneficio de los marinos vasco-cantábricos. El agitado panorama peninsular propició la confluencia de diferentes intereses. Pedro IV de Aragón quería aliviar el peso de la hegemonía castellana y los Trastámara necesitaban a las expertas compañías francesas para derrocar a su hermanastro. Por su parte, Francia necesitaba neutralizar la peligrosa alianza anglo-castellana, obtener el apoyo naval de Castilla y eliminar la molesta presencia de los "routiers". A sugerencia de Pedro el Ceremonioso y la nobleza trastamarista, Carlos V decidió intentar una solución compleja y ambiciosa: sustituir un rey anglófilo -Pedro I- por otro francófilo -Enrique de Trastámara-. A finales de 1365 la revuelta castellana se internacionalizó. Con apoyo de Carlos V y Pedro IV, Enrique de Trastámara invadió Castilla junto a los "routiers" de las "Compañías Blancas" francesas de Du Guesclin, y con el apoyo de la nobleza fue coronado como Enrique II (1365-1379). Pedro I, con respaldo portugués y nazarí pero casi solo en Castilla, huyó a Guyena y pidió ayuda al Príncipe Negro, señor de Aquitania. Ambos acordaron el tratado de Libourne (septiembre-1366). Eduardo de Gales se comprometió a restaurar a Pedro I a cambio del señorío de Vizcaya, y Carlos II el Malo dejaría pasar a las tropas anglo-gasconas a cambio de Guipúzcoa, Álava y parte de la Rioja.

La Península se convirtió en el nuevo teatro de operaciones de los ejércitos anglofranceses. A principios de 1367 el Príncipe Negro y Pedro I entraron en Castilla y derrotaron a los trastamaristas en la espectacular batalla de Nájera (3-abril). El rey Cruel recuperó el trono, pero se negó a cumplir el tratado de Libourne. Sin apoyo inglés, Pedro I no pudo oponerse a una nueva invasión francesa planeada por Carlos V y dirigida por Enrique II y Du Guesclin. Durante esta campaña, la alianza franco-castellana, destinada a durar un siglo, quedó suscrita en el tratado de Toledo (1368). Los trastamaristas derrotaron a Pedro I en Montiel, donde murió a manos de su hermanastro en marzo de 1369. La victoria de Enrique II supuso el triunfo de la gran estrategia de Carlos V, que desde entonces podría contar con la alianza de Castilla en su lucha contra Inglaterra. Entre 1369 y 1375 la política de "mercedes enriqueñas" con la nobleza, su capacidad militar y el equilibrio entre nobleza y Cortes permitieron a Enrique II asegurar la integridad territorial de Castilla frente a una coalición peninsular antitrastamarista (Aragón, Portugal, Navarra y Granada), garantizar su hegemonía ibérica y legitimar diplomáticamente la nueva dinastía mediante sucesivos tratados y acuerdos matrimoniales (Portugal y Navarra en 1373, Aragón en 1375). Con el apoyo de Castilla, en 1369 Carlos V se encontró en condiciones de exigir la revisión de los tratados de Bretigny.

Iniciada la guerra, sus eficaces medidas militares (reparación de fortificaciones, pagos regulares a tropas, promoción de mandos competentes) permitieron resistir la embestida inglesa sobre Artois y Normandía e infligir la primera derrota campal al ejército inglés en Pontvallain (1370). Entre 1369 y 1374 Du Guesclin y el duque Luis de Anjou recuperaron la mayor parte de lo perdido en 1360 mediante una eficaz guerra de desgaste. En 1372, año crucial, Carlos V pudo contar por primera vez con la colaboración militar de Castilla, decidida a quebrar la hegemonía naval de Inglaterra: el 23 de junio la flota castellana derrotó a la inglesa a la altura de La Rochelle, victoria que abrió un periodo de predominio castellano en el Atlántico Norte que se extiende prácticamente hasta la derrota de la Armada Invencible en 1588 (Hillgarth). Carlos V prosiguió la reconquista francesa ocupando Poitou, Saintonge, Angumois y Bretaña. La vejez de Eduardo III y la enfermedad del Príncipe Negro elevaron al primer plano a Juan de Gante, hijo del rey y duque de Lancaster. Este concibió una ambiciosa cabalgada que acabaría con el bloque franco-castellano. Atravésaría Francia para derrotar a Carlos V, luego invadiría Castilla y allí sería entronizado como esposo de Constanza, hija de Pedro I y heredera legitima del trono castellano. Esta empresa (junio/diciembre 1373) fue un absoluto fracaso debido a la tácticas evasivas dirigidas por Du Guesclin.

A ello se sumaron las depredaciones de las flotas castellano-francesas en las costas inglesas del Canal (1373-1374). El agotamiento general condujo a las treguas de Brujas (1375). Eduardo III, humillado en la guerra, aceptó la única posesión de Bayona, Burdeos, Calais y Cherburgo. Francia había recuperado el equilibrio de la guerra y, por primera vez, Inglaterra era la vencida. Entre 1377 y 1383 el eje franco-castellano supo mantener la hegemonía militar lograda desde 1369. Carlos II el Malo fue derrotado en su última aventura y Navarra quedó convertida en un protectorado militar castellano en el tratado de Briones (1379). Poco después, la flota castellana remontó el Támesis e incendió el arrabal londinense de Gravesend, culminando su superioridad naval en el Atlántico (1381). Y con apoyo naval castellano, Francia aplastó la revuelta de Flandes en la batalla de Roosebeke (1382). Por su parte, Inglaterra sólo obtuvo una victoria parcial en Bretaña, que se garantizó su independencia en 1381. Durante este periodo varias circunstancias redujeron la tensión de la guerra e hicieron presagiar su pronto final: el comienzo del Cisma del Pontificado (1378); la revuelta de los "tuchins" en Languedoc (1378); una nueva sublevación flamenca dirigida por Felipe van Artewelde -hijo de Jacobo- (1379); la revolución de la "Poll-tax" en Inglaterra (1381); y las revueltas de la "herelle" de Rouen y de los maillotins" de París (1382).

Este ambiente de crisis social coincidió con un verdadero relevo generacional (Contamine) en Occidente. Las muertes del Príncipe Negro (1376), Eduardo III (1377), Enrique II (1379), Carlos V y Bertrand Du Guesclin (1380) dejaron paso a Ricardo II de Inglaterra (1377-1399), Juan I de Castilla (1379-1390) y Carlos VI de Francia (1380-1422). En 1383 se abrió para Inglaterra una inesperada oportunidad de romper el bloque franco-castellano con la crisis sucesoria surgida a la muerte de Fernando I de Portugal (1367-1383). Juan I de Castilla (1379-1390), casado con la heredera portuguesa Beatriz, reclamó el trono apoyado en el partido nobiliario procastellano de la regente Leonor Téllez, segunda esposa del difunto monarca. La amenaza de una anexión castellana polarizó rápidamente Portugal. Juan I fue apoyado por gran parte de la alta nobleza y rechazado por la burguesía mercantil de las ciudades atlánticas, la burguesía rural, el pueblo y la nobleza lusa enemiga de la regente, que se situaron tras Juan, bastardo real y maestre de Avis. La cuestión dinástica alcanzó enseguida connotaciones de guerra civil y revolución burguesa cargada de tintes nacionalistas. En 1384 Juan I quiso forzar la situación, pero fracasó en el asedio de Lisboa. A principios de 1385 las cortes de Coimbra apoyaron la entronización de Juan I de Avis (1383-1433), es decir, un nuevo cambio dinástico inscrito en el contexto del gran conflicto anglo-francés.

La postrera ofensiva castellana fue aplastada por Juan de Avis en la batalla de Aljubarrota (14-agosto-1385) gracias a los refuerzos ingleses enviados por Juan de Gante. Esta victoria aseguró la independencia portuguesa frente a Castilla y debilitó la hegemonía franco-castellana. La victoria de Aljubarrota llevó a Juan de Gante a reintentar un nuevo asalto al trono castellano. En julio de 1386 desembarcó en Galicia dispuesto a reanimar los focos petristas (emperegilados) y proclamarse rey. Pero tampoco esta aventura tenía posibilidades de éxito, pues Juan I contaba con el apoyo de sus súbditos -cortes de Valladolid (1385) y Segovia (1386)-, con la neutralidad de Aragón (en paz con Castilla desde la paz de Almazán de 1375) y Navarra (desde la paz de Briones de 1379) y con una nueva colaboración militar francesa. Juan de Gante quedó aislado en un país hostil y la desorganizada ofensiva inglesa con apoyo portugués quedó estancada en León. Como en Portugal, también en Castilla esta invasión excitó unos primarios sentimientos nacionalistas. El empantanamiento de la guerra en Castilla coincidió con el agotamiento bélico de franceses e ingleses, incapaces de dar el giro definitivo a su enfrentamiento. En 1388 se avanzó hacia la paz en las treguas de Bayona, que pusieron fin al conflicto dinástico castellano iniciado en 1366: Juan de Gante renunció al trono de Castilla a cambio de una fuerte suma y una renta anual; Juan I casó al futuro Enrique III con Catalina, hija del duque de Lancaster y nieta de Pedro I -para los cuales creó el título de Príncipes de Asturias-, uniéndose definitivamente las dinastías trastamarista y petrista enfrentadas desde 1354. Finalmente, las treguas de Leulinghen-Monçao (1389) entre Francia, Inglaterra, Castilla, Escocia, Borgoña y Portugal aseguraron el fin de las hostilidades en todos los frentes. El agotamiento general abrió un largo periodo de distensión que se prolongaría durante dos décadas.

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