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Renacimientocultural

Desarrollo


El incontestable desarrollo de las universidades y de sus maestros, convertidos en una nueva categoría social distinta a la de los "oratores", conducía sin embargo a la independencia respecto a Roma y, más en general, respecto a la fe, con lo que el conflicto resultaba inevitable. Ni ideológica ni institucionalmente la Iglesia podía permitir que la corporación universitaria llegase tan lejos. Lo que estaba en juego no era un simple problema corporativo, sino la validez misma del modelo de Cristiandad asentado a lo largo de los siglos XI al XIII. Las modalidades de este conflicto fueron prácticamente simultáneas y se dieron en multitud de lugares, si bien fue en París, cabeza de todas las universidades europeas, donde alcanzaron su máximo desarrollo. Desde el punto de vista corporativo la querella se hizo inevitable con la llegada de los mendicantes a la Universidad. Al principio, franciscanos y dominicos fueron bien acogidos por los maestros seculares. Pronto, sin embargo, surgieron los problemas con la progresiva implantación de los frailes en aulas y puestos de responsabilidad. A mediados del siglo XIII la mayoría de cátedras de teología estaban ya en sus manos. La reacción de los maestros no se hizo esperar, alcanzando entre los años 1251-1256 su mayor virulencia, si bien hasta 1290 no se pudo dar por definitivamente zanjado el problema. Solventado en Francia, volvería a plantearse sin embargo en otros lugares.

Así, por ejemplo, en Oxford, entre los años 1303-1320 y 1350-1360. Portavoz de los maestros seculares fue Guillermo de Saint-Amour, quien en su aspereado panfleto "De periculis novissimorum temporum", escrito en 1252, señaló acertadamente el grave peligro que para el futuro de la Universidad y para ellos mismos como grupo suponía la consolidación de los mendicantes. Guillermo de Saint-Amour acusaba en efecto a franciscanos y dominicos de defender sólo los intereses pontificios. Su indiferencia ante el problema del salario, su incomprensión de los derechos de secesión y huelga y, en general, su desprecio por los estatutos y por todo aquello que significase la defensa de la autonomía universitaria, colocaban a los mendicantes fuera del espíritu de la corporación. Franciscanos y dominicos, ni eran verdaderos universitarios, ni siquiera podían considerarse intelectuales. No vivían del producto de su saber, por lo que no cabía calificarles de trabajadores del intelecto. La apelación a los estatutos, conculcados en el espíritu como en la letra por los frailes, dio una victoria pírrica a los clérigos seculares, al obtener de Inocencio IV en 1254 la bula "Etsi Animarum", que recortaba los privilegios de aquellos. Al año siguiente, sin embargo, el nuevo pontífice Alejandro IV, antiguo cardenal protector de los franciscanos, anulaba la bula y promulgaba en su lugar la "Quasi Lignum Vitae", que daba por completo la razón a los mendicantes.

Tras la condena oficial de Guillermo de Saint-Amour y de sus escritos, la querella se fue envenenando al mezclarse con el conflicto, mucho más general, que enfrentaba a clérigos seculares y regulares. Nuevos líderes del partido universitario como Gerardo de Abbeville y Nicolás de Lisieux volvieron a cargar contra los mendicantes utilizando toda clase de argumentos. Sin embargo, el tiempo jugaba a favor de sus oponentes, pues cualquier revés circunstancial era rápidamente subsanado por el incondicional apoyo pontificio. El concilio de París de 1290 significó el definitivo fracaso de los seculares. En sus sesiones, el cardenal legado Benito Gaettani, futuro Bonifacio VIII, tras ridiculizar la pretendida sabiduría de los maestros y recordar la sumisión de la razón a la fe, confirmó pare siempre las prerrogativas de los mendicantes. De él eran estas significativas palabras: "La corte de Roma, antes que revocar el privilegio, destruirá la Universidad de París". Lejos de limitarse a la institución universitaria o a sus miembros, la Santa Sede quería controlar también sus conciencias, conocedora como era del enorme poder de las ideas. Dirigir a la Universidad en función de los intereses pontificios resultaba absurdo si se la permitía al mismo tiempo una absoluta libertad de opinión y por lo tanto de crítica. Desde el punto de vista histórico esta amenaza se concretó en la autonomía de la razón respecto de la fe o, lo que es lo mismo, en la valoración de la obra de los filósofos por encima de la concedida a la Biblia.

Doctrinalmente hablando, esa amenaza no podía encarnarse sino en Aristóteles y su principal comentarista, Averroes. Las reticencias de la Iglesia a las obras del filósofo griego coincidieron prácticamente con su recuperación en Occidente. En fecha tan temprana como 1210, la Universidad de París prohibió ya la enseñanza de la "Física" y "Metafísica" aristotélicas, prohibición que renovó en 1215, 1228, etc. Sin embargo, la actitud eclesiástica distó mucho de ser unánime. La muy ortodoxa Universidad de Toulouse basó conscientemente parte de su éxito en la libre enseñanza de los escritores condenados en París, atrayendo a parte de su alumnado. La prohibición alcanzó pronto el nivel de lo paradójico sin embargo, pues en la misma Universidad de París, los libros aristotélicos censurados figuraban obligatoriamente en los planes de estudios. La amenaza representada por Aristóteles y Averroes era sin embargo muy real. A pesar del interés del dominico santo Tomás de Aquino (muerto en 1274) por cristianizar la obra del Estagirita, fue surgiendo desde mediados del siglo XIII una corriente aristotélica radical, conocida generalmente como averroísmo latino. Los averroístas, cuyos principales líderes eran los maestros parisinos Siger de Brabante (muerto en 1284) y Boecio de Dacia, se autodenominaban filósofos, para diferenciarse de los teólogos y, aunque consideraban ser fieles a la ortodoxia, gustaban de oponer el dogma a la razón postulando, de acuerdo con Averroes, la teoría de la doble verdad: una adecuada a la fe y otra al intelecto.

Al lado de esta doctrina los averroístas defendían tesis igualmente polémicas: la eternidad del mundo, negadora de la creación; el concepto de Dios como causa final, que no eficiente de las cosas y la unidad del intelecto agente, que negaba la existencia de almas individuales. La polémica llegó a su cenit en 1270, cuando los maestros adscritos a la ortodoxia promovieron la condena de sus oponentes, lo que lograron al fin gracias a la intervención del obispo de París, Esteban Tempier. Tras la muerte de santo Tomás, y desaparecida con él la posibilidad de un aristotelismo cristiano, las condenas arreciaron. En 1277, de nuevo Esteban Tempier, de común acuerdo con el dominico y arzobispo de Canterbury Roberto Kilwardby, condenaron como heréticas un total de 219 proposiciones, entre las que se contaban, junto a las propiamente averroístas y aristotélicas, otras debidas a santo Tomás. Aunque algún maestro ortodoxo como Godofredo de Fontaines hizo notar pronto la heterogeneidad de la serie, la derrota del partido averroísta fue inevitable. Por el contrario, la condena, al menos parcial, del pensamiento tomista raramente se acató. Los más favorables a hacerlo fueron sin duda los franciscanos, que llegaron a desaconsejar públicamente el uso de la "Summa Theologica". En cambio los dominicos pusieron muy pronto en cuestión la condena de 1277. El levantamiento de dicha condena se consiguió al fin en 1323, coincidiendo con la canonización por Juan XXII de santo Tomás.

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