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Monarquías occidenta

Desarrollo


A la muerte de Felipe Augusto en 1223 sucede el breve pero fructífero reinado de Luis VIII. El nuevo monarca no carecía de experiencia política ni militar. En La Roche-Aux-Moines -en las vísperas de Bouvines- y en menor grado en su aventura inglesa de meses después, había mostrado su valor en el campo de batalla. Una vez elevado al trono confirmó las buenas perspectivas. En 1224 eliminó la presencia inglesa en el Poitou y el Aunis. Meses después se embarcaba en la cruzada contra los albigenses con lo que la casa real Capeto reforzaba su interés por los asuntos del Midi. En 1226 el ejercito real conquistaba Aviñón pero Luis VIII moría al poco tiempo. Luis VIII dejaba a un menor como heredero del trono -Luis- y otros vástagos a los que se dotó con importantes "apanages": a Roberto se le otorgaba Artois, a Alfonso, Poitou y Auvernia, y a Carlos, Anjou y Turena. La regencia fue ejercida por la reina viuda Blanca, una princesa castellana hija de Alfonso VIII. A esas alturas nadie discutía el sistema de sucesión aunque sí el procedimiento de gestionar el gobierno durante la minoridad del rey. Un grupo de nobles encabezado por Teobaldo IV de Champaña y por Pedro Mauclerc, consorte de la duquesa de Bretaña, trataron de imponerse a Blanca solicitando, incluso, el apoyo de Enrique III de Inglaterra. Imprudente decisión que la regente, mujer de extraordinaria energía, supo explotar a fondo recabando el apoyo de la baja nobleza francesa y de las "buenas ciudades del reino".

Los rebeldes hubieron de ceder y Luis IX pudo acceder a la mayoría de edad sin mayores sobresaltos. Durante años, sin embargo, el papel de la reina madre había de manifestarse algo más que en la sombra. La realeza Capeto prosiguió la consolidación de posiciones en el Mediodía de Francia. Desde 1229 y por un tratado suscrito en Paris, los Capeto ponían fin oficialmente a la guerra contra los albigenses y obtenían parte del condado de Tolosa. Alfonso de Poitiers casaba con la hija de Raimundo VII de Tolosa con lo que todo el territorio se veía abocado a caer a corto plazo en la esfera política de la casa real francesa. Una política matrimonial similar se llevó en relación con Provenza, territorio que hasta entonces había experimentado la lejana influencia del Imperio o la más cercana de Cataluña y que, a partir de ahora, recibiría la de París. En 1234 Luis IX casaba con Margarita, hija de Ramón Berenguer V de Provenza. Años más tarde, en 1245, Carlos de Anjou -hermano menor de Luis- se unía en matrimonio con una hermana de Margarita, Beatriz, y cobraba los derechos al condado provenzal. Las operaciones de alta política que permitían acercar el Mediodía francés a los intereses Capeto se reforzaron con otras de variado signo. Fue, así, la actuación de los senescales reales de Carcasona y de los tribunales inquisitoriales contra los restos de la herejía. Los pitones montañosos de Montsegur y Queribus, refugios de los más recalcitrantes cátaros, fueron tomados al asalto.

La disidencia religiosa sufría con ello el golpe de gracia. Por los mismos años, además (1242), Luis IX obtenía sobre Enrique III las victorias de Taillebourg y Saintes abortando el último intento Plantagenet de tomarse la revancha por pasados descalabros. La tradición habla de cómo, tras estas victorias, Luis IX hizo una promesa que llevaría a la práctica seis años más tarde: emprender una nueva Cruzada. Embarcado en 1248 en Aigues Mortes, dejaba tras de sí un reino en el que Blanca de Castilla volvía a tomar las riendas del gobierno. Como operación militar, la llamada Séptima Cruzada dejó mucho que desear para los intereses cristianos. Un éxito inicial de Luis IX con la toma de Damieta en el delta del Nilo, se vio contrapesado con una grave derrota en Mansura. Roberto de Artois murió en el combate y el rey y gran parte de sus caballeros fueron hechos prisioneros. Una fuerte suma monetaria y la devolución de Damieta a los egipcios fueron el precio del rescate. En los meses siguientes, Luis dedicó sus inquietudes a recomponer las maltrechas posiciones francas en Ultramar. En Francia, mientras tanto, la regente Blanca de Castilla había de sofocar una grave conmoción social: la que pusieron en marcha los "pastoureaux" protagonistas de una de tantas cruzadas populares condenadas irremisiblemente al fracaso antes de ponerse en marcha. En 1252 la reina madre moría y Luis se veía forzado a retornar a su reino. Tras este regreso se inaugura la segunda etapa del reinado de Luis IX denominada "los buenos tiempos del señor san Luis".

Generaciones de escolares franceses se han educado en el recuerdo de algunos personajes emblemáticos de su historia. En lugar destacado figura Luis IX Capeto, elevado a los altares en 1297. San Luis arrogado combatiente en Taillebourg; san Luis compartiendo cautividad con sus compañeros de armas tras Mansurah; san Luis administrando personalmente justicia al pie de la encina de Vincennes; san Luis enmendador de entuertos; san Luis ejerciendo de "prud'homme", lo que suponía practicar la discreción, mesura, lealtad, etc. La imagen del carismático Capeto, nutrida de los textos más hagiográficos que biográficos de Jean de Joinville o de Guillermo de Saint Pathus, adquiere unos perfiles un tanto blandos y dulzones en el retrato que nos transmitió de él la "Crónica" de Fray Salimbene: "delgado y fino, bastante flaco y esbelto; tenía un semblante angélico y una cara agraciada". Luis IX vivió -y ello contribuyó poderosamente a magnificar su imagen- en una Francia en pleno auge cultural: la de la eclosión del gótico y la de la expansión del movimiento universitario. A impulsos del rey se construyó la Sainte Chapelle, joya de la arquitectura ojival y se apoyaron fundaciones monásticas como Royaumont. En el círculo de personas que influyeron en el rey se encontraron miembros de las órdenes mendicantes -se le echará en cara una excesiva inclinación hacia ellos por parte del clero secular- como los franciscanos Roberto de Sorbón y Buenaventura de Bagnoreggio y los dominicos Tomás de Aquino y Vicente de Beauvais.

La figura de san Luis no es tan monolíticamente positiva como la presentaron sus turiferarios. Los claroscuros son abundantes: guerrero valiente pero mediocre estratega militar; de piedad extrema pero severo y distante hacia su esposa y sus hijos; ferviente cristiano pero celoso de su autoridad frente a posibles manipulaciones desde Roma; hombre de su tiempo pero a la vez imbuido de un ideal cruzadista que empezaba ya a ser obsoleto; y, por último, monarca con un sentido cristiano de la política pero que no dudó en defender unos ideales de paz entre los príncipes que favorecían claramente los intereses de su dinastía. Este último apartado merecería especial atención. A el dedicó Luis IX buena parte de sus desvelos a la vuelta de Tierra Santa. Mediaciones en Flandes y Navarra colocaron a estos dos pequeños Estados en la órbita Capeto. Los mayores éxitos, sin embargo, se obtendrían en los acuerdos de paz suscritos entre 1258 y 1259 con Aragón y con Inglaterra. Con Jaime I, rey de Aragón y conde de Barcelona, se firmó el tratado de Corbeil. Luis IX renunciaba a cualquier derecho -olvidado ya prácticamente- sobre los condados catalanes de uno y otro lado del Pirineo. Jaime hacia lo propio con los territorios occitanos que, en los años precedentes, habían tenido estrechas relaciones con los soberanos de la Corona catalano-aragonesa. Jaime I cedía mucho más que el Capeto quien, de esta forma, veía avanzar sus posiciones hacia la línea del Pirineo.

Con Enrique III fue el ya citado acuerdo de París. El inglés renunciaba definitivamente a Normandía, Poitou, Anjou, Turena y Maine. Retenía Guyena a la que, con generosidad interesada, san Luis añadió los obispados de Limoges, Cahors y Perigueux. Por la retención de estas tierras, el Plantagenet se declararía vasallo del Capeto. A principios de los años sesenta, el prestigio de Luis IX era reconocido en todo el Occidente. Avanzado el decenio, el monarca fue promulgando distintas ordenanzas. La última -1268- se dirigió contra los blasfemos en un intento de moralizar al reino y ponerle en disposición para una nueva cruzada. Poca fe había ya en una nueva expedición -pesaba aun el recuerdo de la de 1248- y hasta el muy fiel señor de Joinville se negó a acudir a ella. El ejército real desembarcó en el Norte de África pero quedó atrapado por las enfermedades delante de los muros de Túnez. Luis IX fue una de las víctimas de esta desdichada expedición cuyos maltrechos restos fueron salvados por su hermano Carlos de Anjou a la sazón ya rey de Sicilia. Con la muerte de san Luis (1270), se ha dicho, termina una época y una forma de hacer política.

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