Bizancio en la segunda mitad del siglo XI

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En la segunda mitad del siglo XI se produjo el asalto definitivo al poder imperial por parte de la aristocracia dueña de grandes propiedades rurales crecida en los tiempos anteriores, con apoyo de un ejército en el que cada vez había más mercenarios. La corrupción del régimen civil, en manos de la aristocracia cortesana de Constantinopla, y el aumento de los peligros exteriores dieron argumentos para el cambio, que comenzó con el golpe de Estado de Isaac Comneno en 1057 y llegó a su culminación con el de 1081, cuyo beneficiario fue Alejo Comneno, verdadero iniciador de la nueva dinastía. Entre ambos, Romano IV, Miguel VII y Nicéforo III no pudieron impedir el desmoronamiento del poder imperial: los normandos conquistaron Italia del sur a partir de 1059 y Bari se perdió en el año 1071, con lo que Bizancio abandonó definitivamente aquel ámbito. Los húngaros avanzaron su frontera con la toma de Belgrado en 1064, mientras que los serbios del principado de Dioclea o Zeta y los croatas rechazaban cualquier sujeción al Imperio. Más al este, la línea del Danubio era objeto de sucesivos ataques y rupturas primero por los pechenegos, rebelados contra sus vecinos imperiales en 1053, y los uzos que, desde 1064, lanzaron incursiones hasta Tracia, Macedonia y Grecia, sin que bastara a contenerlos la incorporación de muchos de ellos al ejército y su instalación en Macedonia. En 1031 un nuevo pueblo de las estepas, los cumanos, hace su aparición en la frontera danubiana, de modo que Bizancio se veía en la precisión de modificar cada cierto tiempo sus limites de acción diplomática y guerrera frente a aquellos cambiantes vecinos, todos ellos de etnia turcomana Para entonces, por último, había ocurrido ya la mayor de las catástrofes: los silyuquíes, en su proceso de expansión, habían rebasado las antiguas fronteras islámicas; dominaban el reino armenio de Ani desde el año 1065 e irrumpían en Asia Menor, donde derrotaron a Romano IV en la decisiva batalla de Mantzikert (1071), con lo que su expansión e instalación en Anatolia fue incontenible y el Imperio acabaría perdiendo paulatinamente aquel amplio territorio que era uno de los dos fundamentos de su seguridad y de su propia existencia.

En principio, Alp Arslan no tenía interés por ampliar sus dominios y restableció las fronteras del año 970 además de imponer un tributo a Bizancio, que perdía sólo Edesa, Antioquía y la Siria del Norte, pero grupos turcos, utilizados incluso como mercenarios por Miguel VI, permanecieron en Anatolia y, ya en 1078, Sulayman, sobrino de Alp Arslan, estableció el sultanato de Rum y dominó toda la Anatolia oriental. "Aquella mala evaluación del peligro turco no sólo endeudó la política oriental de Bizancio sino que impidió ver, además, las amenazas graves que procedían de Occidente ... el abandono de Asia Menor y la transformación de Bizancio en potencia puramente balcánica fueron inevitables a partir de entonces" (Ducellier), sin que bastara para evitar aquella tendencia a medio plazo la formación, en 1077, del principado de Cilicia, con Edesa y Antioquia, en poder del armenio Vahram o Filareto, pues su capacidad militar para interponerse entre el Imperio y sus vecinos musulmanes era muy pequeña. Hay que tener en cuenta también la presencia de otras circunstancias nuevas derivadas de la consolidación de Occidente desde mediados del siglo XI y los comienzos de su expansión en diversos ámbitos, entre ellos el Mediterráneo, que iba a afectar inevitablemente al Imperio. El llamado cisma del año 1054 fue un episodio significativo pero poco importante en aquel momento, aunque la historiografía posterior lo haya convertido en símbolo de ruptura.

El patriarca Miguel Cerulario se enfrentaba a la afirmación de la primacía de jurisdicción hecha desde los primeros momentos de la reforma gregoriana y quería consolidar la suya propia, apelando de nuevo a argumentos de tipo dogmático -la cuestión del filioque- y litúrgicos -el uso de pan ácimo en la eucaristía por los latinos-. La excomunión del patriarca por el legado pontificio, Humberto de Moyenmoutier, y la del papa León IX por aquel, no tuvieron validez, y la acusación reciproca, entre latinos y griegos, de ser cismáticos, no se utilizaría hasta 1204, como pretexto para la conquista de Constantinopla. Mientras tanto, se perfilaba cada vez con mayor nitidez la intervención occidental en el ámbito mediterráneo bizantino. Venecia obtuvo privilegios comerciales en Constantinopla en los anos 992 y 1084 y Pisa en 1005, preludio de otros más importantes en el siglo XII. Los normandos no se contentaron con sus conquistas en la Italia del Sur, sino que lanzaron incursiones contra la costa ilírica (tomas de Corfú y Dyrrachion en 1081), a pesar de los esfuerzos diplomáticos de Miguel VII, que concedió a Roberto Guiscardo títulos de dignidad cortesana y acordó el matrimonio de su hijo Constantino con una hija del normando, en claro intento de legitimar los hechos consumados. Además, los emperadores empleaban en Constantinopla a muchos mercenarios varegos, noruegos, daneses, normandos, sajones -llegados después de 1066-e incluso francos, cuya presencia en la capital podía ser peligrosa en circunstancias de inestabilidad política.

Alejo I Comneno (1081-1118) afrontó aquellos problemas con relativo éxito. En Italia y el Adriático buscó la alianza de Enrique IV, frente a la que de hecho existía entre Papado y normandos, y obtuvo el apoyo naval de Venecia -concretado en su victoria frente a la flota normanda en Dyrrachion- a cambio de los beneficios contenidos en el tratado comercial del año 1084. Así pudo contener los ataques de Bohemundo de Tarento contra Epiro, Tesalia y Macedonia. En el peligroso frente danubiano, los pechenegos lanzaron incursiones contra Tracia en 1086 y pusieron cerco a Constantinopla en 1091 pero, en abril, Alejo los derrotó en la batalla del Monte Lebunion, movilizando incluso contra ellos a los cumanos, que vendrían a suceder a los pechenegos en los mismos ámbitos y actividades peligrosas para el Imperio. Mientras tanto, el sultanato turco de Rum se consolidaba y anexionaba en los años 1081 a 1085 Konya, Antioquia y Cilicia; en 1091, Kilij Arslan, hijo de Sulayman, fijó la capital en Konya. La actitud de Alejo I ante la predicación de la cruzada por el papa Urbano II y la presencia masiva de expedicionarios fue prudente y recelosa. La misma idea de cruzada era ajena al pensamiento religioso griego y el emperador no deseaba la llegada de aquel elemento humano nuevo, ajeno a su autoridad, aunque sí la de mercenarios occidentales, como en los tiempos inmediatamente anteriores. Sobre todo porque formaban parte de los cruzados muchos normandos de la Italia del Sur, encabezados por Bohemundo de Tarento, cuya hostilidad al Imperio era manifiesta. Pero Alejo I demostró gran habilidad diplomática y consiguió que los cruzados aceptaran el principio de devolución a Bizancio de las tierras perdidas en tiempos inmediatamente anteriores en Asia Menor, lo que permitió recobrar Nicea, Efeso, Dorilea y otros puertos del Egeo, aunque la marina imperial era cada vez más escasa e incapaz pare controlar efectivamente las rutas marítimas. Pero los cruzados establecieron principados en Edesa y Antioquia, que no volvieron al dominio bizantino, y el príncipe de Antioquía, Bohemundo de Tarento, difícilmente se avino a reconocer una teórica supremacía imperial en 1107.

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