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Economia-Sociedad

Desarrollo


El monaquismo apareció por vez primera en Oriente, tomando gran fuerza en Egipto en el siglo IV, donde desarrolló sus dos grandes tendencias: la anacoreta y la cenobítica. La constitución de la regla de san Basilio Magno (360) sirvió para unificar en gran medida el cenobitismo en toda la cristiandad oriental, que en tiempos de Teodosio experimentaría una enorme expansión. En Occidente el movimiento monástico fue algo más tardío, aunque las causas del mismo serían en gran parte iguales a las del oriental. En un primer momento se intentó una aclimatación de las prácticas orientales, con su rigorismo y tendencia a la vida anacorética, no obstante que las condiciones ecológicas y climáticas eran muy diferentes de las del desierto egipcio. Sin duda el gran impulsor del monaquismo oriental en las Galias sería Martín de Tours, que lo desvió hacia modalidades cenobíticas, con su monasterio de Marmoutier. Este mismo origen tendría el gran centro monástico de la isla de Lerins en Provenza, auténtico foco monástico en las Galias de los siglos V y VI. Fundado por gentes que conocían muy bien el monaquismo oriental, Lerins fue sobre todo una escuela de ascética, más que de formación espiritual. En él se cumplió el ideal martiniano del monje-obispo en un gran número de casos, pasando por sus celdas todas las grandes figuras de la Iglesia sudgálica de la época: Salviano de Marsella, Fausto de Riez, Cesáreo de Arlés, etc.

Además sería allí donde se redactarían unas normas de organización de la vida monástica de enorme influencia en todo el monaquismo occidental posterior: "Las instituciones" de Casiano. Mayor singularidad caracterizó al movimiento monástico irlandés. En dicha isla, en la periferia de Occidente y en ambiente celta, encontró refugio la cristiandad bretona. Según la tradición irlandesa posterior a principios del siglo V, Patricio, un bretón educado en Italia y Lerins, procedería a la primera cristianización de la isla, organizando su Iglesia. Falta de auténticas ciudades y con una organización social con usos comunitarios y señoriales de tradición céltica, en Irlanda el cristianismo se difundiría y organizaría más sobre la base de los centros monásticos rurales que de los obispados. A imitación del monaquismo oriental se constituirían auténticas teópolis monásticas, con las cabañas de los monjes solitarios agrupadas en torno a la del abad, cuyo ejemplo más famoso sería la existente en la isla de Iona. El monaquismo irlandés se caracterizó por su exhumado ascetismo de origen oriental, y su desprecio por la vida eclesiástica secular. Durante los siglos VI y VII el Occidente europeo se vería recorrido por monjes irlandeses, entre otras cosas en búsqueda de escritos religiosos. Columbano (muere en 615) compondrá una regla de enorme dureza, bajo la que se regirían las nuevas fundaciones monásticas realizadas por el santo, entre ellas las tres de los Vosgos, con Luxeuil a la cabeza, y la de Bobbio en Italia.

Un discípulo suyo, Galo, fundaría en Suiza el gran monasterio de Saint Gall. En la Península Ibérica el movimiento monástico era antiguo. Ya a principios del siglo V tenemos atestiguados monasterios urbanos y rurales en la zona del nordeste, pudiéndose relacionar su fundación con miembros de la aristocracia teodosiana. Pero su intensificación sería en el VI, mostrando una gran singularidad en la segunda mitad del siglo VII. En el siglo VI hay que mencionar como hechos principales la fundación del monasterio Servitano y el de Dumio. El primero, a situar posiblemente en la actual provincia de Cuenca, fue creado por monjes venidos de África (hacia 560-570). La importante biblioteca religiosa venida con sus monjes africanos tendría bastante trascendencia para la cultura de la España visigoda. A mediados del siglo VI se fundó el monasterio de Dumio (Braga) por un monje venido de Constantinopla, pasando por Italia, Martín, que tendría enorme trascendencia para la conversión al catolicismo del Reino suevo y para la organización de una Iglesia nacional sueva. En este monasterio dumiense sería muy intensa la influencia del monaquismo oriental. También en este mismo siglo VI cabría situar la primera hipotética penetración del monaquismo irlandés en la Península, con la erección del monasterio de Máximo en Britonia, cerca de Mondoñedo (Lugo), tal vez relacionado con una emigración celtobretona a Galicia. Se debe destacar cómo las principales figuras de la Iglesia hispanovisigoda en esta época compusieron reglas monásticas para monasterios fundados bajo su inspiración: Juan de Bíclaro, Leandro e Isidoro de Sevilla, Justiniano de Valencia, etc.

También es de recordar lo frecuente del reclutamiento de obispos entre miembros de los principales claustros monásticos, especialmente urbanos o suburbanos: el monasterio Agaliense en Toledo, el de Cauliana en Mérida, el de San Félix en Gerona, o el de los XVIII Mártires en Zaragoza. Pero, sin duda, la corriente monástica más interesante del periodo visigodo sería de la segunda mitad del siglo VII, siendo obra de Fructuoso de Braga. La personalidad y actuación de san Fructuoso caracterizan muy bien a su época. Hijo de un gran personaje del Reino godo y de sangre real con varios obispos en su seno, desde su infancia se inició en la vida eclesiástica, comenzando hacia el 640 su carrera monástica que le llevó a recorrer todo el occidente peninsular fundando monasterios. Muy interesante fue el modo como se llevó a cabo la primera fundación fructuosiana, la del monasterio de Compluto en El Bierzo. Pues ésta se realizó sobre tierras públicas, patrimonializadas por su padre, entrando a formar parte del monasterio los miembros de su casa, incluidos esclavos domésticos. Fructuoso escribió varias reglas para sus monasterios. Éstos eran auténticas unidades autosuficientes, con una economía silvo-pastoril bien adaptada a la zona del noroeste peninsular. Parece que Fructuoso llegó a crear una gran confederación monástica con los monasterios por él fundados en el noroeste, regido por una Regla Común.

Cada comunidad se encontraba regida por un abad, teniendo los monjes una serie de obligaciones pero también derechos especificados en un pactum firmado al entrar en el monasterio. En caso de abuso por parte del abad los monjes podían recurrir al sínodo de los abades de la congregación, y en última instancia al obispo-abad de Dumio, jefe supremo de la congregación. Característico de la Regla de Fructuoso fue la posibilidad de admitir en un monasterio a familias enteras como huéspedes. Con ello se quiso regular un abuso frecuente, cual era la creación de monasterios familiares con fines nada religiosos, como evadir impuestos o liberarse del peligro de confiscaciones regias. Pero sin duda el movimiento monástico de mayor trascendencia para el futuro sería el iniciado por Benito de Nursia, con la fundación hacia el 520 del cenobio de Monte Casino, tras haber pasado por una propia experiencia anacorética. El gran acierto de San Benito y de su Regla consistió en limitar el rigorismo ascético del monaquismo occidental y el adaptarlo a la realidad del Occidente de la época. Se consideraba a cada monasterio como una comunidad independiente bajo la autoridad de un abad. Los monjes no podían, tras haber profesado, abandonar el monasterio en el que entraron, y estaban obligados por votos de castidad, pobreza y obediencia a la autoridad del abad. Rasgo característico de la regla benedictina fue la alternancia y mezcla de la labor contemplativa o intelectual con la actividad manual, sobre todo el trabajo en los campos dependientes del monasterio.

De este modo los monasterios benedictinos se convirtieron en importantes centros productivos, en los que se practicaba una agricultura más racional y rentable que en la generalidad de los dominios laicos. La regla en el caso de monasterios de fundación particular no impedía que la influencia de la familia del fundador se continuase, mediante la herencia del cargo de abad en su seno. Además, los monasterios benedictinos se convirtieron pronto en centros de irradiación cultural y religiosa, sobre todo a partir de la fundación por Casiodoro de Vivario, en Calabria, al que donó una gran biblioteca. Fundamental para el rápido progreso del monacato benedictino fue la protección y favor dispensados por el papa Gregorio Magno. La evangelización de la Gran Bretaña se realizó con una misión benedictina enviada por el pontífice. Durante la séptima centuria el movimiento benedictino se extendió por Francia, asimilando las antiguas fundaciones irlandesas de san Columbano, tomando bajo su cargo la evangelización de Germania con la misión papal de san Bonifacio, en la tercera década del siglo VIII. A la Península Ibérica el monaquismo benedictino llegaría más tarde, muy avanzado el siglo VIII y por influencia carolingia.

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