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Rango

Estados Romano-germa

Desarrollo


Los fundamentos y orígenes occidentales de la realeza de los siglos V-VII han de buscarse tanto en la Antigüedad germánica como en el Imperio Romano. Por lo general se trataba de síntesis desiguales entre ambos componentes. La doctrina generalmente aceptada en la actualidad es que los antiguos germanos conocieran dos tipos de realeza: la militar (Heerkönigtum) y la sagrada. La primera, que con frecuencia daba lugar a poderes de carácter no regio (los duces de Tácito), basaba su poder en la fuerza de los séquitos de semilibres y en las clientelas militares (Gefolge). La realeza militar, dotada de múltiples simbolismos de naturaleza y origen marcial y con carácter electivo, tenía su principal razón de ser en los momentos de actividad bélica, y en la época de las invasiones fue factor determinante de numerosas etnogénesis. Por su parte, la realeza sagrada, con simbolismos tomados de antiguos cultos de la fertilidad, permitía la formación de prestigiosas y duraderas dinastías que, remontándose a un antepasado mítico divinizado, se constituyeron en los núcleos de procesos fundamentales de "Stammesbildung" (etnogénesis), con lo que se transformaron en verdaderas realezas nacionales. Este último hecho determinó que, en la práctica, la mayoría de las realezas germánicas de la época de las invasiones fuesen de tipo mixto. El poder y la autoridad de este tipo de realeza tenían una doble base: la soberanía doméstica (Hausherrschaft) y el derecho de bann.

La primera, compartida con los miembros de la aristocracia, incluía el dominio sobre una familia -contando en ella también a los esclavos-, sobre su lugar de asentamiento y sobre los diversos séquitos de semilibres o clientelas armadas; estas últimas se basaban en la fidelidad y en una amistad de naturaleza semejante a la existente entre parientes. El poder de bann -que posibilitaba dictar ordenanzas, juzgar y realizar operaciones de policía- se basaba en el derecho y obligación por parte de la realeza de mantener la paz pública. En contrapartida estos poderes reales, los miembros libres -que podían llevar armas de una nación (Stamm)- tenían el derecho a resistir u oponerse al soberano (Widerstandsrecht) -e incluso llegar a deponerlo- en caso de extralimitación de funciones o de probada ineptitud. No vamos a insistir aquí en las características del poder imperial tardorromano, sino simplemente señalar cómo se produjo esa mezcla desigual de los precedentes tardorromanos y germanos en las monarquías occidentales de los siglos V-VII. Resulta indudable que todos los reyes de la época eran ante todo soberanos de las agrupaciones populares a cuyo frente se encontraban situados y que, en este sentido, pueden considerarse como Staatsvolken. A este respecto, los títulos con que estos reyes aparecen en los documentos de carácter oficial y en las crónicas de la época son un testimonio muy gráfico de lo que acabamos de señalar: "rex vandalorum et alanorum, rex (gentis) francorum, rex (gentis)gotorum o longobardorum", etc.

Cuando a "intelligentsia" de las nuevas monarquías consideró conveniente y necesario fundamentar la total independencia de sus Estados frente al poder imperial -sobre todo ante la ofensiva de Justiniano- se recurrió a la vieja noción helenística del derecho de conquista, cuyos beneficiarios habían sido las naciones germánicas. Para san Isidoro de Sevilla, la legitimidad de la soberanía visigoda tenía su fundamento en la toma de Roma por Alarico en 510, pues Roma era "urbs omnium victrix". Pero aunque en teoría el poder real se consideró siempre un monopolio de las gentes germánicas, la mayoría de tales realezas intentó insertarse de una u otra manera en la teoría imperial romana o, mejor dicho, protobizantina. Sin duda, el caso a este respecto más llamativo sea el constituido por el ostrogodo Teodorico. Éste, aunque rey de una nación germánica (Heerkönig), había derrotado al tirano Odoacro por mandato del emperador legítimo, y había sido investido del título de patricio romano. Asemejándose su posterior aclamación real por el ejército federado a las aclamaciones imperiales, Teodorico se esforzó por obtener en 497 el reconocimiento de su dominio sobre Italia por Anastasio. Este reconocimiento -centrado en el envío de los ornamenta palatii occidentales y en la vestis regia- se unía al título de Flavio que recordaba su entronque con la segunda dinastía Flavia, para situarlo como una especie de verdadero viceemperador de Occidente.

Con capacidad para designar a un cónsul y habiendo emitido moneda áurea, Teodorico podía ser considerado un verdadero princeps romanus, e incluso augusto, como reza una significativa inscripción contemporánea. Una imitación imperial menos formal, pero tal vez de mayor significación histórica para el futuro, se produjo entre los longobardos y, sobre todo, en el Reino visigodo de Toledo. En ambos casos, el modelo inmediato era el ofrecido por el emperador bizantino a finales del siglo VI y sus grandes lugartenientes -exarcas y patricios- de Occidente. El rey visigodo Leovigildo (568-586) fue quien primero utilizó vestimentas como las del emperador, corona y trono, e inició la acuñación de moneda áurea con su efigie y nombre. El rey visigodo de Toledo, que recibía el título de glorioso y Flavio, acumularía otros apelativos propios de la realeza imperial en el siglo VII, los cuales serían utilizados principalmente por los escritores eclesiásticos: serenissimus, tranquilissimus, e incluso princeps y divus; el poder real era definido como maiestas, en compañía, eso sí, de su pueblo. A semejanza de Constantinopla, Toledo, la capital visigoda, fue denominada urbs regia; su topografía, en algunos aspectos, recordaba también la residencia imperial. Por su parte, el soberano longobardo Agilulfo, Flavio y excellentissimus, fue el primero de los suyos en utilizar trono y corona. Finalmente, tanto en el Reino visigodo de Toledo como en el longobardo de Pavía se produjo un cierto sentimiento de monarquía territorial desligada de la originaria gens germánica, fenómeno reflejado perfectamente en los términos de Spania (y Gallia) y regnum Spaniae, utilizados para definir el Estado visigodo ya avanzado el siglo VII, y en el título de rex totius Italiae de la Corona de Agilulfo.

Aunque en menor grado también se pueden observar testimonios de esta imitación imperial en otras monarquías. El soberano burgundio buscó el título de patricio, reconociendo así una teórica subordinación al Imperio en el gobierno de sus súbditos romanos, y el mismo Clodoveo I (481-51 I) recibió de Anastasio el título de cónsul honorario y recorrió las calles de Tours revestido de la púrpura y la diadema para ser aclamado por la multitud como Augusto. Con este tipo de actos simbólicos se mantuvo entre los independientes Estados occidentales la noción de una unidad más amplia, representada por el Imperio y el emperador de Constantinopla, unidad que adoptaría en los usos diplomáticos y de la Iglesia la formulación de una comunidad de soberanos unidos por teóricos lazos familiares: de padre (emperador) a hijos (reyes). Fue la Iglesia la que introdujo una característica muy original -aunque ya fuertemente enraizada en la realeza imperial del Bajo Imperio- de las nuevas monarquías romano-germánicas: la mixtificación de éstas mediante concepciones teocráticas, lo cual dio lugar a veces a nuevas y originales teorías sobre el poder real. Tanto los soberanos longobardos (643) como los merovingios consideraban su poder como emanado, en última instancia, de la divinidad: "rex in Dei nomine" rezan las fuentes eclesiásticas o legales. Clotario II (584-629) fue considerado incluso como un nuevo David.

En el siglo VIII, la realeza anglosajona, con raíces puramente germánicas, se había teñido ya de concepciones teocráticas introducidas con la conversión al cristianismo. No obstante, este tipo de concepciones alcanzó, sin duda, su máximo grado de desarrollo entre los visigodos de Toledo. Si al principio tales concepciones se realizaron bajo el prisma de la "imitatio Imperii" -coronación episcopal, Recaredo llegó a ser tildado de nuevo Constantino por el sionista eclesiástico Juan de Biclara-; muy pronto se introdujeron simbolismos totalmente innovadores, tendentes a enraizar con la supuesta realeza bíblica. Punto central en esta nueva orientación teocrática de la realeza visigoda fue la ceremonia de la unción real, atestiguada por vez primera en la coronación de Wamba (672-680), pero tal vez practicada ya a partir de 655. En conexión con esta concepción teocrática, Isidoro de Sevilla desarrolló una teoría referente a la responsabilidad del rey, a su poder delegado de Dios, y a la legitimidad de su deposición, que queda resumida en su famosa sentencia: "Rex eris si recte facias; si non facias non eris". Esta concepción del poder real como un ministerium, semejante al del episcopado, se relacionaba con la construcción de una nueva aretología real basada en la pietas y la iustitia. Por último cabe señalar que esta mezcla de elementos de la tradición germánica y de la imperial romana encontró también su plasmación en la cuestión fundamental de la sucesión a la Corona.

En las monarquías donde el elemento germano era predominante, o donde una familia había alcanzado gran prestigio y poder en el proceso de asentamiento, la sucesión hereditaria fue la norma general. Este era el caso de los diversos reinos anglosajones y también de los vándalos, ostrogodos (hasta casi el final) y merovingios. Pero mientras que entre los vándalos, Genserico pudo imponer un rígido sistema hereditario basado en el seniorato (tanistry), en los demás casos el principio hereditario siempre se vio amenazado por el electivo, ejercido por parte de los hombres libres (ejército) o bien de consejos aristocráticos restringidos. En el caso de los merovingios, aunque se consideraba imprescindible la pertenencia a la familia real, tras la muerte de Dagoberto I (625-659) se impuso incluso la elección mediante una asamblea de nobles laicos y eclesiásticos. Al ser ya la monarquía merovingia de carácter único se puso fin a las prácticas típicas del siglo VI de particiones caprichosas del reino entre los hijos del soberano reinante, que suponían una concepción patrimonial del reino. Este último hecho indica en qué medida los principios, germánicos o no, se amoldaron a las condiciones históricas concretas de cada reino y de cada momento; máxime si se tiene en cuenta que la sucesión al trono se constituyó en piedra de toque de la confrontación estructural entre monarquía y aristocracia, siendo esta última partidaria del sistema electivo, realizado por ella misma.

De este modo se comprende que en el Reino visigodo se impusiese siempre el sistema electivo, a pesar de ciertos intervalos semihereditarios representados por el predominio de prestigiosos linajes. Tras la muerte de Amalarico, en 531, ninguna familia pudo monopolizar la Corona durante más de dos reinados sucesivos; y ello aunque los soberanos más enérgicos asumiesen, desde Leovigildo, la práctica bizantina de la adopción de un corregente en la persona del presunto heredero. Es más, el IV Concilio de Toledo (655) intentó institucionalizar la elección real por una asamblea constituida por todos los obispos del reino y la alta nobleza laica; esta reglamentación, sin embargo, no conseguirá acabar con los tumultos y disputas entre los nobles y la realeza por cuestión tan fundamental.

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