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Datos principales


Desarrollo


La constitución de una ciudad llevaba consigo la organización de la religión. La atención de los cultos públicos correspondía a los magistrados religiosos. En las ciudades de comienzos del Imperio, esos sacerdotes eran de dos tipos: pontífices y augures. Es posible que se haya simplificado tal exigencia sacerdotal desde época flavia y, sobre todo, desde el momento en que se fue generalizando el culto al emperador. El flamen o sacerdote del culto imperial es el único con carácter público que se encuentra en muchos municipios. La atención a los cultos privados era responsabilidad de sacerdotes muy diversos. Así, antes de su reconocimiento, los creyentes de Isis, los de Mithra, los de Cibeles y Attis... así como los judíos y los cristianos contaban con su propia organización sacerdotal y con lugares privados de culto. Desde los Flavios, se generaliza el culto al emperador. A los emperadores difuntos y divinizados, divi, se añadieron todos los miembros de la familia imperial desde los Antoninos, la domus Augusta. El culto imperial se organiza en varios niveles: todas las capitales de provincia celebran el culto imperial durante las asambleas provinciales; a ellas acuden los representantes de las diversas ciudades de la provincia. Además, según las zonas y la forma de organización de las mismas, se practica el culto imperial en las ciudades o en circunscripciones más amplias; un caso: en la Bética, intensamente romanizada, hay también una organización del culto imperial por ciudad; en el Noroeste, el culto imperial tiene su sede en las capitales de distritos más amplios, las cabeceras de los conventos jurídicos.

Durante los Antoninos, la ideología del culto imperial fue tiñendo otras manifestaciones religiosas; los dioses que protegían de modo especial al emperador se convirtieron en dioses augustos: Victoria Augusta, Providentia Augusta, Salas Augusta... El desarrollo del culto imperial durante los Flavios y Antoninos no borró otras manifestaciones de culto a las divinidades romanas tradicionales (Júpiter, Juno Minerva, Apolo, Esculapio...). En el marco de la religión romana se podía integrar a las creencias y rituales antiguos con los nuevos. De ahí que la configuración religiosa de cada ciudad fuera muy diversa, según hubiera recibido el estatuto romano a comienzos del Imperio, en época flavia o bajo los Antoninos. Una capital de provincia, como Tarragona o Mérida, contaba con un templo para el culto imperial de la provincia, situado en el Foro provincial y atendido por un flamen, título de estos sacerdotes, además de los templos propios de cada ciudad a las divinidades romanas. Y, en una ciudad como Asturica Augusta, Astorga, capital del convento jurídico de los astures, el culto imperial era atendido por un sacerdos, sacerdote, y sobre un ara. Los cultos locales que no entraran en contradicción con la forma de poder político romano fueron respetados. Mayoritariamente se documentan en áreas rurales, pero hay también algunos testimonios de los mismos en las ciudades, ante todo en aquellas que recibieron el estatuto municipal a partir de época flavia. Durante el siglo II tuvieron un gran auge los dioses venerados en santuarios extraurbanos, ante todo aquellos que se relacionaban con advocaciones salutíferas.

En ese marco, los dioses locales encontraron condiciones de pervivencia y de asimilación con los dioses romanos; así, divinidades locales de nombres distintos veneradas en balnearios de aguas salutíferas se asimilaron frecuentemente con las Ninfas, con Apolo Médico o con Esculapio. El prestigio de algunos grandes santuarios minorasiáticos volvió a renacer durante los Antoninos, tanto por el auge económico de las ciudades de Oriente como por el apoyo que recibieron de algunos emperadores, entre los que sobresale Adriano. La ciudad fue el medio idóneo para la difusión de cultos orientales. Soldados licenciados que vuelven a su ciudad de origen y, sobre todo, los comerciantes fueron los propagandistas más activos de los mismos. Así, se difundió también el cristianismo. La permisividad de los Antoninos sobre el régimen asociativo dio a cualquier grupo de creyentes la posibilidad de formar una asociación. Para el derecho romano, bastaban tres personas para constituir una asociación. Estaban muy generalizadas las asociaciones de pobres, tenuiores, que coincidían generalmente con las asociaciones funerarias. Cada asociación tenía libertad para elegir a los dioses protectores de la misma, fueran o no dioses romanos. Las condiciones a que estaban sometidas las asociaciones eran las mismas: debían disponer de una sede, fijar las cuotas que debía pagar cada socio, reunirse periódicamente y tener establecido un reglamento aprobado por el colectivo de la asociación.

En ese marco asociativo, resulto fácil la creación de comunidades religiosas privadas. Las sinagogas judías se amparaban también en el régimen asociativo. Mientras surgieron comunidades isíacas, ante todo de mujeres pertenecientes a familias acomodadas, otros cultos (el de Mithra, Cibeles y Attis) eran más interclasistas. A mediados del siglo II comienzan a encontrarse cristianos pertenecientes a medios de las burguesías municipales e incluso a algunos intelectuales. Durante los años de Domiciano, los cristianos eran en su mayoría esclavos y libertos pobres, artesanos y libres de las bajas capas sociales. Los emperadores se guiaron por la norma aconsejada por Trajano a Plinio el Joven cuando, siendo gobernador de Bitinia, le consultó sobre qué hacer con los cristianos de su provincia: había que condenar a los que se empecinaran en no sacrificar a los dioses romanos, pero que no era preciso buscarlos ni atender a denuncias anónimas (Plin., Epist. 96-97).

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