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ReligiosidadPlenitud

Desarrollo


Aunque sacramentos, devociones particulares, predicaciones y ritos litúrgicos definían la religiosidad de la inmensa mayoría del laicado, ciertos elementos más cultos o más conscientes propugnaron a lo largo de estos siglos nuevas vías de perfeccionamiento religioso en aras del ansiado ideal evangélico. El deseo de alcanzar la perfección cristiana no era desde luego algo nuevo, pero si el que los laicos no concibiesen ya como única vía para lograr esa meta la condición monástica o clerical, renunciando a la suya propia. Al afirmar precisamente que la cualidad laical era por completo idónea para el logro de la vida eterna, tal y como aparece ya de manera explícita en los escritos de Wolfran von Eschenbach (muerto en 1220), se abría el camino hacia una nueva religiosidad. Las primeras experiencias, todavía ligadas al mundo monástico, fueron, hasta fines del siglo XII, las de oblatos y conversos. Se trataba en ambos casos de sistemas voluntarios de asociación más o menos estricta a los ideales y formas de vida de los monjes, sin abandonar por ello el vínculo del matrimonio o el trabajo manual. El modelo más antiguo fue el de los oblatos, que contaba ya con numerosos precedentes en la época altomedieval. Mediante este sistema grupos de laicos, generalmente campesinos, se ofrendaban con su prole a un monasterio para mejorar sus condiciones de vida tanto material como espiritual. A cambio del amparo y manutención monásticos, estas comunidades adoptaban formas colectivas de comportamiento religioso definidas por la austeridad, la oración y la abstinencia.

Aunque en ocasiones este sistema encubriera un simple patronazgo señorial, fueron los aspectos espirituales los que generalmente prevalecieron. El modelo de los conversos o hermanos legos, surgido a lo largo del siglo XII como desarrollo del anterior, fue especialmente potenciado por órdenes como el Cister o la Cartuja. A diferencia de los oblatos, el acceso al estado de hermano lego se regulaba individualmente y de manera estricta. Ello, unido a su extracción social (por lo común campesinos libres acomodados) y al hecho de que hicieran entrega de todos sus bienes raíces al monasterio, viene de nuevo a demostrar la prevalencia de los motivos religiosos sobre los puramente económicos. Considerados iletrados, los conversos no podían poseer libros, participar en las ceremonias litúrgicas o entrar siquiera en el claustro. Sus cometidos eran por lo tanto primordialmente manuales -cultivo, cocina, hospedería, etc.-, lo que les impedía mejorar su nivel de formación y práctica religiosos. Ejemplos ambos característicos de un mundo todavía rural, la aparición de las órdenes terceras significó finalmente para el ámbito urbano la culminación de esta clase de religiosidad semimonástica. Fue con la llegada de los mendicantes, en especial de los franciscanos, que los llamados terciarios adoptaron formas de comportamiento modelados en función del ideal evangélico. La frecuente recepción de la confesión y la comunión, los ejercicios penitenciales, el rechazo de las diversiones profanas y en suma, una estricta vida moral definían el comportamiento de estos grupos ciudadanos que, sin embargo, no renunciaban a su condición laical.

Caso aparte lo constituían sin duda los ermitaños, que llegaron a convertirse durante el siglo XII en una verdadera "categoría sociorreligiosa" (Chelini). Dos notas definían la condición eremítica: el individualismo y la temporalidad, por lo que en principio la incidencia social de esta peculiar forma de "fuga mundi" no tendría por que haber sido grande. Sin embargo, los ermitaños, personajes de compleja personalidad (a menudo antiguos milites desengañados con la carrera de las armas), partidarios de alcanzar la salvación buscando el abrigo de lugares apartados, podían intentar cualquier cosa menos pasar desapercibidos. La pobreza de su vestimenta y alimentación, su fama de taumaturgos y el rigor mismo de su espiritualidad, no podían sino despertar la admiración de las masas y la búsqueda de su compañía. El intento de estos ascetas por preservar su intimidad mediante el deambular periódico, favorecía por el contrario su prestigio, expresado en predicaciones tan informales como multitudinarias. Lejos de suponer una amenaza contra el orden establecido, estos predicadores ambulantes (Wenderprediger), rodeados del fervor popular, ejercieron un positivo papel en aras de la reforma. Por otro lado, las más importantes experiencias eremíticas laicas derivaron, una vez finalizada su estricta fase penitencial, en la creación de nuevas órdenes. Tales fueron los casos de Roberto de Abrisel (muerto en 1117) con Fontevrault y de Esteban Muret (muerto en 1124) con Grandmont, por ejemplo.

Carácter mucho más independiente, por no decir heterodoxo, tuvieron en cambio las beguinas, comunidades urbanas semimonásticas de mujeres piadosas no sometidas a regla y dedicadas a la caridad y la oración. Su origen resulta bastante oscuro, pues el propio término beguina se ha hecho derivar por algunos de santa Begga (muerta en 694), mientras que para otros sería una corrupción de "albigensis" o simplemente de beige, por el color del hábito que portaban. Surgidos los beaterios en Bélgica, Flandes y Francia del norte hacia 1170, a principios de la siguiente centuria se les unió la variante masculina de los begardos. Confundidos a veces con la secta de los Hermanos apóstoles o los espirituales franciscanos, muchas beguinas y begardos terminaron ingresando en las órdenes terceras, si bien a lo largo del siglo XIV el movimiento era ya plenamente aceptado como ortodoxo. Los mismos ideales de paz y fraternidad que habían dado origen en el medio rural a los movimientos de paz y tregua de Dios fundamentaron a nivel urbano las asociaciones conocidas como hermandades o cofradías. Para la gran masa de ciudadanos, deseosos de realizar personalmente el ideal de la vida apostólica, la gran ventaja de las cofradías radicaba en que, al tiempo que colectividades laicales con finalidad religiosa, eran también comúnmente asociaciones profesionales. Muy numerosas en zonas como Flandes, Bélgica, Lombardía, etc., las cofradías se caracterizaban desde el punto de vista espiritual por sus prácticas religiosas colectivas, reguladas de manera explícita en sus estatutos.

Generalmente esta clase de documentos, redactados a menudo en forma de sermón, inciden siempre en destacar toda una serie de virtudes corporativas (amor, caridad, paz, solidaridad, etc.) cuyo cultivo era en el fondo la finalidad de la propia sociedad. Su no puesta en práctica era causa de apercibimiento, e incluso de expulsión, siendo juzgada por una asamblea de cofrades siguiendo el modelo de los capítulos monásticos. Las cofradías estaban situadas bajo la advocación de un santo patrono, que coincidía obviamente con el gremial. En torno al santo se celebraba una vez al año la fiesta de la corporación, que incluía entre sus ceremonias la misa y el ágape comunitarios. En ocasiones la hermandad poseía una capilla propia, atendiendo los cofrades a su mantenimiento mediante cuotas destinadas a la compra de cirios, servicio de capellanía, etc. Los funerales por los miembros ya desaparecidos eran sin duda momentos especialmente propicios para reafirmar el espíritu de cuerpo.

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