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Desarrollo


La originalidad del Maghreb residía en la yuxtaposición de sociedades en un grado desigual de desarrollo; los desniveles que separaban a estas sociedades, sus relaciones forzosamente desiguales caracterizaban el sistema maghrebí mejor que las tradicionales oposiciones entre etnias o géneros de vida diferentes. Cualquiera que fuese su régimen de vida, la organización económica y social de estas comunidades estaba marcada por la ausencia o el débil desarrollo de la propiedad privada, la preponderancia de la economía de autosubsistencia, el estancamiento tecnológico y la falta de nitidez de las diferenciaciones internas de base material. Desde el punto de vista cultural, destaca el triunfo de la tradición puramente oral y del morabitismo particularista. Se puede señalar igualmente la emergencia de una cierta aristocracia guerrera o religiosa en Argelia; el agotamiento de las fuerzas morabíticas, en Marruecos; la acentuación de las desigualdades económicas o la continuación del poder hereditario de ciertos jefes de tribu, en la región de Trípoli. Un poco por todas partes, el Estado buscaba el apoyo de las fuerzas locales tradicionales, familias preponderantes o tribus guerreras, cuyo poder y riqueza consolidaba a expensas del resto. Más próximas a las ciudades a cuyo dominio estaban sometidas, o bien relacionadas con un mercado más o menos amplio, ciertas regiones del Maghreb se distinguían por un régimen económico y social más evolucionado que el de las comunidades rurales del interior.

En esta zona evolucionada el hombre se definía primeramente por su arraigo territorial, en gran medida estaba destribalizado, aunque conservara vivo el recuerdo de su origen étnico. Las relaciones sociales eran muy complejas. Si la pequeña propiedad campesina explotada estaba muy extendida, el notable local, y sobre todo el ciudadano y el Estado confiaban, por el contrario, la explotación de sus propiedades a trabajadores, aparceros, plantadores, arrendatarios y más raramente simples trabajadores asalariados. Aun siendo minoritarias en el conjunto del Maghreb, las ciudades, que agrupaban entre un 5 y un 15 por 100 de la población, desempeñaban en él una función desigual. Había desde capitales políticas o regionales, como Fez, Marrakech, Argel, Constantina, Túnez, Kairuán o Susa, Trípoli o Bengasi, hasta las que rozaban la categoría de burgos rurales aunque conservaran funciones urbanas. La ciudad tenía el cuasi-monopolio de la cultura escrita y proveía así funciones tan importantes como las del culto o la enseñanza religiosa, la justicia o el notariado. Era el centro del poder constituido y albergaba la administración y las tropas permanentes. Vivía en buena medida inmersa en la economía monetaria gracias a un artesanado y a un comercio relativamente activos; en estos ámbitos, aunque la pequeña empresa era predominante en número, ciertas actividades sobrepasaban ampliamente el marco local. En el terreno comercial la novedad residía en el desarrollo de las relaciones marítimas con Europa y Oriente, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XVII.

El Maghreb vendía los productos de sus campos y de sus industrias, compraba materias primas, géneros alimenticios tropicales y productos manufacturados. Estas relaciones beneficiaban, ante todo, a los hombres de negocios europeos, que tenían en sus manos la iniciativa a los Estados maghrebíes, que obtenían de ellas ingresos substanciales, y, finalmente, a la burguesía de algunos puertos activos, como Túnez. Esta burguesía del dinero disponía, no obstante, de un campo de actividad restringida y un desarrollo limitado, pues socialmente se encontraba aislada y contenida y tecnológicamente era retardataria. El ejército constituía el engranaje esencial. Su núcleo estaba formado por elementos alógenos, en las regencias, jenízaros turcos, a los que se podían añadir los raïs, o capitanes y tripulaciones corsarias, y los abid, antiguos esclavos negros, como en Marruecos. Por su disciplina, sus técnicas y su armamento superiores, estas milicias se imponían con facilidad al resto de la sociedad y constituían la muralla más segura contra el enemigo exterior, pero solían plantear problemas por sus amplios privilegios y ambiciones políticas. La gestión de los asuntos locales se efectuaba ordinariamente sin intervención del poder central; a éste le bastaba que los impuestos fuesen recaudados por intermedio de los jefes naturales y que el orden público no fuese turbado, siendo consideradas las poblaciones colectivamente responsables.

La justicia ordinaria era impartida por el magistrado religioso, o cadí, salvo que se tratase de un asunto grave que afectara al orden público o de una apelación al soberano. Culto, enseñanza y caridad estaban asegurados gracias a instituciones piadosas, y las obras públicas, gracias a contribuciones en dinero o trabajo de las poblaciones locales. El jihâd, guerra santa por excelencia, permitía ejercer una presión eficaz sobre las naciones europeas y era un medio de participar en los beneficios del tráfico marítimo, a falta de un comercio a menudo imposible, y una fuente de enriquecimiento para quienes lo practicaban, la mayor parte de las veces alógenos e indirectamente para las ciudades corsarias como Salé o Argel.

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