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Revolución Francesa

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La Monarquía francesa, al borde de la bancarrota y arrinconada por la aristocracia, pensaba encontrar un medio de salvación en la convocatoria de los Estados Generales. Desde que éstos fueron anunciados, el partido nacional tomó la cabeza en la lucha contra los privilegiados. El partido nacional estaba formado por hombres salidos de la burguesía, entre los que había juristas, escribanos, hombres de negocios y banqueros. A su lado se alinearon los aristócratas que habían aceptado las nuevas ideas, como el marqués de Lafayette, y el duque de la Rochefoucault, que reivindicaban la igualdad civil, jurídica y fiscal.El reglamento que establecía la forma en la que debían llevarse a cabo las elecciones a los Estados Generales se publicó el 24 de enero de 1789 y en él se concedía doble representación al "tiers état" para equipararlo numéricamente a los representantes de los otros dos estamentos. Para ser elector sólo se exigía tener veinticinco años y estar inscrito en el censo de contribuyentes, de tal forma que se trataba de aplicar un sufragio casi universal. Los nobles se reunirían en la capital de cada circunscripción electoral -la bailía- para elegir los diputados del estamento, y lo mismo harían los miembros del estamento eclesiástico. Sin embargo, en lo que concierne al Tercer Estado las elecciones serían algo más complicadas, pues a causa del elevado número de votantes las elecciones se efectuarían en dos o tres grados.

A pesar de que la mayoría de electores del estado llano eran artesanos y campesinos, al ser éstos poco instruidos y al ser la mayoría analfabetos, prefirieron elegir como representantes a los burgueses. Así pues, ningún campesino ni artesano acudió a Versalles como representante del Tercer Estado.Al mismo tiempo que los electores designaban a sus diputados, debían redactar unos cuadernos de quejas (cahiers de doléances) con el objeto de que cada comunidad expresase sus reivindicaciones y facilitase la tarea a cada diputado. Los cuadernos de quejas deberían constituir, pues, un cuadro muy completo de la situación de Francia en aquellos momentos. Sin embargo, hay que tener en cuenta una serie de matizaciones que los especialistas han destacado en torno a la autenticidad del contenido de esta documentación. En primer lugar, algunos de estos cuadernos estaban inspirados en unos modelos redactados con antelación para que en ellos se expusiesen, no los problemas locales, sino las grandes cuestiones que se debatían en aquellos momentos a escala nacional, tales como la abolición de los privilegios y la igualdad de todos los ciudadanos ante los impuestos. Por otra parte, no conviene olvidar que los numerosos cuadernos redactados por el Tercer Estado expresaban, más que la opinión de los campesinos y artesanos, la opinión de la burguesía. Es más, la mayor parte de ellos hacen gala de un lenguaje jurista impropio de los elementos integrantes de las capas más bajas de la sociedad.

Al lado de ellos, sin embargo, también pueden encontrarse algunas de las quejas que los campesinos habían formulado en las asambleas primarias sobre la supresión del odiado impuesto de la corvée, o el reparto de las rentas de la Iglesia. En lo que todos coincidían era en el "reconocimiento y el amor de sus súbditos por la persona sagrada del rey". Ahora bien, con todas las matizaciones que se quieran, el conjunto de estos cuadernos constituye, como afirma Vovelle, un testimonio colectivo de calidad excepcional.El proceso electoral dio lugar también a la aparición de numerosos panfletos y libelos que tuvieron una difusión muy variable. El más conocido de todos, el del abate Sièyes, titulado Qu´est-ce que le Tiers Etat?, tuvo una difusión nacional y de él se vendieron 30.000 ejemplares. Asimismo, proliferaron los clubs en los que se debatían los grandes problemas políticos y se difundían consignas para encauzar las elecciones en un determinado sentido. Los más conocidos fueron el Club de Valois, que se reunía en el Palais Royal, bajo la presidencia del duque de Orleans y al que asistían Condorcet, La Rochefoucauld, Sieyès y Montmorency, y la Sociedad de los Treinta, que agrupaba a todo la nobleza liberal, encabezada por Lafayette y Talleyrand.El 5 de mayo de 1789 el rey abrió solemnemente en Versalles los Estados Generales, compuestos por 1.139 diputados (270 de la nobleza, 291 del clero y 578 del Tercer Estado).

La primera cuestión que se planteó fue de procedimiento, pues había de determinarse si los poderes de los diputados se verificarían por estamentos o en asamblea plenaria. En otras palabras: si se votaría por órdenes o individualmente. El Tercer Estado invitó el 10 de junio a los otros estamentos a que se le unieran, pues era muy consciente de que nada serviría haber aumentado el número de sus representantes si seguía disponiendo de un solo voto frente a los otros dos órdenes. La respuesta fue escasa y sólo algunos eclesiásticos abandonaron su estamento. No obstante, el 17 de junio los diputados presentes decidieron constituirse en Asamblea Nacional y dos días más tarde el estamento eclesiástico en pleno decidió unirse al Tercer Estado. La respuesta del rey fue la de cerrar la sala de reuniones para impedir la entrada de los diputados. Éstos, indignados, se dirigieron entonces encabezados por Mirabeau y Sieyès a un edificio público que se utilizaba como frontón para el juego de pelota (salle du Jeu de Pomme). Allí se reunieron y juraron no separarse hasta que hubiesen dado una Constitución a Francia.Mientras tanto, Luis XVI había preparado una sesión real con los Estados para el día 23 de junio en la que ofreció la aceptación del consentimiento del impuesto y de los empréstitos; garantizaba la libertad individual y la de prensa; prometía la descentralización administrativa mediante el desarrollo de los estados provinciales y proclamaba su deseo de proceder a la reforma general del Estado.

Pero nada dijo sobre la igualdad fiscal, sobre la posibilidad de acceso de todos a la función pública, ni del voto por cabeza en los futuros Estados Generales. En definitiva, lo que la Monarquía hacía era aceptar sólo las reformas propuestas por la aristocracia, pero se negaba a admitir la igualdad de derechos.Al terminar la sesión real, cuando el monarca pidió a la asamblea que se disolviese, el Tercer Estado se negó a ello alegando que únicamente se retirarían por la fuerza de las bayonetas. La mayor parte del clero y algunos nobles se les unieron, y el 27 de junio el rey invitó a los más recalcitrantes a que hiciesen lo mismo, con lo que de alguna forma estaba sancionando la constitución de la Asamblea Nacional.El 7 de julio, la nueva Asamblea presidida por el arzobispo de Vienne, Le Franc de Pompignan, y compuesta por miembros de los tres estamentos, tomó la decisión de preparar una Constitución y una Declaración de Derechos. Se trataba de una decisión trascendental, puesto que ello suponía que la autoridad del rey quedaría por debajo de las leyes y de esa forma se consumaba una auténtica revolución jurídica que acababa con el principio político fundamental que había sido el sustento del poder de la Monarquía absoluto durante el Antiguo Régimen.Parece ser que no fue tanto el rey como la Corte que le rodeaba, en la que destacaban la reina, el conde de Artois, los príncipes de Conde y Conti, entre otros, los que no se mostraron dispuestos a aceptar esta revolución pacífica.

Necker fue destituido el día 11 y hubo movimiento de tropas que se dirigieron a París y a Versalles, hasta sumar un total de 20.000 hombres al mando del mariscal De Broglie. En la capital de Francia el ambiente estaba crispado por la decepción que había provocado la reunión de los Estados Generales, de la que se había esperado más, y por la presencia de estas tropas que contribuyeron a aumentar la carestía que ya se padecía en los alimentos de primera necesidad. La idea del complot aristocrático en estas circunstancias movilizó a la población parisina, que el día 12 se reunió en torno al Palais Royal, donde se encontraba el palacio del duque de Orleans, que sin duda fue uno de los instigadores de la revuelta. Allí fue arengada por el abogado Camille Desmoulins y los manifestantes se repartieron por los barrios. Se produjo el saqueo de las oficinas de los impuestos y se buscaron armas por todas partes. El arsenal de los Inválidos fue asaltado y se recogieron 28.000 fusiles. Sin duda, la Revolución había comenzado y el pueblo en armas se disponía a llevar a cabo de forma violenta lo que no había podido conseguir la revolución pacífica.Los parisinos, temerosos de que la artillería real los bombardease desde la Bastilla o desde las alturas de Montmartre, llenaron de barricadas las calles y comenzaron a buscar armas desesperadamente. El 14 de julio se produjo el asalto a la Bastilla, donde se había almacenado toda la pólvora existente en la capital.

Aquel episodio se convertiría para siempre en el símbolo de la violencia revolucionaria y en la señal de partida de unos acontecimientos que iban a mantener en vilo al país durante varios años. En realidad, aquella fortaleza, que era no solamente un arsenal, sino una prisión del Estado y guardaba con su majestuosa presencia el barrio de San Antonio, contaba en aquellos momentos con una exigua guarnición: un centenar escaso de hombres, la mayoría de ellos inválidos. Un malentendido provocó la descarga de los defensores sobre la multitud cuando se estaban llevando a cabo negociaciones. La muchedumbre consiguió asaltar el castillo y en el altercado se produjeron varias muertes, entre ellas la de su alcaide Launay. Las tropas reales no se movieron, puesto que sus oficiales temían que los soldados se unieran al motín. Se formó una municipalidad revolucionaria, se creó una Guardia Nacional, a cuyo mando se pondría La Fayette, y se adoptó una escarapela con los colores rojo y azul de París, a los que se añadió el blanco real.El rey, ante la marcha de los acontecimientos dudaba entre marcharse a Metz para ponerse bajo la protección de las tropas más fieles o quedarse. Optó finalmente por esto último, lo que significaba ceder a la presión de los revolucionarios. El mismo acudió a la Asamblea para anunciar la retirada de las tropas y el día 16 volvió a llamar a Necker. La entrada en París de Luis XVI en medio de una gran masa popular y escoltado por la Guardia Nacional significaba la aceptación de la Revolución por parte de la Monarquía.

El ejemplo de París fue seguido en casi todas las ciudades del país, en las que se estableció una nueva organización municipal, y una milicia que recibió también, como en la capital, el nombre de Guardia Nacional. Esta simultaneidad de la revolución ha hecho pensar a algunos en la idea de un complot tramado, bien por el duque de Orleans, bien por los masones, o bien por los mismos aristócratas. Pero en realidad, lo que ocurrió es que desde 1788 se habían establecido relaciones entre las ciudades y el sistema electoral en varios grados había contribuido a dar cohesión a la burguesía, proporcionándole al mismo tiempo la fuerza política de la que carecía con anterioridad.En el campo, el miedo se extendió por todas partes y afectó a todas las regiones. Fue "la Grande Peur" que provocó el asalto de los campesinos a los castillos y la quema de los archivos en los que se custodiaban los títulos de propiedad señorial de la tierra. Todo ello no significaba más que el deseo del mundo campesino de abolir el régimen feudal que tanto le oprimía. Hasta esos momentos, la Revolución había sido esencialmente una revolución burguesa, una revolución jurídica. Los diputados querían redactar una Constitución en la que se recogiesen los derechos fundamentales a la libertad individual, a la igualdad y también a la propiedad. Ahora bien, al ser también los derechos feudales una forma de propiedad, la Asamblea sintió la necesidad de hacer algunas concesiones a los campesinos, para evitar que no sólo los derechos feudales, sino la misma propiedad burguesa fuesen cuestionadas.

Así, el 4 de agosto, bajo la influencia de Thiers, el grupo de los privilegiados aceptó el sacrificio de decretar la abolición del régimen feudal, la igualdad ante los impuestos y la supresión de los diezmos. Sin embargo, a la hora de redactar esos decretos se dejó bien claro que esos derechos no se abolían pura y simplemente, sino que deberían ser redimidos por los arrendatarios siguiendo unos coeficientes establecidos por la Asamblea que representaban en su conjunto unas veinte veces el montante anual de esos derechos.El campesinado se sintió decepcionado, aunque, como diría cínicamente el marqués de Ferrières: "Esta facilidad que se les da a los arrendatarios de redimir los derechos feudales no es tan contraria a sus intereses como podrían pensar en un principio". No obstante, las medidas, que fueron difundidas por medio de numerosos panfletos y periódicos, sirvieron para apaciguar a las turbas campesinas y se consiguió restablecer un relativo orden. De esta forma, la Asamblea se dispuso a reemprender su tarea con una cierta tranquilidad.

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