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La negativa a aceptar aproximaciones religiosas, y por lo tanto culturales también, con respecto al mundo latino se acentuó después de la intervención militar y política de 1204, y tomó matices de xenofobia en algunas revueltas urbanas (en Constantinopla, 1299 contra los venecianos, 1305 contra los mercenarios catalanes) o, al menos, de profunda antipatía e incomprensión recíprocas, acentuada por el dominio mercantil que ejercían los occidentales. Pese a la defensa de ciertos intereses comunes, la actitud griega habitual prefirió conservar y acentuar sus señas de identidad, sobre todo las religiosas: los intentos imperiales en pro de la unión de las Iglesias, que se suceden desde 1274 hasta 1439, fracasaron al no contar con respaldo entre el clero y pueblo. Es más, ante la decadencia del Imperio, "es la Iglesia quien con frecuencia sobrepasa su misión y toma el lugar de un poder temporal debilitado" (Ducellier), y en los últimos momentos acepta el dominio turco como mal menor, pues los otomanos no eran proselitistas y, a cambio de la sumisión, aseguraron el control griego sobre todas las iglesias ortodoxas: el patriarcado serbio no se reconstruyó hasta 1557 y el de Moscú hubo de esperar a 1589. La continuidad ortodoxa favoreció así la continuidad helénica, que no encontró medios de expresión política porque el Imperio se deshizo sin dejar como heredero a un Estado griego menor pero homogéneo. Por eso, los sucesos y novedades religiosas de la última época bizantina tuvieron eco y trascendencia grandes.

Hubo un movimiento de espiritualidad mística muy importante, la "hesychastia" o quietismo, de matiz neoplatónico, que pretendía el contacto con la paz divina a través del rezo, el silencio y la disciplina de la mente. Después del impulso que recibió de sus fundadores, Nicéforo Hesychasta y Gregorio Sinaita, la nueva doctrina fue aprobada por un concilio de la Iglesia ortodoxa, en 1351, a instancias de su gran valedor, Gregorio Palamas, que sería considerado santo desde 1368, y con el apoyo de Juan VI Cantacuceno. Los escritos de Palamas y de su contemporáneo Nicolás Kabalisas aseguraron el éxito de la "hesychastia" durante siglos en un mundo ortodoxo en expansión, donde la influencia religiosa y cultural de Bizancio continuó ejerciéndose: a través de Crimea, por ejemplo, se transmitía hacia Rusia; en Suceava se estableció un metropolita ortodoxo en 1391, con objeto de organizar las iglesias centroeuropeas de Galitzia y Moldavia, mientras que la ortodoxia y su bagaje cultural penetraban en tierras rumanas, donde se utilizó el eslavón como lengua litúrgica y literaria: en ellas fundó Nicodemo de Tismana, difusor de la "hesychastia", los monasterios de Vodita y Tismana. Aunque el nuevo misticismo, inspirado en ideales eremíticos y monásticos, desconfiaba de la cultura filosófica racionalista, no se rompió por completo con la filosofía de raíz aristotélica que dominaba desde el siglo XII y que todavía practicó en el XIV Demetrio Cydones, traductor de Tomás de Aquino.

Pero hubo un retorno a Platón que reflejaba también, en cierto modo, el rechazo a la teología latina escolástica y la vuelta a tradiciones griegas. Se siguió utilizando el procedimiento clásico de paideia en las escuelas y surgieron centros de actividad cultural tanto en Constantinopla ("Museion" o universidad de Andrónico II, "Katholicon Museion" de Manuel II) como, lo que es novedad, en capitales provinciales: Trebisonda, Salónica, Esmirna, Ochrida. Entre los nuevos platónicos hay que destacar a Teodoro Metochita, Nicóforo Gregoras (1295-1350) y Jorge Gemistos Plethon (1360-1452), cuya influencia fue grande sobre Besarión, futuro cardenal de la Iglesia romana e introductor del platonismo en los medios humanistas italianos de mediados del siglo XV. El mismo Plethon, que acudió como experto al Concilio de Florencia, escribió allí un tratado sobre "Diferencias entre Aristóteles y Platón", que inspiraría la Academia Platónica patrocinada por Cosme de Médici, e influiría en la obra de autores como el cardenal Nicolás de Cusa o Marsilio Ficino. La aportación griega al Humanismo italiano de aquellos decenios es innegable: hubo incluso algunos profesores de griego como Juan Argyropoulos, refugiado en Florencia desde 1434, o Demetrio Chalkokondylis, que enseñaba en Padua en 1463, y, desde 1486, una imprenta griega en Venecia. Así llegó a los latinos algo de la herencia cultural bizantina en los momentos finales y trágicos del Imperio.

Los autores de la última época fueron, con frecuencia, escritores enciclopédicos, al modo de Nicéforo Blemmydes: Teodoro Metochites, además de su actividad política junto a Andrónico II, cultivó la poesía, la astronomía, las matemáticas y la geometría. Máximo Planudio era astrónomo, además de gramático griego y latino, rétor y filósofo. Juan Aktuarios y Nicolás Myrepsos compilaron tratados de medicina, según las tradiciones árabes y persas, que también fueron conocidos en los países latinos. La obra de los cronistas, memorialistas e historiadores muestra con claridad el cambio de actitud cultural y política. En el primer aspecto hay una reivindicación de la identidad griega -coincidente con el uso literario del griego vulgar pre-moderno por otros autores-, y en el segundo el paulatino abandono de la idea de perennidad necesaria del Imperio, combinada con el análisis de las causas que provocaban su destrucción. Tales tendencias se observaban ya en Jorge Akropolita, historiador del Imperio de Nicea, y continúan en la obra del monje Jorge Pachymero, que cubre el periodo siguiente, hasta 1308, y en otras dos de concepción opuesta pero debidas a escritores de calidad: la "Historia Romana" de Nicéforo Gregoras y las "Memorias" de Juan Cantacuceno, antiguo emperador. Los autores del siglo XV habían perdido ya la esperanza en la continuidad del Imperio: así se observa en Jorge Sphrantzes, que escribe en Mistra; en Laonikos Chalkokondylis, cronista del periodo 1420-1470, o en Critobulo de Imbros, que dedica la mayor parte de su obra a narrar las conquistas de Mehmet II.

El cambio de sensibilidad se muestra también en la arquitectura y las artes religiosas, cuyos modelos bizantinos siguieron extendiéndose a otros pueblos pertenecientes a la Iglesia ortodoxa. ¿Hay una posible relación entre el "impulso místico y la verticalidad acentuada" de las cúpulas, como opina A. Ducellier, o se trata de una nueva tendencia estética paralela, en cierto modo, a las nuevas corrientes del gótico occidental? Las plantas de los templos y sus programas decorativos e iconográficos siguieron como en épocas anteriores , según se observa en las iglesias de Pantanassa y san Demetrio, de Mistra; en la de los santos Apóstoles de Salónica, o en las construidas en Serbia (Gracanica, Sopocani, Pec), en Bulgaria (Mesembria) o, posteriormente, en Rusia. La novedad mayor fue, tal vez, la desaparición del mosaico desde el siglo XIV, sustituido por la pintura al fresco, que permitía mayores matices expresivos, aunque apenas se aprovecharon. El mosaico se utiliza aún en el templo constantinopolitano de san Salvador de Cora o Kariye, cuya restauración fue ordenada por Teodoro Metochites: su estilo alejandrino muestra, una vez más, el elevadísimo grado de permanencia de las tradiciones artísticas que el Imperio cultivó y transmitió a otros pueblos integrados en la Iglesia ortodoxa.

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