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Rango

Siglo XVII: grandes

Desarrollo


La situación de Francia en los inicios de la última década del Quinientos resultaba especialmente alarmante por los efectos devastadores que las continuadas guerras de religión habían traído consigo. La conversión al catolicismo del hugonote Enrique de Navarra, su proclamación como Enrique IV (1594-1610), primer rey de la familia Borbón que ocupaba el trono, y sobre todo la promulgación del Edicto de Nantes (1598) que ponía punto final a los enfrentamientos religiosos, fueron algunos de los elementos que incidirían en la apertura de una fase de tranquilidad y orden en la agitada historia francesa de por entonces. La política del nuevo monarca Borbón se caracterizaría por la recuperación del poder del Estado, por la afirmación de su autoridad y la de sus ministros, por los planes de reconstrucción económica y, en el plano interestatal, por su oposición al dominio español de la Europa occidental. No obstante, la primera década del siglo XVII gozó de uno de esos extraños períodos de paz en las relaciones internacionales, no tanto por los afanes de una pretendida generación pacifista sino por efecto del cansancio, del agotamiento de las principales potencias que parecieron darse un breve respiro en sus pretensiones expansionistas. Pero incluso en esta etapa de relativo sosiego no faltaron las maquinaciones entre los Estados, las intrigas diplomáticas, las ayudas más o menos encubiertas a los rivales de los enemigos, como fácilmente pudo comprobarse en los apoyos de Enrique IV a los rebeldes holandeses, en su alianza con la Unión Evangélica de los príncipes protestantes alemanes o en los preparativos para el inicio de las hostilidades contra los Habsburgo que quedaron abortados por su asesinato.

En el interior del país, los deseos de orden y de paz y el hastío de la pugna religiosa ayudaron muy mucho a la reconstrucción nacional. El Edicto de Nantes había traído la confirmación legal de la tolerancia, permitiendo que ambos bandos, aunque con reticencias y no del todo convencidos de la nueva situación, aceptaran una convivencia que se presentaba más o menos forzada según los lugares y las circunstancias particulares de los grupos hasta entonces enfrentados. El catolicismo quedaba como religión del Reino, aunque se permitía a los calvinistas la libertad de practicar su culto en las zonas de predominio hugonote y en los territorios de los señores jurisdiccionales que así lo quisieran, además de concedérseles una serie de plazas fuertes y estratégicas para su mayor seguridad. La situación continuó siendo tensa, pudiéndose romper en cualquier momento el difícil equilibrio conseguido, no faltando tampoco quienes en uno y en otro bando siguieron mostrándose intransigentes y dispuestos a modificar a cualquier precio el estado de cosas existente. El asesinato del monarca en 1610 por un antiguo miembro de la Liga, Ravaillac, no haría sino confirmar estos augurios pesimistas. Hasta el momento de su muerte, Enrique IV procuró gobernar de la forma más conveniente para atraerse el reconocimiento de la mayoría de sus súbditos. Abierto, flexible, de trato humano y cordial, no se olvidó sin embargo de dejar bien sentado el principio jerárquico de la soberanía que encarnaba.

Controló a los gobernadores y a las autoridades locales, mantuvo a raya a los componentes nobiliarios que podían resultarle peligrosos, no convocó a los Estados Generales y potenció la actuación de los comisarios regios en sus labores de inspección. De esta manera se fue robusteciendo de nuevo el aparato del poder central bajo la dirección de la Monarquía por él representada. Especial interés suscitó el saneamiento financiero y la revitalización económica del país. Dos personalidades destacaron en la realización de estos objetivos: Maximilien de Béthune, duque de Sully, antiguo jefe protestante nombrado superintendente de Hacienda y gran veedor de Francia, y Barthélemy Laffemas, familiar del rey, de clara adscripción mercantilista. El primero reorganizó el sistema impositivo tradicional, se preocupó por aumentar las subsistencias, procuró dinamizar las tareas agrícolas ayudando para ello a los labradores y a la nobleza rural, restableció terrenos comunales, ordenó la desecación de pantanos... El segundo impulsó una política mercantilista reuniendo para sentar sus bases una Comisión del Comercio, fundó algunas manufacturas reales, promovió el cultivo de plantas para uso industrial y relanzó el comercio exterior, aunque no consiguió llegar a crear una Compañía de las Indias al estilo de las de Inglaterra y Holanda. Ante la necesidad de obtener nuevos recursos, se pusieron en venta los cargos reales y se instituyó la vulgarmente llamada "paulette", recaudación anual que permitía el reconocimiento oficial de la propiedad de cada cargo.

Por este mecanismo se fue formando una nutrida nobleza de toga, integrada por nuevos funcionarios que pronto se hicieron con una parcela importante del poder, hasta el punto de convertirse casi en un cuarto Estado, colectivo mal visto y combatido por la nobleza de espada que se veía poco a poco desplazada de su posición preeminente por estos recién llegados al mundo aristocrático, a los que consideraba advenedizos. Este malestar nobiliario se unía a otras quejas provenientes de los rentistas, descontentos con su precaria situación, y de los sectores populares, presionados cada vez más por una política fiscal agobiante. La cuestión religiosa aportaba también su dosis de intranquilidad social, pues para algunos el monarca seguía siendo un usurpador que favorecía en secreto la causa de los protestantes, mientras que los jesuitas eran expulsados del Reino acusados de ser los instigadores de algún que otro atentado contra el rey, de los muchos que sufrió. No resultó extraño, pues, que Enrique IV fuese finalmente asesinado, víctima de la intolerancia religiosa y de las maquinaciones políticas por su oposición a la Casa de los Habsburgo. Su muerte se produjo precisamente cuando iba a emprender una acción militar contra España, que simbolizaba por entonces el liderazgo de la causa católica. Con la desaparición del monarca se abrió otra vez uno de esos difíciles períodos de inestabilidad que toda minoría de edad del sucesor provocaba.

La gran nobleza mostró pronto su descontento y sus afanes de poder frente a María de Médicis, la viuda del rey fallecido que había asumido la regencia y que gobernaba auxiliada por sus consejeros privados, especialmente por Concini; los protestantes tomaron de nuevo las armas, dado el giro tan significativo a favor de la causa católica que la regente había impuesto, manifestado sobre todo en las buenas relaciones establecidas con España, que modificaban sustancialmente la política exterior llevada a cabo por Enrique IV y que se concretarían en el doble compromiso matrimonial del delfín Luis con la infanta Ana de Austria, por un lado, y el del príncipe de Asturias, Felipe, con Isabel de Borbón, por el otro. En este ambiente agitado se hizo necesaria la convocatoria de los Estados Generales, que se reunieron en 1614 en la que sería su última presentación hasta que los trascendentales acontecimientos de la Revolución Francesa generasen una nueva convocatoria. En contra de lo que podría haber ocurrido, teniendo en cuenta la protesta nobiliaria, las pretensiones eclesiásticas protridentinas y el malestar de los grupos burgueses por la situación económica que de nuevo se estaba padeciendo, el poder central no se vino abajo, sino que salió relativamente robustecido al asumir las funciones de arbitraje y contentar lo mejor que supo las distintas peticiones estamentales sin hacer dejación de su máxima autoridad.

Los representantes del Tercer Estado apoyaron a la Monarquía frente a las pretensiones de la nobleza, la cual al no ver conseguidos sus deseos intentó un levantamiento que pudo ser sofocado por la regente no sin alguna dificultad. Las luchas por el poder, el desprestigio de la regencia y de sus asesores italianos y las presiones para imponer un nuevo rumbo a la política del Gobierno, forzaron la proclamación del joven rey Luis XIII (1610-1643), quien tuvo que tomar la iniciativa apartando a su madre del poder, anulando a la camarilla de ésta y accediendo al asesinato del favorito Concini en 1617. La situación política lejos de aclararse se complicó todavía más si cabe, pues los partidarios de María de Médicis empezaron a intrigar, los sectores nobiliarios inconformistas siguieron con sus asechanzas y de nuevo brotó el problema religioso con la cuestión de los hugonotes del Bearn, que suscitó otro más de los momentos tensos que amenazaban con reiniciar la guerra de religión. En este clima de incertidumbre y de confusión, con bandos enfrentados por la defensa de sus respectivos intereses estamentales, con una falta de definición de una política coherente por parte del aparato estatal, empezó a dejar sentir su presencia quien sería la figura clave, junto al monarca, de los destinos del Reino francés en los siguientes años: Armand Jean du Plessis, el cardenal Richelieu.

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