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Pero quizá el caso más curioso e instructivo de las contradicciones de una ciudad en el siglo IV a. C. lo constituya la pequeña pólis de Priene. Merece la pena acercarse a ella con cierto detalle, y por ello comenzaremos por recordar que, abandonando el emplazamiento primitivo de la urbe por haberse cegado sus puertos, los ciudadanos decidieron construir una nueva Priene hacia el 350 a. C., ayudados por Atenas; y a la hora de planearla se empeñaron, sin mucha imaginación, en aplicar el sistema tradicional de las colonias. En realidad, ya el propio esquema teórico mostraba sus estrechas limitaciones cuando se eligió el emplazamiento: al ser éste un terreno inclinado, todas las calles N.-S., en algún tramo de su recorrido, necesitan escaleras, siendo por tanto inútiles para el tráfico rodado. Pero tan grave inconveniente para el movimiento interno de la ciudad no es un defecto aislado. Además, nos encontramos con que las puertas de las murallas no se hallan a ambos extremos de una misma calle, sino que enlazan con vías paralelas, pero diferentes y difíciles de enlazar entre sí: se trata de mantener la idea clásica según la cual la ciudad es centro de su territorio, nunca lugar de paso; algo que los esquemas comerciales en ascenso empezaban a poner fuertemente en duda. Y algo parecido cabe decir de la ya paradójica acrópolis, gigantesca y casi aislada de la ciudad: en una época en que los ejércitos son más de mercenarios que de ciudadanos, incluso hay leyes que prohíben a los jefes de guarnición descender de su fortín, para evitar golpes de Estado: la fortaleza es ya más un enemigo potencial que un lugar de refugio.

Con tales incongruencias de base, sólo se comprende la pervivencia de Priene hasta fines del mundo antiguo si se tiene en cuenta que nunca creció, y que jamás alcanzaría más allá de 10.000 habitantes; con esta limitación, todas las incomodidades podían soportarse. Para irse poniendo al día lo más posible, bastó que, siglo a siglo, se fuesen incorporando a su caserío las novedades urbanísticas y arquitectónicas que en todas partes se desarrollaban paralelamente. Así, aparte de los templos tradicionales (entre ellos, el ya comentado de Atenea que proyectó Piteo y cuya terminación hubo de financiar Alejandro), vemos cómo se levanta en el siglo III a. C. un templo a los dioses egipcios, fruto de la difusión comercial helenística. Pero sobre todo aparecen edificios concretos destinados a funciones determinadas: es el caso, por ejemplo, del bouleutérion o ekklesiastérion (sede del consejo o de la asamblea de ciudadanos que gobernaba la ciudad), sala cubierta y con gradas muy típica del helenismo. También merece una mención el teatro, con gradas de piedra y escena arquitectónica compleja, de las que aparecen a fines del siglo III a. C.; y no cabe olvidar el gimnasio situado junto al estadio: este tipo de edificio, escuela para niños a la vez que lugar para ejercitar el cuerpo, con su patio porticado para competiciones y su sala para lavarse tras los ejercicios, es el verdadero símbolo de la cultura griega en todo el mundo helenizado.

Junto a estos edificios, interesa ver, en el entramado de la ciudad, cómo se imponen los espacios y ambientes nuevos, rompiendo con la tradición clásica; en este sentido, quizá lo más claro sea el desarrollo urbanístico de la zona del ágora: pórticos y columnatas rodean la plaza, llevándose el comercio a las salas construidas bajo sus soportales; y mientras tanto el área central se llena hasta lo inverosímil de estatuas, bancos de piedra y monumentos varios, convirtiéndose en simple lugar de encuentro y en prestigioso escaparate de la ciudad y sus habitantes. Decididamente, el ágora ha pasado a ser un espacio decorativo, y sus funciones antiguas se han descentralizado por completo. Priene muestra a la vez las causas de la crisis del urbanismo clásico y las soluciones parciales que podían adoptarse cuando ya la planta de una urbe estaba trazada. Pero cabía un planteamiento del urbanismo más radical, que rompiese con la tradición para ajustarse decididamente a los nuevos tiempos. Y ese nuevo urbanismo debió de discutirse e iniciarse con Alejandro. En efecto, se trataba de un momento óptimo para tal tipo de disquisiciones: el conquistador, en sus larguísimas campañas, fundaba una colonia tras otra; cabía por tanto hacer todo tipo de ensayos, incluso teniendo en cuenta elementos tan desconocidos en la Grecia clásica como los palacios de reyes y gobernadores.

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