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Concluido el periodo de diez días establecido para la elección de nuevo Papa, se reunió el cónclave en San Pedro, siendo elegido, en la primera votación, el cardenal Nicolás Boccasini, uno de los pocos que había permanecido en todo momento junto a Bonifacio VIII en los tensos momentos del asalto al palacio pontificio de Anagni por las gentes de Nogaret y de los Colonna. Aunque no se había significado personalmente en el enfrentamiento con Felipe IV, era considerado un partidario del difunto Pontífice, cuyo nombre tomó como Papa, convirtiéndose en Benedicto XI. Contaba el nuevo Papa con el apoyo de Carlos II, seguramente porque, siendo legado en Hungría, había apoyado la candidatura de Carlos Roberto, hijo de aquél, al trono húngaro, aunque sin éxito. Un fuerte contingente de tropas napolitanas tomó Roma y con ellas fue posible eludir la presión francesa y las maniobras de los Colonna y proceder a la elección sin contratiempos. La situación, pese a todo, era extraordinariamente difícil; a la tensión con Francia había que sumar la enemistad de los dos cardenales Colonna, a los que se había excluido del cuerpo electoral por su condición de excomulgados. La permanencia en Roma se hizo para él imposible. Levantó las penas canónicas a los Colonna y les restituyó su dignidad cardenalicia, pero sin restitución de bienes, repartidos por Bonifacio VIII entre los Gaetani y los Orsini, y que aquellos reclamaron airadamente.

Absolvió a Felipe IV y a sus colaboradores de cualquier responsabilidad en los sucesos de Anagni, pero condenó duramente aquellos hechos y a sus responsables directos, entre ellos Guillermo de Nogaret, con quien se negó a tratar; sólo la temprana muerte impidió a Benedicto XI pronunciar solemnemente nuevas condenas contra los responsables directos del atentado de Anagni. Levantó todas las condenas emitidas contra Francia y sus gobernantes, pero se negó absolutamente a la convocatoria de un concilio en el que se juzgase la actuación de Bonifacio VIII, petición en la que pronto veremos empeñada a la diplomacia francesa. En abril de 1304 abandonó la inhabitable Roma y un mes después hallaba sosiego en Perusa; este abandono de Roma abre un largo periodo de ausencia del pontificado de la ciudad, para cuyo correcto entendimiento es preciso subrayar tanto los hechos ocurridos en Anagni como la propia decisión de Benedicto XI. Pésima era también la situación económica, ya que las reservas acumuladas por la buena gestión de Bonifacio VIII habían sido saqueadas durante el asalto de Anagni; fue preciso recurrir a préstamos de banqueros florentinos. A pesar de ello, su breve pontificado fue muy importante: sin ceder en lo sustancial, manteniendo incluso las condenas contra altos personajes, suavizó las relaciones internacionales. Menos personalista que su predecesor, dio mayor participación a los cardenales en la marcha de la Iglesia. Su actividad fue considerable, no sólo en relación con Francia, sino con todo el mundo cristiano: con Sicilia, a cuyo título renunció Federico para titularse únicamente rey de Trinacria; con Aragón, acerca de la toma de posesión de Córcega y Cerdeña; con el Imperio, tratando de establecer al hijo de Carlos II en Hungría; y también con el norte y este de Europa.

Actividad considerable, pero demasiado corta en el tiempo; el 7 de julio de 1304, en Perusa, fallecía Benedicto XI, seguramente de muerte natural. La división existente en el Colegio cardenalicio, y las presiones diplomáticas que sobre él se ejercieron, se tradujeron en un cónclave de once meses de duración; la diplomacia francesa no quiso dejar escapar una situación favorable como, en cierto modo, había sucedido con ocasión de la elección anterior. Así, el 5 de junio de 1305 era elegido Bertrand de Got arzobispo de Burdeos; no es exactamente un francés, ya que Burdeos es posesión inglesa, aunque bastante vinculado a Francia: su elección debe ser considerada como un éxito francés. El nuevo Pontífice dio muestras enseguida de su deseo de trasladarse a Italia, pero, previamente, deseaba lograr la definitiva paz entre los reyes de Francia e Inglaterra, presupuesto imprescindible para la organización de una cruzada. Por ello fijó su coronación para el 1 de noviembre de 1305 en Vienne, en el Delfinado; no es territorio italiano, pero tampoco es territorio francés en aquel momento, sino del Imperio, y podía ser lugar adecuado para que los dos reyes se entrevistaran con el Pontífice. Son cuestiones que conviene precisar para situar en sus justos términos la instalación pontificia en Aviñón. Las presiones francesas fueron intensas desde el primer momento y de ellas fue saliendo Clemente V con cesiones parciales; cuando ese verano una embajada francesa solicitó la apertura de un proceso contra Bonifacio VIII, logró desviar la presión aceptando la petición francesa de que la coronación tuviera lugar en Lyón, ciudad, en ese momento, perteneciente al Imperio.

Allí fue efectivamente coronado el 14 de noviembre. Era sólo el comienzo de las coacciones; después de la coronación insistió Felipe IV en sus peticiones ante el Pontífice. Este consiguió aplazar la decisión remitiéndola a una entrevista ulterior; se ganaba tiempo, pero en cada encuentro iban quedando retazos de la autoridad pontificia: en esta ocasión el monarca francés lograba de Clemente V la anulación de las dos polémicas bulas de Bonifacio VIII, "Clericis laicos" y "Unam Sanctam". Ello obligaba además a aplazar el traslado a Italia. Desde mayo de 1406 enfermó gravemente el Pontífice, abriendo un paréntesis de casi un año; una nueva entrevista en Poitiers en abril de 1307 terminó también sin conclusiones al respecto. Quizá Felipe IV llegó al convencimiento de que no podría vencer la resistencia del Pontífice sin nuevos elementos de presión. El proceso a los templarios sería el elemento nuevo en la pugna, sin abandonar, al mismo tiempo, la solicitud de proceso contra Bonifacio VIII. La fama de los templarios era mala; eran muy ricos y el secreto de su Regla y sus prácticas de iniciación excitaban los más increíbles rumores. Desde la caída de San Juan de Acre, y la consiguiente liquidación del Reino Latino, los templarios carecían de una misión que justificase su existencia; se había intentado, sin éxito, fusionarles con los hospitalarios que, en situación similar, habían hallado una razón de existencia en la lucha contra los piratas y estaban logrando limpiar el Mediterráneo de su presencia.

Desde hacia un siglo los templarios se habían convertido, especialmente en Francia, en banqueros, ofreciendo la invulnerable seguridad de sus casas y transporte de dinero; su riqueza les permitía adelantar fondos a una Monarquía, como la de Felipe IV, continuamente necesitada de dinero. Los templarios eran acreedores del monarca y reunían un poder que no encajaba con el centralismo de Felipe IV y sus colaboradores. El control de su riqueza y poder y el ejercicio de otra presión sobre el Papa son razones que es preciso tener en cuenta para explicar la arriesgada decisión de Felipe IV. El 13 de octubre de 1307, todos los templarios de Francia fueron detenidos por orden real, y sus bienes retenidos. Se habían acumulado en los últimos meses las más terribles acusaciones sobre la Orden, cuyo contenido fue hábilmente difundido; inmediatamente se dispuso de un arsenal de acusaciones procedentes de las confesiones de los propios templarios, sometidos a las más terribles torturas. Protestó el Pontífice logrando únicamente la cesión de los templarios a un tribunal cardenalicio, ante el que los acusados se retractaron de sus confesiones. En junio de 1308, Clemente V y Felipe IV se entrevistaban nuevamente en Poitiers con los dos grandes temas pendientes: el solicitado proceso a Bonifacio VIII y el incoado contra los templarios. El rey presentó todas las demandas en bloque, ante las que el Papa se defendió como pudo: continuación de los procesos, canonización de Celestino V, exhumación y quema de los restos de Bonifacio VIII, celebración del próximo concilio en Francia.

A ello se añadió la demanda de apoyo a Carlos de Valois como rey de romanos, dignidad recientemente vacante. En cuanto a los templarios, impresionado por las declaraciones de un grupo de ellos convenientemente escogido, encomendó la custodia de todos los arrestados a Felipe IV, que administraría también los bienes de la Orden. El proceso sería doble: ante tribunales episcopales se verían los delitos individuales; ante la Curia, las acusaciones contra la Orden y los grandes dignatarios. En definitiva, la sentencia final se remitía a un concilio convocado para el 1 de octubre de 1310 en Vienne, en el Delfinado. En lo que se refiere al proceso a Bonifacio VIII, Clemente V se negó inicialmente, para, a continuación, inclinarse a oír las acusaciones que se quisiesen hacer acerca de aquél, con la esperanza de cerrar definitivamente el asunto. Las audiencias comenzaron en marzo de 1310 y se alargaron por la deliberada intención del Papa, que soportó un aluvión de infamantes testimonios perfectamente amañados por la Administración francesa. El proceso embarrancó finalmente un año después, no sin grandes esfuerzos y considerables cesiones; entre ellas, la anulación de todos los actos de Bonifacio VIII contrarios a Francia y la absolución de Nogaret, con ciertas condiciones que él nunca se molestó en cumplir. Algún tiempo después, en mayo de 1313, Celestino V era canonizado, lo que, indirectamente, constituía otra satisfacción para Felipe IV. Otro curso bien distinto siguió el proceso contra los templarios; los distintos tribunales franceses, pese al férreo control establecido por los funcionarios reales, fueron recogiendo retractaciones de los templarios, respecto a sus anteriores confesiones, en cuanto se sintieron mínimamente protegidos.

Pese a todas las precauciones tomadas, el juicio contra la Orden iba tomando un sesgo contrario a los intereses del rey a lo largo del año 1309. Las noticias que llegaban de los demás Reinos tampoco eran satisfactorias para él: en todos los no sometidos a la influencia de Francia, los templarios eran declarados inocentes, aunque en algún caso se procediera a la detención de templarios y secuestro de sus bienes. Por ello probablemente, Felipe IV, siguiendo el habitual estilo de sus consejeros, se decidió a dar un nuevo giro de tuerca; el 12 de mayo de 1310 fueron quemados 54 templarios, condenados por el arzobispo de Sens como relapsos, por haberse retractado de sus anteriores confesiones. Quedaba claro que en el futuro nadie defendería a la Orden, ni los representantes pontificios o los obispos, ni, salvo casos muy excepcionales, los propios templarios. Cuando después de un gran aplazamiento, en octubre de 1311, abría sus sesiones el Concilio de Vienne, la suerte de la Orden estaba echada. Felipe IV volvió a sus maniobras con nuevas peticiones sobre la ya vieja cuestión del proceso a Bonifacio VIII, de tal manera que, cuando los conciliares solicitaron estudiar la cuestión de los templarios en las sesiones del concilio, Clemente V zanjó la cuestión declarando, por bula "Vox in excelso" de 3 de abril de 1312, la disolución de la Orden por vía administrativa. En teoría, los bienes de los templarios serían transferidos a los hospitalarios; en la práctica, la mayor parte quedaron en manos de Felipe IV que presentó una crecida cuenta de gastos de proceso. En cuanto a los dignatarios del Temple, su caso fue visto por una comisión de tres cardenales franceses que les sentenció a cadena perpetua; cuando protestaron negando las autoinculpaciones que habían venido sosteniendo, fueron condenados también a la hoguera (18 de marzo de 1314).

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