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Esa revuelta origina un corto período de confusión, mostrando de nuevo la debilidad del sultanato, pero permite también el acceso del sultán Mahmud I (1730-1754), que desplazó del poder a los jenízaros restaurando el orden tradicional. Encaminó la acción gubernamental en dos direcciones: la renovación del aparato militar y el reforzamiento del sistema defensivo del Imperio. Dada la desconfianza ante los jenízaros, Mahmud encargó la primera tarea a un francés afincado en Turquía que acabó convirtiéndose al Islam, el conde de Bonneval. Éste quería, ante todo, introducir en el ejército turco las innovaciones realizadas en los ejércitos europeos, así creó en 1734 una escuela de ingenieros, dirigida especialmente a la formación de una artillería moderna. Respecto a los jenízaros se hizo una política de actualización salarial que contentase a estos soldados y, por último, las defensas se redoblaron construyendo numerosas fortalezas y guarniciones en puntos estratégicos o fronterizos. La segunda orientación de la política de Mahmud era lograr la paz restaurando la confianza de las provincias de Anatolia en la organización imperial otomana y para ello aumentó los poderes de los notables al tiempo que los asimilaba a la estructura central. En otro orden de cosas, impulsó la economía mejorando la producción a todos los niveles y saneando la hacienda pública; continuó la obra de su antecesor en la construcción de palacios, bibliotecas y otros edificios públicos, embelleciendo de manera especial Estambul, la capital, cuyo ejemplo urbanístico seria imitado en provincias.

Aprovechando los reveses militares turcos en la zona oriental del Imperio, los rusos deciden retomar su iniciativa alrededor del Caspio y toman Azov en 1736, convirtiendo la zona ribereña de este mar en nuevo escenario de lucha. Austria, al mismo tiempo, entra en la guerra apoyando a Rusia y ataca Bosnia y Bulgaria. Los turcos contestan con un contraataque rápido y contundente y toman Belgrado. Gracias a la mediación francesa el conflicto no se prolongó y se firma la Paz de Belgrado (1739), que supone la recuperación del prestigio militar otomano y su restablecimiento como potencia poderosa. En ella Austria sería la gran perdedora ya que tuvo que devolver todos los territorios que se había anexionado en Passarowitz; Rusia debería observar el statu quo anterior y se comprometía a no llevar ningún barco militar o mercante al mar Negro. En esa época el único foco de conflicto sería Irán donde motivos religiosos y políticos se combinaron para desencadenar una revuelta contra la decadente dinastía sefévida, que fue sofocada fácilmente. La muerte de Mahmud da paso al sultanato de su hermano Osman III (1754-1757), hombre débil y sin carácter, cuyo corto reinado se caracteriza por la secuencia de visires anodinos y la creciente hostilidad que despiertan sus medidas entre la población al significar un afianzamiento del elemento musulmán integrista frente a la tolerancia. Le sucede el hijo de Ahmed III, Mustafá III (1757-1773), que aparece como la gran alternativa al anterior, firme partidario de una política pacifista con Europa como medida indispensable para la solución de los problemas internos.

Mantuvo en el cargo al último visir, Raghilo Pachá, con ideas pacifistas en el exterior y reformistas en el interior, y se aprestaron a la adopción de reformas por doquier. La principal atención se centró en el funcionamiento de la Administración, en especial de la justicia, promulgando leyes que impedían la arbitrariedad y los abusos de notables y agentes del gobierno en el ejercicio de sus funciones y reforzando el poder de los caídes como agentes del sultán. También la hacienda fue reorganizada y se exigió a los propietarios de bienes muebles el pago de los impuestos sin más dilaciones, pero la presión fiscal sobre los campesinos no disminuyó, incluso, muchos impuestos extraordinarios se convirtieron en ordinarios, desencadenando algunas revueltas sin importancia con un marcado carácter antifiscal. Estrechó los lazos con las potencias europeas: mantuvo excelentes relaciones con Inglaterra y Francia, cuyos respectivos embajadores, J. Porter y Vergennes, desempeñaron una labor de europeización fundamental. Igualmente se renuevan tratados de comercio con Nápoles y Dinamarca, y se establece otro por primera vez con Persia (1761). En estos años no hubo ningún conato de revuelta autonomista en las provincias dada la aceptación de la soberanía turca y las buenas relaciones entre el poder central y las autoridades provinciales y locales. Sin embargo, y a pesar de sus intenciones, como antes adelantábamos, aparecen de nuevo problemas exteriores en 1764 cuando las tropas rusas invaden Polonia.

Al ser Turquía garante de la integridad territorial polaca, pronto se inicia otra guerra ruso-turca (1768-1774). El Imperio no estaba preparado aún para iniciar una ofensiva, mientras que los rusos habían organizado un plan de ataque sistemático y simultáneo en varios frentes, desde Podolia a Georgia, animando a las poblaciones ortodoxas a levantarse. De esta manera, Besarabia, Crimea, Valaquia, Dobrudja y Ranstock caen en manos rusas; este avance parece imparable a pesar de la derrota en Morea. La paz se firma en julio de 1774 en Kutchuk-Kaynardja y es una de las más desfavorables para los otomanos, a partir de la cual se desarrolla la llamada cuestión de Oriente; en ella Rusia obtiene Azov, algunas tierras entre el Dnieper y el Bug, y los distritos de Konban y Terek, libre navegación en el mar Negro y autorización para que su flota mercante franquee los estrechos. A cambio, Turquía recupera su control sobre los países rumanos y Besarabia aunque otorgando a sus habitantes ciertos derechos políticos, y debe pagar a Rusia una indemnización de 2 millones de rublos. Austria, en ella, recibe Bukovina como compensación a su intervención del lado turco desde 1771. Esto sería el gran aviso a sus dirigentes para, efectivamente y sin demora, acometer una labor reformadora que detuviera la decadencia.

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