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Revolución Francesa

Desarrollo


Inglaterra había sido el primer país europeo en el que había triunfado la revolución en el siglo XVII y sin embargo se había convertido, ciento cincuenta años después, en el adalid de la lucha contra la Francia revolucionaria. Y es que su clase gobernante creyó que la Revolución de 1789 constituía una amenaza para la expansión económica en el exterior y para la estabilidad en el interior.Gran Bretaña se había convertido desde mediados del siglo XVIII en la primera potencia económica del mundo por su actividad industrial y comercial. Cuando estalló la Revolución francesa, sus exportaciones de algodón habían pasado a cerca de 1.700.000 libras esterlinas de sólo 20.000 a mediados de la centuria. La industria de la lana y del hierro había conocido un desarrollo similar. Lo mismo podría decirse del capitalismo financiero que, con el Banco de Inglaterra al frente, se había convertido en el más fuerte del mundo. Su dominio del mar, por otra parte, había convertido a Inglaterra en un país prácticamente invulnerable, dada su condición de insularidad. Y a pesar de todo, se mostró temerosa de las consecuencias de la Revolución francesa.En primer lugar temía por sus exportaciones. En 1786 había firmado con Francia el tratado Eden que le proporcionaba facilidades comerciales. Pero dicho tratado fue discutido en la Asamblea Constituyente y se alzaron voces para romperlo. Más tarde, la Convención tomó una serie de medidas económicas que afectaban seriamente a los intereses comerciales británicos.

Sin embargo, la máxima alarma se produjo cuando Francia decidió abrir las bocas del Escalda para habilitar el puerto de Amberes como centro comercial que podría hacerle una seria competencia a Londres en la distribución de mercancías en toda la región de Renania.Las importaciones de Europa también le preocupaban a Inglaterra, ya que dependía de la madera de sus bosques para la construcción de barcos para su flota, y del grano de sus campos para la alimentación de sus once millones de habitantes, que no tenían suficiente con la producción agrícola de su propio suelo. Acababa de perder sus colonias en América y veía cómo Francia mantenía sus posesiones en las Antillas y cómo España trataba de preservar el rígido monopolio con sus colonias del otro lado del Atlántico, impidiéndole a toda costa la intervención en ese cerrado circuito comercial.La existencia en el interior de un creciente proletariado, surgido al amparo de la revolución industrial, y muy sensible a la agitación revolucionaria como consecuencia de sus miserables condiciones de vida, constituía un peligro para la estabilidad política y social de Gran Bretaña. También entre las clases medias había grupos predispuestos a escuchar las llamadas revolucionarias procedentes de la otra orilla del Canal y, sobre todo, en Irlanda se reavivaba con ese motivo la antigua hostilidad contra Inglaterra. Proliferaron los clubs y las sociedades secretas que mantenían una constante comunicación con París.

Como consecuencia de todas estas amenazas, el gobierno de William Pitt, apoyado por buena parte de la burguesía que temía por sus intereses económicos, emprendió una persecución contra los revolucionarios británicos, cerrando los clubs y condenando a los agitadores y escritores que se manifestaban favorables a la Revolución mediante la suspensión del habeas corpus. A pesar de todo, se produjo una importante revuelta entre los marinos de la flota del Canal de la Mancha en la primavera de 1797 y una insurrección en Irlanda al año siguiente. En 1793 Pitt había hecho algunas concesiones a los irlandeses, como el derecho al voto de los católicos; pero éstos reclamaban la igualdad total con los protestantes. La agitación fue creciendo hasta que los campesinos hicieron estallar la insurrección a principios de 1798. Como al motín de la flota, el gobierno inglés reprimió a los irlandeses con dureza y se dice que hubo más de 30.000 muertos. Por eso, cuando meses más tarde, en agosto de ese mismo año, desembarcó una pequeña flota francesa en las costas de Irlanda, nada pudo hacer para levantar a sus habitantes, y los revolucionarios fueron capturados por las fuerzas británicas. Desde entonces, Irlanda quedó sometida a Inglaterra, y mediante el Acta de la Unión perdía su parlamento y los católicos quedaban desposeídos de sus derechos.Durante estos años, Inglaterra había sabido mantener su supremacía en el Atlántico y también había conseguido, después de Aboukir, el dominio en el Mediterráneo.

Había ocupado la Martinica y dos importantes colonias de la aliada de Francia, Holanda: la Guyana y el cabo de Buena Esperanza, así como la Trinidad, perteneciente a España. Por otra parte, el volumen de su exportaciones se había mantenido estable a pesar de la guerra. En definitiva, Inglaterra se encontraba todavía con fuerzas suficientes para hacer frente a la Francia revolucionaria.Austria era en el continente la potencia que encabezaba la lucha contrarrevolucionaria. Desde el advenimiento al trono de Francisco II en 1792 habían casi desaparecido las manifestaciones de simpatía hacia la Revolución. Sus temores, por consiguiente, no eran causados tanto por la difusión de las ideas revolucionarias como por los deseos de expansión territorial que había mostrado la República. Había aceptado la pérdida de la lejana Bélgica, pero no se resignaba a renunciar a los territorios del sur de Alemania ni a sus posesiones en Italia. Sin embargo, la incorporación de Venecia al imperio no fue suficiente, como se ha visto, para contrarrestar el avance de los ejércitos franceses que llegaron hasta el sur de la península y hasta las mismas puertas de Viena.Prusia había entrado de mala gana en la guerra en 1792 contra la Revolución. Por una parte, sus verdaderos intereses estaban en Polonia, y de otro lado, su rey Federico II, su gobierno y su administración mostraban un talante ilustrado y progresista que no casaba con la actitud mucho más cerrada de los otros miembros de la coalición.

Pero Federico Guillermo III, que subió al trono en 1797, era más hostil a la Revolución y fue abandonando el espíritu ilustrado para dar paso a una renovación mística que era el anuncio del romanticismo.En Rusia, Catalina II se había mostrado claramente enemiga de la Revolución. Pero en vez de lanzarse contra la Francia republicana, había tenido la habilidad de dirigir sus acciones contrarrevolucionarias contra los movimientos que habían surgido en Polonia, contribuyendo así al mismo tiempo a aumentar los territorios de su imperio. Mediante el segundo reparto de Polonia acordado entre Rusia y Prusia el 23 de enero de 1793, aquélla se quedaba con la totalidad de Ucrania y de la Rusia Blanca; por su parte, Prusia recibía Posnania, Thorn y Danzig. El tercero de los repartos de Polonia tuvo lugar entre Rusia y Austria el 3 de enero de 1795, al que se incorporó Prusia en el mes de octubre. En su virtud, Rusia se quedaba con Lituania y Curlandia; Austria con los territorios de Sandomir y Cracovia y Prusia con la franja norte del país y con Varsovia.Pero la zarina murió en 1796 y su hijo y sucesor Pablo I tomó una actitud más decidida en contra de Francia. Por lo pronto, su interés por el Mediterráneo le llevó a hacerse elegir gran maestre de la Orden de Malta para rescatar la isla de manos de los franceses que la habían conquistado y expulsado de ella a los caballeros de la Orden de Jerusalén. Cuando Turquía declaró la guerra al Directorio a raíz de la expedición de Napoleón a Egipto, el zar, abandonando la tradicional hostilidad que Rusia había mostrado hacia aquel país, se alió con el sultán y pudo así llevar su escuadra al Mediterráneo para iniciar la ofensiva contra los franceses en Malta y en las islas jónicas.

Como firmante de la segunda coalición, Pablo I envió un ejército al mando de Suvorov a Italia donde llevó a cabo en 1799 una serie de operaciones que terminaron con la conquista de algunos territorios al norte de la península. Austria, inquieta por aquella presencia, pudo conseguir, sin embargo, su retirada. En septiembre del mismo año, fue rechazado un ejército ruso que había sido desembarcado en las costas de Holanda.En Suecia se había producido un golpe de Estado por parte del rey Gustavo III que había arrebatado el poder a la nobleza precisamente el año de 1789. El 12 de marzo de 1792 el monarca sueco fue asesinado en un acto de venganza por parte de la aristocracia. Su sucesor Gustavo IV Adolfo trató de formar una liga con Dinamarca, a la cual estaba unida Noruega, para mantener la neutralidad de los países escandinavos y evitar que la guerra llegase al Báltico.

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