Paisajes, gentes, lenguas y escrituras

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La denominación de Próximo Oriente abarca variados espacios geográficos. Inicialmente se distinguen dos áreas bien diferenciadas, que corresponden al Próximo Oriente Asiático, por una parte, y a Egipto, por otra. A su vez, el Próximo Oriente Asiático se divide en cuatro unidades de paisajes poco parecidos entre sí: Anatolia, Mesopotamia, Irán y la zona sirio-palestina. Lógicamente, los grupos étnicos no están sometidos a las barreras que presenta la naturaleza, pues éstas son casi siempre franqueables. Así pues, es conveniente asumir que no existe identificación de una etnia con un territorio, sino que el resultado más frecuente es el del contacto entre grupos que provoca un mestizaje profundo. Por ello, buscar rasgos étnicos inalterados en determinadas comunidades culturales se convierte en un ejercicio antihistórico. Cada ecosistema provoca una forma de explotación de su riqueza por parte del hombre, de modo que la organización del trabajo social depende, aunque no esté necesariamente por él determinado, del entorno ambiental. Son los hombres los que se adaptan al medio que, a su vez, queda transformado por la acción de aquellos. Por estas razones podemos afirmar que distintos grupos étnicos sometidos a las mismas condiciones de explotación generan formas análogas de organización social, que se van modificando conforme surgen nuevas necesidades en el desarrollo histórico. Partiendo de estas proposiciones resulta relativamente intrascendente la afiliación étnica de las comunidades responsables de las culturas que se suceden en la historia próximo oriental.

A esta tarea, sin embargo, se dedicaron activamente -a veces de modo inconsciente- numerosos investigadores, como consecuencia de planteamientos historiográficos que pretendían justificar reivindicaciones nacionalistas o incluso, más agresivamente, la superioridad de unas etnias sobre otras, lo que puede conducir a la asunción del exterminio del débil mediante la violencia. La naturaleza no se manifiesta de la misma manera en cada uno de los espacios comprendidos en el Próximo Oriente y teniendo en cuenta que la actividad básica tras la llamada revolución neolítica es la agricultura, el esfuerzo de los hombres tendrá como objetivo obtener la mayor rentabilidad de su trabajo. En principio eso significa solamente adquirir los bienes necesarios para subsistir, pero no siempre se obtiene, en el espacio delimitado por la comunidad aldeana, la totalidad de las materias imprescindibles para un desarrollo por encima del umbral de la subsistencia. Es entonces cuando las relaciones con otras comunidades adquieren una frecuencia que incide directamente en la modificación de los estilos de vida. Es sobradamente conocido cómo Egipto y Mesopotamia carecen de la madera necesaria para la construcción o de piedra, lo que obliga a edificar con barro y palmas. Es lógico que sus aldeas proporcionen una imagen completamente distinta a la de los pequeños núcleos construidos en las altas tierras de Anatolia oriental. No menos afamada es la carencia de minerales y metales en su subsuelo, por lo que la metalurgia dependía del abastecimiento exterior.

Nubia, la región del Golfo Pérsico, el Zagros, Anatolia y las zonas próximas al Mediterráneo eran los lugares que proveían de materias primas, a través de las relaciones de intercambio comercial o de campañas bélicas. Al mismo tiempo, la explotación de los recursos de las áreas periféricas ponía en contacto a los habitantes de Egipto y Mesopotamia con otras realidades culturales que nada tenían que ver con su propia experiencia. En muchas ocasiones se trataba de poblaciones nómadas o seminómadas, cuyos ecosistemas se veían alterados por la presencia de los sedentarios. La desestructuración provocada se traducía frecuentemente en incursiones contra los territorios de los estados agrícolas. Si éstos no se encontraban en una situación de potencia capaz de repeler a los invasores podían ver cómo sus cosechas eran saqueadas y sus ciudades incendiadas o sometidas. Así se explica en buena medida la inestabilidad habitual de las relaciones entre estas dos formas de concepción de la vida que, siguiendo únicamente la perspectiva de las sociedades letradas, culpaba a los nómadas de las alteraciones sufridas por las comunidades civilizadas, efecto de la conducta de estas otras poblaciones bárbaras. Por fortuna, podemos disponer ahora de unos mecanismos de explicación que superan las limitaciones a las que nos había conducido nuestra etnocéntrica contemplación de la realidad. De esta manera se pretende destacar como elemento primordial no el origen étnico, sino el modelo de vida de cada sociedad.

La dicotomía, pues, en las relaciones interétnicas es su carácter nómada o sedentario, que genera una dialéctica extraordinariamente rica para la correcta comprensión de la historia del Próximo Oriente. Por otra parte, es necesario tener en cuenta que esa primera división no es estática, pues con frecuencia quienes antaño fueron nómadas son después sedentarios y ello al margen de su origen étnico. Precisamente ese paso del nomadismo a la sedentarización ha sido utilizado como argumento para defender la mejor calidad del estilo de vida agrícola, como si inexorablemente el progreso condujera a la humanidad en una dirección determinada que hubiera de ser naturalmente buena. Lo cierto es que no deben confundirse los resultados con las causas. En principio, la vida sedentaria no requiere una menor dedicación laboral que la dedicada a la recolección y, consecuentemente, habría que demostrar que es mejor el trabajo que el ocio. Además, ciertas investigaciones parecen documentar que la domesticación de las plantas se conocía desde un pasado prehistórico remotísimo. En esas condiciones es legitimo plantearse por qué si la agricultura era sencillamente buena no se difundió con celeridad en el seno incluso de aquellas comunidades que habían experimentado con ella. Y una posible respuesta es que la agricultura -que requiere más trabajo que la recolección- no se impone como estilo de vida hasta que el deterioro ecoambiental impide la continuidad de la vida recolectara.

La virtud, pues, de la agricultura fue su utilidad como sistema de readaptación de las comunidades recolectoras que habían visto agotados sus entornos ambientales. Las poblaciones que vivieron en estas regiones son de muy variada procedencia. Por lo que respecta a Egipto, la investigación trabaja activamente en la determinación de los caracteres de sus más antiguos pobladores. Frente a las opiniones tradicionales, parece ir afianzándose la idea de un componente negro africano desde el predinástico, partícipe en la estructura poblacional, que afecta a todos los grupos sociales, incluidos los propios faraones. La resistencia que aún se aprecia para aceptar esta realidad en ocasiones parece más consecuencia de deformaciones racistas que de argumentos científicos sólidos. Sin embargo, es necesario al mismo tiempo admitir que el valle del Nilo estuvo más abierto al mestizaje de lo que habitualmente se piensa. La lengua que se hablaba en el Egipto faraónico tiene una sintaxis precedente de la de las lenguas norteafricanas y de las semitas, pero ello no debe distorsionar la correcta percepción de la realidad, que es el estrecho parentesco que la vincula a otras lenguas africanas, aunque obviamente este extremo también está sometido a discusión entre los especialistas. En el Próximo Oriente Asiático la mayor parte de la población es de origen semita, razón por la que las distintas lenguas habladas por ellos están emparentadas entre sí, pudiendo ser agrupadas en tres ramas lingüísticas: el semita noroccidental, el semita meridional y el semita oriental.

Del primero proceden el cananeo (amerita, ugarítico, fenicio, hebreo) y el arameo, que serán las lenguas dominantes en la región sirio-palestina. El semita meridional dará lugar a los distintos dialectos arábigos, mientras que el semita oriental será el precedente de las lenguas más importantes habladas en Mesopotamia, el acadio, del que derivan el asirio y el babilonio. A estas lenguas hay que añadir una de origen desconocido, el sumerio, que fue dominante en el sur mesopotámico hasta su desplazamiento por el acadio y, por otra parte, las lenguas del tronco indoeuropeo, que hacen su aparición en este escenario por la inmigración de fuertes contingentes en distintas etapas, quizá desde Anatolia oriental, que algunos ahora defienden como su cuna originaria, de la que saldrían acompañando a la agricultura, como difusores del neolítico. En cualquier caso, no aparecen documentados hasta bien avanzada la Edad del Bronce. Unos, los luvitas y los hititas, dominarán la meseta de Anatolia a partir del 2000 aproximadamente, estableciéndose junto a antiguas poblaciones hatti (a no ser que se esté duplicando una única realidad); los otros, iranios -sobre todo medos y persas-, se asentarán poco a poco en el cambio del segundo al primer milenio en el altiplano al que otorgarán definitivamente su nombre. Finalmente, es necesario mencionar otros grupos lingüísticos, como el de los hurritas, omnipresentes en la historia del Próximo Oriente, desde los archivos del palacio de Ebla, y que terminarán desempeñando un importante papel en la configuración del Imperio de Mitanni en la parte central del II Milenio; aún, en los primeros siglos del I Milenio, sus descendientes se reorganizarán en el reino de Urartu, en la zona oriental de Anatolia.

Otros grupos menores tendrán una cierta influencia en el discurso histórico del Próximo Oriente, como los elamitas, que desarrollan una importante cultura contemporánea a la mesopotámica, y otros muchos pueblos, como los guteos, lullubi, casitas, gasga, etc. a los que nos iremos refiriendo en el lugar que les corresponda. Naturalmente, aún son muchos más los pueblos que intervienen en la historia próximo-oriental, pero tal vez no tenga demasiado sentido elaborar un listado difícilmente útil para el lector. Antes de abandonar este epígrafe es conveniente prestar cierta atención al problema de la escritura. Sin duda se trata de uno de los hallazgos culturales más importantes en la historia de la humanidad, cuyos restos más antiguos fueron hallados en el nivel IV a de Uruk, correspondiente al 3200 aproximadamente. El registro numérico de las cosas constituye el paso previo de un largo proceso que habría de conducir de la más elemental contabilidad hasta la posibilidad de redactar textos literarios. Un paso trascendente fue la creación de signos pictográficos que representaran objetos, posteriormente conceptos y, por último, oraciones. Los signos se fueron simplificando de forma progresiva, al tiempo que se les otorgaba un valor fonético, hasta que quedó configurada la escritura jeroglífica y después la cuneiforme hacia el 2500 a.C. Algún tiempo después los acadios la adoptaron, fijando así ya casi definitivamente el soporte de las lenguas próximo orientales.

Otras comunidades tomaron prestada la escritura, incluso antes de que adquiriera su aspecto cuneiforme, como por ejemplo, los egipcios y los elamitas, que elaboraron sus propios sistemas. Ebla adoptó la escritura cuneiforme para representar su lengua con anterioridad al 2400. En Anatolia se introdujo presumiblemente por la acción de los comerciantes asirios en el siglo XIX. De este modo, el cuneiforme fue empleado por casi todos los pueblos del próximo oriente asiático. Su adaptación a sistemas lingüísticos de enorme disparidad fonética y sintáctica, constituye una ingente actividad intelectual por parte de los escribas de las distintas cancillerías. Sin embargo, también se emplearon otros sistemas de escritura, como los jeroglíficos hititas (aunque la mayor parte de los textos de esa lengua están en cuneiforme). Pero el sistema más novedoso fue inventado en un momento indeterminado con posterioridad al año 1400 y lo conocemos sobre todo en Ugarit. Se trata de la escritura alfabética que supone, como mayor innovación, la representación individualizada de cada sonido, con lo que se simplifica el aprendizaje, al tiempo que se articula infinitamente mejor la representación de la lengua. La importancia de esta creación se pone de manifiesto en el éxito cultural que ha tenido. El jeroglífico egipcio es una modalidad de escritura con desarrollo autónomo. Algunos investigadores pretenden que el método elemental de usar un signo para expresar no sólo el objeto real que representa, sino también otras palabras o parte de ellas que tengan un sonido parecido, así como el uso de los determinativos -signos generales para indicar el correcto sentido del mensaje-, pudieron ser préstamos sumerios a Egipto.

En cualquier caso, sabemos que de los aproximadamente seiscientos signos del jeroglífico egipcio, unos son fonogramas -indican gráficamente la pronunciación, como sílabas o palabras- y otros auxiliares -señalan el campo semántico, o determinan las consonantes de los fonogramas-. Las vocales no se representan, lo cual dificulta en ocasiones la comprensión de los textos, e impide su correcta pronunciación, lo que explica la necesidad de los signos auxiliares. Esta forma de escritura se mantuvo en Egipto aproximadamente desde fines del IV Milenio hasta el siglo IV d.C. Sólo se produjeron al usar tinta sobre papiro dos variantes cursivas: una escritura llamada hierática y otra tardía para documentos laicos, denominada demótica. Por otra parte, la presencia griega, tras la conquista de Alejandro Magno, provocará una hibridación en la lengua y en la escritura, dando lugar a una nueva variante que conocemos como copto, en el que la lengua representada es egipcio evolucionado, mientras que la escritura es griega.

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