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La división de la Historia en grandes periodos supera en ocasiones su original objetivo didáctico y funcional para acabar creando épocas consideradas esencialmente diferentes. La historia política de la Europa de los siglos XVI y XVII no fue, evidentemente, la de los siglos XIV y XV, pero convertir 1453, 1492 o 1500 en rígidas líneas divisorias trace difícil comprender el por que de muchos acontecimientos sucedidos tras el ocaso del Medievo. Conviene pues recordar la raíz medieval de algunos acontecimientos propios de la Época Moderna. La Guerra de los Cien Años agotó a Inglaterra, que quedó en un segundo plano internacional hasta el último tercio del siglo XVI. El fin de su presencia en el continente permitió a una monarquía inglesa consolidada iniciar una fructífera etapa de recuperación y asumir con plenitud su dimensión insular, iniciando una dilatada política de proyección marítima a la larga mucho más rentable. Francia llegó al finales del Medievo como la monarquía más cohesionada, extensa y poderosa de Europa occidental y su política expansiva condicionó la política de las demás potencias europeas. Desde la segunda mitad del siglo XV, las líneas de proyección francesa respondieron a la dinámica de consolidación estatal de la monarquía, pero también a conflictos anteriores. Las Guerras de Italia libradas durante la primera mitad del XVI remontan su origen a la pugna de catalano-aragoneses y angevinos por el dominio del Mediterráneo occidental durante los siglos XIII, XIV y XV.

También la presión francesa sobre Navarra hunde sus raíces en la influencia de nobles y reyes franceses desde el siglo XIII -el rey de Francia seguirá usando el titulo de rey de Navarra-, del mismo modo que la anexión por Castilla en 1512 puede intuirse ya desde el siglo XIV. La España de los Reyes Católicos fue, junto a Francia, la otra gran potencia europea surgida a finales del siglo XV. Como en el interior, la política exterior hispánica tampoco fue novedosa respecto a tiempos anteriores, aunque nuevas circunstancias -la entronizacidn de Carlos I y su acceso al Imperio, la proyección americana de Castilla, etcétera- dieron paso a nuevas orientaciones. Si bien Castilla dirigió la política exterior de la monarquía, lo hizo en gran medida para continuar las líneas trazadas por la Corona de Aragón. Lo más significativo fue que Castilla rompió su tradicional alianza con Francia (casi constante desde el siglo XIII) y adoptó la tradición antifrancesa de la Corona de Aragón al convertirse el reino galo en una peligrosa amenaza para los intereses castellanos. En este sentido, la lucha por la hegemonía en la Italia del siglo XVI fue una herencia catalano-aragonesa, aunque, de hecho, la orientación mediterránea de Castilla era más que evidente desde la segunda mitad del siglo XIV. La proyección hispana en el Norte de África tuvo también una inspiración similar, aún cuando en ella se observe una prolongación del ideal de cruzada-reconquista más allá del Estrecho con orígenes en proyectos castellanos del siglo XIII y, sobre todo, en la expansión norteafricana del Portugal bajomedieval.

Con todo, la presión turca en el Mediterráneo oriental y el Magreb a lo largo del siglo XV también estimuló la intervención española en Italia y el Norte de África. En la Península, los Reyes Católicos y Alfonso V de Portugal iniciaron una nueva etapa de amistad que rompió la tradicional hostilidad luso-castellana. La consiguiente política matrimonial entre ambas monarquías y la posible unidad peninsular fracasó al morir el infante Miguel (1500) heredero de Castilla, Aragón y Portugal. Con todo, la incorporación de Portugal a la monarquía hispánica entre 1580 y 1640 seria el fruto tardío de esta política ibérica realizada a finales del siglo XV por los Reyes Católicos. Aunque a finales del siglo XV los reinos hispanos eran las potencias mejor preparadas para una expansión ultramarina, también resulta insuficiente plantear la empresa española en el Nuevo Mundo prescindiendo de las grandes exploraciones marítimas realizadas por Portugal desde 1415 u olvidando que la marina castellana -primero la cantábrica, después la andaluza- se había convertido ya hacia 1370 en una gran potencia comercial-militar en el Atlántico. Respecto a Europa, la Monarquía hispánica también siguió algunas pautas marcadas por la Corona catalano-aragonesa medieval. Su política antifrancesa, definida por Juan II mediante la alianza con Inglaterra, Borgoña y el Imperio, fue asumida por los Reyes Católicos, en cuya decisión también debe tenerse en cuenta la gran vinculación económica de Castilla respecto a Flandes desde mediados del siglo xlv y la amenaza francesa al predominio castellano en el Atlántico. En este sentido, la continuidad de la unión de Castilla y Aragón se debió en buena medida a la necesidad de contener la presión de Francia, algo que ambas Coronas no podían afrontar por separado. Estas alianzas entre potencias antifrancesas de finales del Medievo tuvo resultados inesperados: la formidable herencia de Carlos de Habsburgo (1516-1556), que modificó totalmente el equilibrio político de Europa durante los siglos XVI y XVII. Este panorama pertenece ya a una nueva época de la Historia europea, aunque sus orígenes se remontan en buena medida a los siglos medievales.

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