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Anatolia

Desarrollo


Henri Frankfort declaraba que las regiones del entorno mesopotámico carecieron de un elemento esencial para el desarrollo del arte: la continuidad. Por esa razón, el viejo maestro británico concluía la imposibilidad de construir una historia del arte de la región de Anatolia. A decir verdad, los manuales sobre el pasado anatólico suelen organizarse en períodos cerrados por crisis violentas y resolutivas. Pero esto, sin dejar de ser cierto, tampoco es toda la verdad. Porque en Anatolia, como en otras regiones, el espíritu de sus pueblos, el fondo de sus creencias, el sentimiento de su propio paisaje y la masa callada de su población -salvo en momentos muy contados-, supo resistir todos los avatares y adaptarse a las condiciones más diversas. Y así, a mediados de los años treinta de nuestro siglo, cuando los arqueólogos turcos descubrieron las famosas tumbas de los reyes de Alaca, encontraron en ellas un sutil hilo de Ariadna. La voz de un pasado vivo en un presente que anunciaba el futuro. Johann Joachim Winckelmann escribió que "el arte brotó del mismo modo en todos los pueblos que lo cultivaban, y nada hay que nos induzca a creer que tuviese una patria especial, ya que cada pueblo encontró en sí mismo la semilla necesaria". También la meseta de Anatolia, sus montañas y sus costas, sus pasos, sus ríos y sus bosques sirvieron de patria a una forma de arte. Los rasgos dominantes del relieve de Anatolia son la montaña y la alta meseta, elementos esenciales en esa península del Asia que, bañada por cuatro mares, el Mediterráneo, el Egeo, el Mármara y el Negro, se ancla con las cordilleras que la vertebran en el corazón del Cáucaso.

Los primeros viajeros europeos quedaron impresionados por lo agreste de sus alturas y lo frío de su clima invernal. Ruy González de Clavijo, miembro de la embajada de Enrique III de Castilla a Tamerlán, recordaría que los diplomáticos castellanos al dejar la orilla en Trebisonda y adentrarse en la cordillera póntica, "anduvieron un fuerte camino de montañas muy altas de muchas nieves y de aguas muchas". Pero además de aquellas elevadas montañas que imponían raros y siempre repetidos pasos, de costas poco marineras -salvo en el Egeo- y de ríos parcamente caudalosos, Anatolia contaba con muchos recursos que, desde los orígenes -como con la inagotable disponibilidad de piedra y madera para la construcción-, marcaron los rasgos de su cultura y, a la vez, la convirtieron en una fuente de materias primas ávidamente buscadas en sus comarcas por pueblos lejanos. El paisaje actual de la península, su clima y el carácter de sus tierras y sus productos podría en gran medida trasponerse a la antigüedad. Porque con excepción de una mayor sequedad, la pérdida de una superficie arbórea más rica y la existencia de los actuales problemas de erosión, Anatolia permanece en cierto modo semejante al pasado. Y así, el monte mediterráneo de las regiones del oeste, con las ricas tierras de la costa egea, siempre abiertas y pobladas. O la meseta central, corazón histórico de Anatolia y hogar de "hattis", hititas, frigios o turcos, tierras de cereales y ganados rodeadas por los poderosos montes de Ponto al norte -poblados de espeso arbolado y abundantes yacimientos de cobre-, las grandes montañas del este cubiertas de coníferas, con sus severos inviernos y su riqueza minera y el Tauro al Sur, con sus bosques, sus pasos y sus rocas cubriendo la espalda de una franja costera meridional, siempre bien cultivada aunque pobre en puertos.

El duro clima invernal del Este y sus largos meses de copiosas nevadas cerraban los pasos y los caminos que llevaban de la alta Yazira hasta la meseta Anatólica. Pero con el deshielo, las rutas del comercio volvían a abrirse, un comercio que desde los lejanos tiempos de la remota obsidiana calcolítica anatólica hasta hoy, ha permanecido incesante y fluido a lo largo de los siglos. Los montes y las estepas acogieron también una fauna salvaje y variada que sació el hambre y la pasión cazadora de los primeros habitantes. Osos, gacelas, zorros, lobos y el ciervo, sobre todo el ciervo, alimentaron un mundo de creencias que se mantuvo -como el hilo continuo que añoraba H. Frankfort- en el alma de las gentes de Anatolia. A unos 30 kilómetros al noroeste de Antalya, en las grutas de Karain, los tempranos cazadores paleolíticos allí refugiados comenzaron a aprovechar los recursos del valle que se abría ante sus cuevas. El prehistoriador K. Kökten ha podido ir descubriendo en sus profundas estratigrafías los primeros ejemplos de un arte en hueso y piedra, todavía elemental y balbuciente pero no exento de belleza, traducida en objetos útiles como hachas, raspadores y adornos diversos que sin el peculiar atractivo de los hallados en Karain, encontramos también en otros lugares de la península, tales como Yarimburgaz y muchos más. Los errantes cazadores paleolíticos irían abandonando las cavernas de Anatolia y, en la búsqueda inconsciente del control simultáneo sobre varios ecotopos -como propone H.

J. Nissen en su modelo de sedentarización-, comenzarían a establecer los primeros campamentos semiestables y, por fin, las primeras aldeas. Una de éstas, acaso una de las más tempranas -datada en torno al 7250 a. C.- fue descubierta por H. Cambel y R. J. Braidwood a mediados de los años sesenta. En Cayönü Tepesi, un suave tell localizado a unos cinco kilómetros al suroeste de Ergani, en la orilla izquierda de un pequeño afluente del Tigris, los estudiosos hallaron los restos de una aldea de agricultores primerizos que, si bien apenas dominaban el cultivo del trigo, conocían en cambio los secretos de la domesticación del perro, las cabras, los cerdos, las ovejas y, sobre todo, sabían de las propiedades del cobre nativo. Aunque ignoraban los principios de la siderurgia, las gentes de Cayönü Tepesi se hicieron alfileres, anzuelos y escariadores en cobre trabajándolo por raspado y martilleo. Y si desconocían todavía la cerámica, sus recipientes de piedra con incisiones, los pavimentos de lajas alisadas y cuidadosamente ajustadas de un edificio singular, los instrumentos en sílex y obsidiana y las figuritas femeninas de barro sin cocer -cuyas proporciones anuncian a las célebres de Hacilar-, nos preludian ya un temprano sentido estético y una atracción inequívoca por la forma.

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