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La identidad

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Y es que no se puede olvidar un tercer factor: la conciencia de que ha terminado un periodo -el del Clasicismo Tardío- repleto de personalidades fuertes: en el arte, han sido Praxíteles, Escopas o Lisipo; en la política, hombres de la talla de Demóstenes o de Alejandro. En torno al año 300 a. C., se siente que se vive una época de "diádocos y de epígonos", con escasas figuras en cualquier ámbito de la vida. Y por eso quizá cobra por entonces importancia inusitada, precisamente, el fenómeno de la individualidad. El pasado se rememora a través de sus grandes personajes, y en el presente se buscan también hombres fuertes, capaces de imponerse por sus ideas particulares o por su genialidad militar. En cierto modo, es un signo más del triunfo del individualismo sobre la colectividad de la pólis clásica. En el campo del arte, y sobre todo de la escultura, este culto a la personalidad tendrá un papel de cierta relevancia: el género del retrato adquiere una categoría antes insospechable. Ya están muy lejos las épocas, allá en el período severo, en que un anónimo escultor quiso fijar las facciones de Temístocles, rompiendo con la idea tradicional de que sólo la belleza pura atraía la mirada de los dioses hacia los exvotos de sus fieles. Pero lo cierto es que hasta la época de Alejandro el retrato había permanecido casi en la sombra, y obras como el llamado Filósofo de Porticello o la sacerdotisa Lisímaca, de hacia 400 a. C., o los retratos de Sócrates, Platón, Aristóteles y otros, ejecutados por distintos artistas del siglo IV, eran aún, en cierto modo, obras aisladas. Lo que no parece evidenciarse, por el contrario, es que tal culto a la personalidad supusiese un incentivo para que los artistas intentasen buscar y exponer la suya. Por desgracia para la creatividad plástica, lo que dominó fue el respeto al pasado.

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